domingo, 6 de junio de 2010

Camino de Santiago.- DIA 2

Cuatro de mayo de 2010. PORTOMARÍN-PALAS DE REI

AMARILLO, AZUL Y VERDE BRILLANTE

Me despierto con el ruido y el movimiento de la habitación del albergue: pasos, linternas, susurros, cremalleras que se abren y se cierran,… Calculo que el despertador de mi móvil sonará de un momento a otro, así que saboreo ese estado de semisomnolencia, acurrucada en el saco. Después de un tiempo difícil de estimar en la neblina del primer despertar, intento adivinar la hora en mi reloj de pulsera en la cuasioscuridad de la estancia. Parece que la manecilla va a alcanzar la mitad de la esfera, así que decido bajar de la litera e ir preparando la mochila. Ranita sigue durmiendo, así que procuro no hacer ruido porque mis cosas están justo bajo su colchón. En esa posición, puedo ver mejor mi reloj de pulsera y… ¡aún me queda casi una hora! Otra vez arriba, a remolonear en el saco.

A la hora establecida, el despertador de mi móvil suena y lo acallo de un sutil manotazo. Me pongo en pie rápidamente y empiezo a preparar mis cosas (esta vez de manera definitiva). Sacar el neceser, sacar la camiseta y el pantalón para hoy, guardar la ropa de dormir, volverla a sacar porque me he dado cuenta de que tengo que meter primero el saco, enrollar el saco, aplastarlo contra el fondo de la mochila, reorganizar los bultos para que entre todo y cerrar la cremallera. Entre esta partida de Tetris de la vida real, voy preparando mis pies para la caminata de hoy: ungüento anti-ampollas y un nudo bien fuerte en las zapatillas, para que evitar rozaduras. En los pocos pasos que he dado por el albergue, noto un dolor en las rodillas que no había experimentado hasta ahora. “Serán agujetas de ayer. Con el ejercicio de hoy se me quitarán”, pienso mientras me ato las botas, orgullosa de mis pies sin heridas ni ampollas.

Mientras Ranita termina de ponerse esparadrapo en los dedos y los tobillos para evitar las rozaduras de las zapatillas, me dedico a mirar por la ventana del albergue la fantástica estampa del río Miño, entre montañas y árboles. Evidentemente, no puedo evitar mirar al cielo para intentar adivinar si esas nubes negras van o vienen (mi madre tiene un don para saber si el viento trae o se lleva las nubes de tormenta, pero yo carezco de esa habilidad).

Al pasar por la cocina llena de peregrinos desayunando, de camino a la salida, vemos a los chicos con los que hablamos ayer y nos despedimos de ellos con la mano. Ayer decidimos que desayunaríamos en el mismo restaurante donde comimos. Tenía muchas ganas de tomar tranquilamente un café con unas tostadas, con la mirada perdida en el paisaje que me ofrecía el mirador. Al extender la mermelada de fresa sobre el pan, no puedo evitar acordarme de mis compañeras y de nuestros desayunos en el bar de enfrente de la oficina. Sonrío y pienso que a ellas todavía les quedan un par de horas antes de ir a desayunar.

Nos ponemos en marcha, con algunas dudas sobre hacia dónde ir, ya que las flechas que vimos ayer en la acera cerca del supermercado parecen llevar en dirección contraria hacia donde van los peregrinos. Preguntamos a un hombre que parecía de la zona y nos confirmó nuestras sospechas: donde fueres, haz lo que vieres. Nos unimos al resto de peregrinos, la mayoría de avanzada edad y extranjeros, y cruzamos un puente que nos aleja del pueblo y que conecta con el camino por dónde vinimos ayer. Inmediatamente, nos adentramos en un bosque donde la tranquilidad parece una especie vegetal más.


Los hombros se resiente por el peso soportado ayer y cada cierto tiempo me recoloco las asas, para descansar. Mis rodillas también se resienten a los pocos pasos. Pero, a pesar de las molestias, continuo andando. En la vida, hay momentos en los que el dolor ralentiza nuestros pasos, pero hay que seguir adelante. Tras un tiempo de descanso o de duelo, hay que avanzar. El ejercicio del día a día hace que las agujetas desaparezcan poco a poco.

En esta etapa, el sol nos visita con más frecuencia que ayer. Y su presencia se nota con un simple paseo de  la mirada por cualquier rincón del camino. El verde de ayer es hoy un verde brillante y luminoso, a juego con el resto de tonos de la jornada. El amarillo y el azul florecen entre los arbustos de uno y otro lado de la senda. Es bastante probable que en la jornada de ayer también hubiera flores, pero es ahora cuando realmente caigo en la cuenta de ellas, tal vez por la luminosidad del día y a pesar del viento frío que nos retira descaradamente la capucha del rostro.


En los momentos de silencio, que vuelven puntuales como en la jornada de ayer, vuelvo a mis pensamientos. En esos ratos de soledad con uno mismo, no todo es bonito y positivo. Veo esos aspectos de mi vida que no me gustan y soy consciente de lo que debo hacer para remediarlos, aunque no siempre sea fácil. Caigo en la cuenta de que no he aprendido casi nada nuevo en estos escasos dos días de peregrinación, sino que más bien he podido reflexionar sobre lo que ya sé, con la perspectiva y la tranquilidad que da el Camino.

Caminamos entre montañas durante gran parte del camino, sorteando piedras y atravesando altos árboles. A veces, localizamos las flechas de manera casi inconsciente; en otras ocasiones, nos cuesta encontrarlas. Cuando no ves las señales, piensas que te has perdido, pero es difícil que te pierdas en tu camino. Al poco, las pistas a seguir aparecen frente a ti. Y si no las ves, pregunta, pide ayuda. Todo el mundo lo hace alguna vez.

Mi gran apoyo de hoy es el bastón de trekking que IronMan me ha prestado, junto con la mochila y el saco. Voy cambiándomelo de mano cuando noto que una rodilla me duele más que la otra. Ranita tiene los pies doloridos y le cuesta andar. Por eso, nos vamos turnando el bastón de vez en cuando. Pienso que el bordón es como los amigos: aunque sean tu apoyo para seguir adelante, en ocasiones tienes que andar sin ellos, para que sirvan de ayuda a otras personas.

En algunos tramos del camino, especialmente en las bajadas, Ranita y yo nos distanciamos. Nuestros pasos van a diferente ritmo y la distancia entre nosotras se acorta o alarga según las dificultades del Camino. E incluso, en esos tramos, no estamos solas ya que siempre hay alguien que te desea “buen Camino” o que incluso entabla conversación contigo. Esas personas son compañeros de viaje: pasan, hablas con ellos y luego, por una u otra circunstancia, se separan de ti. Los amigos de verdad son los que hacen el camino contigo y te ayudan cuando tienes problemas para avanzar, aunque a veces tengas que hacer algunos kilómetros en soledad. Siempre estarán contigo al final.

Unos kilómetros más allá de la mitad de nuestra jornada hacemos una parada para almorzar. Devoro con hambre y con prisa el bollito de leche con jamón york y queso antes de que se me congelen los dedos. El menú se completa con un Aquarius fresco por el aire casi invernal, que me calma la sed y el calor que tengo bajo el chubasquero. Para finalizar, una barrita de cereales con chocolate. Evidentemente, en este viaje no podía faltar este alimento indispensable en mi dieta.

Tras el descanso, nos cuesta volver a coger el ritmo. La parada no le ha sentado tan bien a nuestras piernas y pies como a nuestro estómago. Pero eso no nos detiene, sólo nos ralentiza un poco, hasta que nuestras articulaciones y extremidades vuelven a entrar en calor. Aunque el cansancio es inevitable: nuestro cuerpo acusa ya el ímpetu con el que cogimos los 20 kilómetros de ayer, a lo que se suma los 25 que acometemos hoy. Lo noto sobre todo en los últimos cinco kilómetros: empiezo a confundir distancias, números y horas. Hasta el punto de que tengo cierta sensación de mareo.

Pero todo llega y alcanzamos nuestra meta de hoy: Palas de Rei. Probamos suerte en el albergue público que, además, es el primero que encontramos en el pueblo. Parece que la fortuna nos sonríe y sí hay plazas libres. Además, en la entrada nos encontramos con las chicas del tren de Sarria y me vuelvo a alegrar por ese reencuentro. La hospitalera que atiende la cola que se forma delante de su mesa contrasta bastante con el ambiente reinante en el Camino: da órdenes con tono seco y responde de malas maneras a una petición de las chicas de Madrid.


En cuanto nos asignan una litera y dejamos las mochilas, vamos al bar de enfrente a comer. Es curioso cómo se magnifican cosas tan sencillas como una silla, una bebida fresca y un plato de comida. “Qué ricos están los espaguettis…. Bueno, es eso o que tengo tanta hambre que todo me sabe buenísimo”, le digo a Ranita. El camarero nos atiende con una amabilidad tal que parece mentira que estemos justo enfrente del albergue de la hospitalera del ceño fruncido. De hecho, cuando le pedimos la cuenta, nos dice que no nos preocupemos, dándonos a entender que no hay prisa por pagar e irnos, que podemos descansar tranquilamente. Tras 25 kilómetros andando, se agradecen pequeños gestos como ése.

De vuelta a nuestra habitación, nuestros compañeros de litera nos anuncian que el agua caliente se ha terminado, así que tendremos que esperar un poco para ducharnos. Entablamos conversación con unos extremeños que inevitablemente me recuerdan al hablar a mi alcaldesa de Zalamea. Compartimos la estancia con una de esas mujeres mayores llenas de vitalidad…tanta que ha adelantado a sus compañeras de viaje y va por libre. “En las últimas etapas iba con unos chicos jóvenes de Bilbao, pero iban más lentos que yo”, nos dijo. Eso da qué pensar…También está con nosotros un alemán que hace 40 ó 50 kilómetros al día. Ranita hace de traductora, con un inglés bastante fluido, a pesar de que ella dice que es el que aprendió en el colegio… y ya ha llovido desde entonces.

En una de esas conversaciones, el alemán pregunta que de quién es el palo con una serpiente tallada que hay junto a la puerta. La mujer vital responde que lo encontró un par de días atrás en un área de servicio con máquinas expendedoras. Pensó que alguien se lo habría dejado olvidado allí y lo cogió por si se encontraba a esa persona por el camino o en algún albergue, con la intención de devolvérselo. Añadió que la había ayudado mucho en una etapa muy larga y en la que estaba muy cansada. Desde entonces, le tenía cierto cariño. El alemán, tras escuchar la historia, sonrió y dijo (a través de la traducción de Ranita) que era suyo, que lo había tallado un día en el que llovía torrencialmente, para matar el tiempo. “It’s the destiny”, respondió alegre. La mujer hizo el ademán de devolvérselo pero él negó con la cabeza y le dijo que se lo regalaba, que ya encontraría otro. De hecho, se volvió, tomó su navaja y le preguntó sus iniciales a la mujer. En uno de los huecos libres de la madera, talló las iniciales de ambos. La historia de Aurora y René es de ese tipo de acontecimientos que te hacen plantearte si existe el destino o las “bonitas casualidades”.

Por la tarde, salimos a dar un breve paseo por el pueblo, a ver la iglesia por la que habíamos pasado por la mañana y a comprar la cena en el supermercado. En la calle, nos encontramos con los chicos del albergue de Portomarín. Ellos habían llegado un poco más tarde que nosotras y habían tenido que alojarse en un hostal. No es que nosotras fuéramos rápidas, sino que ellos hacían largas paradas para almorzar y comer. Nos propusieron tomar un café más tarde, a lo que dijimos que sí aunque sin saber muy bien cómo nos íbamos a poner en contacto en ese “luego” indeterminado.

De vuelta al albergue, nos quedamos hablando con Aurora, ayudándola a reorganizar sus futuras etapas. En vez de bajar al comedor a cenar, nos preparamos el bocadillo en la habitación (aún a riesgo de que la hospitalera nos regañara) y comimos con ella. Hablando de todo un poco, Ranita comentó que le había salido una ampolla en el dedo y Aurora se ofreció a curársela, usando la técnica del hilo y el yodo que me había comentado IronMan. Precisamente, pasó René por allí y, al ver la enfermería montada, nos mostró sus pies, con más de una herida en sus plantas. La mujer no dudó en hacerle una cura, mientras el alemán se hacía fotos, sorprendido con el método. Sin pretenderlo, con este gesto se completaba la cadena de favores entre ambos.

Alrededor de las 22.00 horas, las 12 personas que dormíamos en la habitación de aquel albergue decidimos de mutuo acuerdo apagar las luces. Tras desearnos buenas noches, como si fueras una pequeña familia, la mayoría nos metimos en nuestros sacos para dormir. Y digo “la mayoría” porque escuché a los extremeños seguir hablando en la oscuridad durante un largo rato. “Igual que mi alcaldesa de Zalamea”, pensé antes de cerrar los ojos, vencida por el sueño.