miércoles, 19 de enero de 2011

Copia digital

El otro día hice limpieza en los cajones de mi escritorio (esos de los que mi padre dice que no es que tenga síndrome de Diógenes, si no que directamente tengo a Diógenes metido ahí dentro). Sabía que en algún momento de mi vida en esta casa tendría que hacer esa tarea. Pero, sobre todo, era consciente de que no sería algo planeado o impuesto por mí misma. Un tarde cualquiera, empezaría reestructurando los objetos de la cajonera, tirando dos o tres folios inservibles y colocando de nuevo cada elemento en su nuevo lugar. Poco a poco me liaría, sacando folletos, blocs de notas y cachivaches que ya tenía olvidados. Sin darme cuenta, acabaría con el suelo de mi habitación lleno de papeles, el corazón revuelto y la memoria desempolvada.

Efectivamente, así sucedió hace algunos días. Se podría decir que la razón “real” fue buscar un hueco en el primer cajón de mi escritorio para guardar mi recién estrenado netbook, para protegerlo de los posibles golpes o caídas que podría sufrir si lo seguía dejando en mi mesa a merced de cualquier mano torpe (por ejemplo, la mía). Pero la realidad es que aquel era el día señalado por el destino en el que, sin proponérmelo conscientemente, iba a poner patas arriba mi pasado.

No puedo calcular el tiempo que estuve revolviendo mis recuerdos. Sólo puedo contabilizar lo que pasó por mis manos y por mi juicio crítico. De allí saqué 10 blocs de notas sin estrenar o apenas empezados, con anotaciones ya olvidadas, algún que otro poema o relato corto, contraseñas de la intranet de la universidad, e incluso la dirección de una precaria página web que hice para una asignatura de la carrera (no me hago responsable de la publicidad, que incorporaron posteriormente). También encontré disquetes (¡¡discos de apenas 2 Mb!!) con algunos de mis trabajos de universidad y algún que otro documento de Word con reflexiones personales y una fallida novela corta (muy corta). Pasando todos esos archivos al ordenador, para hacer una copia, el sonido de la disquetera, mecánico y metálico, me hizo pensar que estaba manipulando algo totalmente obsoleto, cuando realmente no hace tanto que dejamos de utilizarla. La tarea guardar los documentos, borrarlos de su antiguo contenedor y formatear el disquete me produjo la extraña sensación de estar haciendo una desfragmentación del disco duro de mi propia memoria.

Al abrir las carpetas que guardo en mi segundo cajón de la mesa, centenares de hojas (y no exagero) activaron mis neuronas, trayendo al presente la razón que me llevó a guardarlas como oro en paño. De mi época escolar (tanto primaria como secundaria) conservaba apuntes de Matemáticas, mapas de Geografía, los escasos dibujos de plástica de los que me sentía orgullosa, el cuadro de nudos marineros que hice para Tecnología, las reglas del bádminton que nos obligaron a estudiar para Educación Física, canciones de misa de las que aún recuerdo el ritmo,… También guardaba varias revistas de adolescentes (¿os acordáis de la Super Pop, la Vale o la Bravo?) y decenas de hojas recortadas de las revistas con actores o cantantes famosos, técnicas para conquistar a los chicos (que ahora me dan un poco de vergüenza ajena) y consejos de belleza que revelan cuáles eran mis principales complejos cuando era (más) joven. Gracias a Dios, no todo era tan frívolo: también encontré recortes de fotos artísticas (supongo que para forrar alguna carpeta), técnicas de relajación (porque siempre me ha llamado mucho la atención el yoga) y una colección de los programas de los espectáculos del Cirque du Soleil a los que he podido ir (ya que quedé completamente fascinada la primera vez que lo vi… y las posteriores).

Tampoco faltaban algunos dibujos míos, algunos que me habían regalado mis amigas y otros tantos que me había dedicado mi hermana, especialmente cuando era (más) pequeña. Junto a esos testimonios manuales encontré otros más tecnológicos: miles de hojas imprimidas con los primeros e-mails que se reenviaban y reenvían (chistes, respuestas de exámenes, acontecimientos curiosos,…), imágenes prediseñadas (que creíamos que eran lo más guay del mundo y ahora nos da un poco de grima verlas), imágenes a color (las primeras que hizo mi tía con su impresora nueva) y páginas webs con canciones o fotos de algún cantante (mis primeros pasos para romper la brecha digital y tener Internet en papel).

Guardaba con especial cariño las invitaciones de cumpleaños de mis compañeras de clase, los Chritsmas de amigos y familiares, las felicitaciones que mis tías y mi abuela me daban todos los años, las postales de las amigas que estaban de vacaciones y las cartas que nos escribíamos en verano, aunque estuviésemos en la misma ciudad. E incluso conservaba folletos que me recordaban obras de teatro, excursiones o lugares, pero sobre todo, con quién había ido.

De ahí saqué dos bolsas enteras de papeles para tirar. Según iba sacando todos esos papeles, iba rememorando personas, hechos, sentimientos (esto me gustaba mucho de pequeña, esto lo guardé por tal o cual razón),… Y aunque simplemente con verlos, estimulaban notablemente zonas de mi memoria que estaban completamente inactivas, procuraba tomar una decisión rápida y, en muchos casos, fulminante. Conviene dejar sitio para todo lo nuevo y bueno que puede venir.

Hay cosas de las que no me he deshecho aunque sé que debería haberlo hecho (porque soy consciente de que las tiraré dentro de unos pocos años, cuando vuelva a hacer limpieza). Hay cosas que no quería ni leer porque sabía que me iban a hacer llorar. Hay cosas que me hacían recordar gente con la que he compartido momentos de mi vida y que no están, gente que aún sigo viendo y que me alegro enormemente de haber conocido, gente que sigue a mi lado y que agradezco enormemente que aún estén ahí. Hay cosas que no las recordaré sin ver esos objetos, pero otras sí lo haré sin necesidad de ningún elemento físico que la evoque.

Para que todos esos papeles y lo que significan para mí no caigan del todo en el olvido, he decidido hacer esta copia digital y global.

martes, 11 de enero de 2011

Perdonen las disculpas

Nuevo año, nuevo post y ya empiezo disculpándome. Mal vamos… Debería escribir más a menudo para evitarme comenzar siempre explicando las razones que han retrasado la actualización de mi blog. Debería centrarme en contar y no en contar por qué no he escrito antes. Sólo requiere un poco de esfuerzo… Pensándolo mejor, creo que es más cómodo justificarme una vez al mes que escribir una vez por semana.

Bien, remontemos mis excusas a la penúltima semana de diciembre, allá por el día 20. Como viene siendo habitual en nuestra “empresita” (como la llama la que no sabe nada), por estas fechas solemos grabar y enviar una felicitación navideña para nuestros clientes y amigos. Cuando digo “por estas fechas” me refiero precisamente a eso: tres o cuatro días antes de Navidad. Esta situación implica un extra de trabajo (con su consecuente agobio por mi parte), no exento de más de un ataque de risa tonta y algunas anécdotas para el recuerdo. Por tanto, comprenderéis que entre la producción, la larga grabación, el rápido montaje (gracias a la habilidad de la que escribe de 8 a 8 y media), la subida a redes sociales varias y el reenvío masivo a nuestros contactos de correo electrónico, no me quedó mucho tiempo libre para actualizar el blog.

Sin apenas unas horas para respirar, ya estaba haciendo la maleta para pasar las Navidades en Barcelona, con mis tíos, mis primos y mis canijas (como llamo cariñosamente a mis primas más pequeñas). Después de unas seis horas de viaje en coche (la mitad de ellas, bajo mi responsabilidad), llegamos a Santa Coloma, para fundirnos en un abrazo con esa parte de mi familia que veo con menos frecuencia de lo que me gustaría pero a la que quiero como si conviviese con ella a diario. El resto, os lo podéis imaginar: charlas, comida, risas, regalos,… Y el caga tió, una tradición catalana un tanto escatológica pero perfectamente válida como sustitutivo del gordo barbudo importado de Estados Unidos. Y la sonrisa transparente y sincera de mis primas pequeñas, con las que he vuelto a vivir una Navidad de niña, con esa inocencia tan arrebatadoramente adorable. Y el cariño incondicional de mis primos mayores, claro.

El día 26, San Esteban, festivo en Barcelona, cogimos el coche de nuevo para volver a casa. Otra vez, mi padre dejó en mis manos la integridad de los miembros de la familia durante la mitad del recorrido. Lo único destacable del viaje (sin incidencias, gracias a Dios) es que probé la velocidad de crucero de nuestro Citröen: un botón que te permite mantener la velocidad que quieras sin pisar el acelerador. Aunque al principio fui un poco reacia por la extraña sensación de estar conduciendo sin mantener apretado el pedal, finalmente me acostumbré y me encantó poder mover un poco la pierna derecha mientras avanzaba por la carretera. Eso sí, el pie siempre lo mantuve ligeramente apoyado sobre el acelerador por si acaso…

Una vez sanos y salvos en casa, recibí mis primeros regalos de Navidades (además de los que me habían dado ya en Barcelona): el tradicional calendario del año que iba a empezar (que siempre me dan mis padres por estas fechas), un sombrero tipo años 20 que me regaló mi hermana (que ella ya sabía que me gustaba, aunque yo misma no estuviese muy segura de cómo quedaba sobre mi cabeza) y un incipiente dolor de garganta.

Como este año se ve que he sido muy buena, Papá Noel pensó que una leve molestia en el cuello era poca cosa, así que decidió regalarme unas anginas en toda regla (con su fiebre y sus mocos incluidos) para que la disfrutase dos días antes de Nochevieja. Este regalo me vino muy bien para aprenderme toda la programación infantil de las mañanas de las vacaciones invernales. Concretamente uno de esos días febriles, vi Dora la exploradora, Phineas y Ferb, Sara detective de cuentos, Los magos de Waverly Place,… Y cuando empezó El club de los pijamas, que me gusta menos (sí, tengo cierto criterio, a pesar de la pérdida de neuronas que esos programas puedan producir en mi cerebro, según mi padre), me arrastré hasta mi ordenador para acabar con mis existencias de capítulos y películas pendientes.

Unas décimas de fiebre y un consumo desmesurado de pañuelos de papel no me iban a impedir salir de fiesta en Nochevieja (eso lo saben hasta los hebreos…). Así que me planté mi little black dress, mi tocado artesanal de mi colección privada Año Nuevo 2011, mi bolso nuevo con cierre de boquilla (que llevaba tanto tiempo buscando y/o intentando hacer yo misma) y mis zapatos de tacón y salí a comerme la noche. La compañía fue inmejorable (aunque hubiese algunas bajas con respecto a años anteriores que se notaron sobre todo en la pista de baile); las risas, constantes; las copas, más baratas de lo que esperaba; los churros con chocolate, deliciosos; y el humor de los matemáticos-informáticos, insuperable. De mi voz cuando llegué a casa, mejor ni hablamos,…


El primer día del año se pasó volando (teniendo en cuanta que me levanté a las 14.00 horas y me eché una siesta de una o dos horas) y el segundo, en casa de mi abuela, celebrando esa comida de Navidad que no pudimos hacer por estar en Barcelona ni esa comida de Año Nuevo por estar bastante somnolientos.

Con la nueva semana, decidí hacer algo productivo con mi vida y trabajé un poco (no mucho porque si no se me acaban muy pronto los propósitos de año nuevo) para estar entretenida para otro de mis días preferidos de estas fiestas: la víspera de Reyes. Ya quedó claro en su momento que me encanta la cabalgata de Reyes y que disfruto como una enana viendo las carrozas que pasan por mi barrio y cogiendo caramelos. Dado que este año mi hermana fue una traidora y se fue a la cabalgata del centro de Madrid, yo arrastré a mi padre a ver conmigo la de Moratalaz. Y, aunque ya me pesen mucho los años, en esta ocasión casi volví a sentirme como una niña: con los bolsillos del abrigo lleno de dulces promocionales, merendando en la cafetería de la avenida sin ajustarnos a las tradiciones gastronómicas del día por propia iniciativa y viendo los fuegos artificiales junto a la Junta Municipal. 

Tras la traca final, fui volviendo a mis 25 primaveras mientras íbamos a comprar unas bebidas al Carrefour y desapareció completamente cuando nos juntamos con mi hermana y mi cuñadísimo para cenar en Las Lonjas. Pero aún quedaban un par de “tradiciones” para volver a recordarme el sabor de la navidad infantil: el recuento de caramelos en casa (que gané por 10 caramelos de más a mi traidora hermana) y la tardía llegada de mi madre, después de montar las rebajas.

Al día siguiente, la base del abeto plagada de paquetes me devolvió la risa nerviosa de cuando era pequeña (a pesar de que sabía el contenido de algunos de mis regalos porque los había comprado yo misma y algunos de los de mi hermana y mi madre porque los había envuelto o comprado). El recuento fue muy positivo: un jersey calentito para las frías mañanas en la oficina, una torera para cuando haga más calor y un original colgante de un ángel. Aunque mis padres decían, con una sonrisa traviesa, que faltaba uno…

En casa de mi abuela, también nos esperaban algunos regalos: una caja pequeña para mi hermana y una grande y otra pequeña para mí. Aunque con los años aprendes que el tamaño no es sinónimo de mejor o peor (¿cómo suelen ser las cajas de Tifanny’s?), aquel paquete descolocó mis suposiciones iniciales. Cuando rasgué el papel, no podía creerlo: ¡un netbook! Este año los Reyes habían sido demasiado buenos conmigo (especialmente en estos tiempos de crisis que corren) y no pude evitar echarles una bronca, aunque fuese con la boca pequeña. El otro paquete era un modem usb de prepago para utilizarlo, lógicamente, con el anterior regalo. Ya no tengo excusas para dejar de trabajar si me voy de vacaciones…

Después de una sesión de dos horas y 45 minutos de Abba en directo, una cena post-navideña con mis amigas del colegio, terminar de ver alguna que otra película pendiente y configurar mi tecno-regalo de Reyes, no me ha quedado mucho tiempo para escribir un post. Así que, llegados a este punto, ¿me perdonáis las disculpas?