sábado, 22 de mayo de 2010

Camino de Santiago.- DÍA 1

Tres de mayo de 2010. SARRIA-PORTOMARÍN

VERDE Y BLANCO

En cuanto puse el pie en el andén de la estación, no pude evitar un suspiro largo y profundo: empezaba mi camino. Todavía de noche, con el cielo pintado de nubes grises y rodeada de peregrinos con mochilas y vieiras balanceándose al compás de sus pasos, marqué mentalmente el primer hito de mi peregrinaje.

Aunque sabía la respuesta, le pregunté a la niña de las fotos si desayunábamos en la cafetería de la estación. Entramos en la pequeña sala, acompañadas de la mitad de las personas que se habían bajado del andén, y nos hicimos un hueco entre tanta mochila y aislante colocado cuidadosamente en el suelo. Me acerqué a la barra para pedir el desayuno, con las dos acreditaciones en la mano, sonriente porque iban a estamparme el primer sello de nuestra peregrinación. Justo a mi lado, un hombre también pidió que certificasen su paso por allí. La camarera, acostumbrada a ese tipo de preguntas y ajena a mis ilusiones, sacó un sello y una almohadilla de tinta para que lo hiciéramos nosotros mismos. La decepción me duró sólo unos segundos: el logotipo de la cantina de la estación en la primera casilla de nuestras libretas era igual de válido lo ponga quien lo ponga.

Desayunamos comentando banalidades, sobre la gente de la cafetería, sus mochilas, el tiempo y alguna que otra noticia que decían en la televisión que parloteaba a mis espaldas. Cuando terminamos de comer y decidimos ponernos en camino, ya estábamos prácticamente solas. Entre las últimas visitas al baño antes de salir, los ungüentos para evitar las ampollas en los pies y los preparativos para protegernos de las primeras gotas que ya empezaban a caer, salimos las últimas de la estación.

Tras franquear la puerta de salida, nos preguntamos: “Y ahora, ¿por dónde vamos?”. E hicimos lo que mejor se nos da: seguir a la que supusimos que era la última pareja de peregrinas que habían abandonado la cafetería. Tras atravesar un puente y llegar a lo que creo que era el principio de Sarria, vimos cómo las chicas giraban a la derecha y subían una cuesta que se adentraba en un bosque. Al acercarnos a su posición, la vimos: la primera flecha de nuestro camino, pintada en color amarillo. 

Atravesando el camino de tierra y piedras, entre los árboles, en el semi-silencio de la mañana, respirando profundamente para poder atrapar toda aquella tranquilidad y naturaleza, pensé que tendría que amortizar las botas de montaña que me compré para el Camino con alguna visita a la sierra de Madrid. Aunque en el fondo, sabía que esas futuras excursiones no serían tan bonitas ni tendrían tanto significado como esos pasos que estaba dando.

En los primeros metros de nuestra peregrinación, ya empezamos a integrarnos en el ambiente del Camino. “Buenos días”, nos decían las personas que nos adelantaban en nuestra andadura. “Buen Camino”, decía la gente con la que nos cruzamos. En apenas unos kilómetros, ya nos habíamos contagiado del compañerismo que reina en este viaje.

Sólo habíamos andado un puñado de kilómetros y ya pensaba que merecería la pena repetir el Camino únicamente por las vistas. Bosques tranquilos, extensas llanuras de un verde reluciente, valles salpicados de árboles y grupos heterogéneos de casas, caminos surcados por riachuelos casi por casualidad,… Tal vez estas imágenes sean habituales para los gallegos o para cualquier otro visitante habitual del norte de España, pero para mí eran totalmente nuevas y fascinantes.

En una de esas sendas, a ratos estables, a ratos acuosas, a ratos empedradas, encontramos el mojón del kilómetro 100, plagado de pintadas y piedras. Estuvimos a punto de pasarlo por alto porque, salvo por las firmas y declaraciones de otros peregrinos, era un hito de piedra como los que habíamos pasado anteriormente. Pensé que al ser el punto mínimo para conseguir la Compostela, sería más grande o, al menos, diferente. Supongo que las cosas importantes a veces tienen la apariencia de cosas normales a simple vista. 


Poco a poco, mis ojos se iban acostumbrando a las señales. Automáticamente buscaba las flechas amarillas, los mojones de piedra y las conchas. Simplemente es una cuestión de educar la vista: los signos para no perderte en cualquier camino están ahí, aunque a veces no lo creas o tengas dudas. En cuanto sabes discernir cuales son las verdaderas señales y cuáles son simples distracciones, verás claro el camino.

Nuestra caminata discurrió salpicada de momentos de lluvia y sol, precedidos cada uno de ellos de rachas de viento. Cada vez que una ráfaga de aire nos golpeaba la cámara, la niña de las fotos decía: “Va a cambiar el tiempo”. Y, efectivamente, pasábamos de la claridad a las gotas de agua sobre nuestros chubasqueros. Debido a mis continuas subidas y bajadas de capucha, tardé poco en decir adiós a mi peinado de Madrid. Primero, fue la horquilla para retirarme el flequillo de la cara. Pero tardé poco en añadir una ancha diadema azul celeste que supuse que me acompañaría durante todo el viaje.

Entre paso y paso, la niña de las fotos y yo intercambiábamos comentarios diversos, sobre el Lost, sobre el Camino, sobre el trabajo, sobre alguna anécdota trivial,… En uno de esos momentos, nace el mote de la niña de las fotos: a partir de ahora se llamará “Ranita”, por el croar que emite su mochila y su contenido al andar.

Estos ratos de conversación se alternaban con otros de silencio. Podría parecer raro que dos personas que en las últimas semanas sólo han hablado a través de Internet para ultimar los detalles de un viaje, se callen de repente. Pero en el Camino, el silencio viene como de vez en cuando, sin avisar. Se queda un rato con nosotras, nos deja reflexionar en todos esos pensamientos que intentamos alejar a diario, y cuando quiere, se va, sin decir nada. Y vuelve otra vez la conversación, de cualquier tema, sin necesidad de poner en antecedentes. Es ese tipo de silencio cómodo que te revuelve la cabeza para ponerla en orden. Y te relaja.

Empiezo a descubrir que en la etapa predominan dos colores: el verde y el blanco. Las copas de los árboles, la hierba, los matorrales y los pastos se mezclan con el blanco de las nubes, ya sean con agua o sin ella. Y en medio de estos tonos, la dicotomía de la naturaleza bonita y fea: los pájaros trinando, las babosas oscuras que cruzan el Camino, el agua transparente de un arroyo, el barro que desestabiliza mis pasos,… Entonces, pienso que la vida no es bonita o fea, sino los dos aspectos a la vez.


Llevábamos un buen ritmo e hicimos casi 20 kilómetros del tirón, hasta Mercadoiro. Mientras descansábamos en un pequeño techado de piedra que encontramos, calculamos que nos queda muy poco para llegar a Portomarín (bueno, realmente eso lo dice Ranita porque yo nunca me aclaro con los números). Pero en las indicaciones que imprimí de Internet había un baile de números que hizo que nuestro último tramo de la etapa fuera más largo de lo preveíamos. Así que cuando llegamos a Portomarín (a pesar de que yo me empeñara en llamarlo Pedrouzo), estábamos tan cansadas que decidimos meternos en el primer albergue que encontrásemos libre, fuera público o privado.

Comimos en silencio, riéndonos de vez en cuando por cómo el agotamiento había hecho mella en nosotras. Entre plato y plato, fijaba la mirada en la impresionante vista del río Miño que nos ofrecía el mirador del restaurante. Un par de mesas más allá, las chicas con las que bajamos del tren de Sarria nos saludaron e intercambiamos un par de impresiones sobre la etapa. Ya me habían dicho que era normal reencontrarse con la gente del camino a lo largo de la peregrinación, pero no esperaba que fuera tan pronto. Aún así, me alegró mucho haberlas visto, a pesar de que ni siquiera sabíamos sus nombres.

Después, en el albergue, nos tumbamos un rato en las literas, mientras volvía deleitarme con el paisaje, aunque fuera desde una altura inferior que la de antes. Tras una inevitable siesta, la tarde transcurrió tranquila y, tal vez, demasiada larga porque no aún no estábamos acostumbradas a los horarios del Camino. Para pasar el tiempo, organizamos las etapas de los próximos días y jugamos un rato al “stop”, para sorpresa de dos chicas sentadas a nuestro lado en el área común, que sonreían de vez en cuando con alguna de nuestras palabras (especialmente porque Ranita solucionaba la mitad de los términos con los productos de la máquina expendedora que teníamos al lado).


Solucionamos la cena con un sándwich que Ranita traía desde Madrid y un poco de fiambre y pan de leche que compramos por la tarde en un supermercado cercano. Al terminar, los chicos de la mesa del al lado nos invitaron a jugar un rato a las cartas con ellos, pero rechazamos la propuesta (parece que aún no he soltado mi timidez). Aún así, charlamos un rato con ellos sobre su procedencia y la nuestra y cómo íbamos a organizar nuestras etapas.

A las 22.00 horas, nos fuimos a la cama. Pensaba que me iba a costar quedarme dormida porque no estoy habituada a acostarme tan pronto, pero los incómodos asientos del tren a Sarria hicieron que el sueño no tardase mucho en venir a quedarse conmigo.

jueves, 13 de mayo de 2010

Camino de Santiago.- DÍA 0

Dos de mayo de 2010. MADRID-SARRIA

Diez minutos antes de la hora establecida para salir de casa, en dirección a la estación de Chamartín, ya estoy pululando nerviosa de una habitación a otra como una mosca cojonera. Tengo la mochila preparada desde hace un rato, a pesar de que he tardado casi tres días en terminar de organizarla por el “efecto hormiguita”: meter la ropa y demás elementos poco a poco, según los compraba, me los prestaban o los encontraba en algún cajón. Entre tanto recopilar y colocar, no me había parado a pesarla hasta que la niña de las fotos, mi compañera en este Camino, me preguntó por MSN unas horas antes que cuántos kilos iba a llevar. Fui a la báscula del baño y la dejé encima de la mejor manera posible. Cinco kilos y pico parpadeaban en el panel luminoso. Ella iba a llevar unos cuatro kilos. “Es que no puedo quitar nada más”, le digo y me digo a mí misma, a pesar de que odio esa frase porque me suena a niña malcriada.

Por fin me montó en el coche para recoger a la otra peregrina. Por la carretera, el cielo está rayado en rojo: una bonita estampa para iniciar un viaje que me aprieta suavemente la boca del estómago. De camino a la estación, intercambiamos las preguntas de rigor (“¿Tienes los billetes?” y otras típicas) con algunos comentarios más o menos triviales.

En Chamartín, no puedo evitar decir la frase que me ronda por la cabeza desde que salí de casa: “Nos vamos al Camino. Ya no hay vuelta atrás”. Eso sí, seguida de una amplia sonrisa, nerviosa y esperanzada.

La niña de las fotos está más preocupada contando las mochilas que hay en la estación, como las del grupo de chicas que se sienta cerca de nosotras. “Todas esas personas también van al Camino. Eres consciente, ¿no?”, me dice, inquieta por la posibilidad de que no encontremos albergue en alguna de las etapas. A pesar de que soy “María Angustias”, no estoy intranquila por ese tema. Vendrán otras cosas por las que preocuparme, pero de momento no. “Ya solucionaremos ese problema cuando llegue, si es que llega”, le digo para tranquilizarla.

El tren-hotel con destino a Lugo (y parada en Sarria, por supuesto) aparece en el panel y bajamos al andén. A pesar del nombre de nuestro medio de transporte, nuestros billetes son más humildes y nos toca dormitar en unos asientos de un vagón normal y corriente. Tanto que no hay ni megafonía ni paneles para indicar las paradas del recorrido. Ahora es el momento de preocuparse: ¿y si nos quedamos dormidas y nos pasamos de estación? La niña de las fotos resuelve mi problema casi antes de que lo formule preguntando a la señora que se sienta justo frente a mí. “Fijaos en la hora de llegada que ponga en vuestro billete. Yo me he puesto una alarma en el móvil para despertarme cuando me acerque a mi destino”, responde. La propuesta no me convence mucho pero parece que no nos queda otra opción.

Tapada con mi sudadera, doy las primeras cabezadas de la noche, salpicadas por esporádicos ajustes de mis gafas de ver, que se me escurren nariz abajo. Cuando me despierto, corro la cortina del vagón del tren para ver por qué estación vamos, pero la oscuridad de fuera sólo me deja ver un andén y algún banco solitario. Ni un solo cartel. Habrá que confiar en el método de la señora de enfrente.

A la mitad de la noche (o al menos eso me parecía a mí), la mujer y el chico que se sienta delante de nosotras, se bajan en sus respectivas paradas. La niña de las fotos y yo aprovechamos para colocar los pies sobre los asientos (una práctica que, en condiciones normales, no haría por educación). Parece mentira que, viéndonos en esa posición de semi-ángulo recto, se pueda decir que estamos cómodas.

Una media hora antes de que suene la alarma de mi móvil, programada veinte minutos antes de la hora indicada en mi billete por mi condición de “María Angustias”, hacemos una larga parada que me desvela completamente. “Ya debe de faltar poco”, pienso mientras miro por la ventana. Realmente, fuera sólo está el negro profundo de la noche, pero es un acto reflejo que tengo cuando viajo.

A las 6.30 horas, bajo las mochilas del compartimento superior del vagón y me colocó en posición de alerta para no perder cualquier detalle que me indique que hemos llegado a nuestro destino. Poco a poco, algunas mochilas y sus correspondientes peregrinos pegadas a ellas empiezan a arremolinarse junto a la puerta de salida del tren. Cuando la impaciencia puede conmigo, le hago un gesto con la cabeza a la niña de las fotos para colocarnos ya en posición. Intercambiamos algunas frases sueltas con las chicas que nos encontramos en la estación y que están preparadas para bajar. Aún no consigo sacudirme la timidez de encima.

El tren se para. Por primera vez (o al menos a mí me lo parece), uno de los azafatos del tren indica el nombre de la localidad. Esta es la parada de Sarria.

domingo, 2 de mayo de 2010

En Camino... a Santiago

Quedan sólo un par de horas para que salga mi tren a Sarria. Voy a hacer los últimos 100 kilómetros del Camino de Santiago y lo siento como si fuera a hacer un viaje al más puro estilo Willy Fog.

Tengo la mochila estudiada al milímetro para llevar sólo lo imprescindible (evitando mis queridos “por si acasos") y aún así temo que llevo más de lo que debería, pero mi capacidad de síntesis no da para más. Dejo en Madrid mis bolsos extragrandes con mi interminable lista de llaves, agendas y demás utensilios para sobrevivir en mi jungla de asfalto. Dejo también mi secador, mi gomina y, por tanto, mis característico rizos (las risas estarán aseguradas cuando veáis las fotos de este viaje). Dejo atrás mis problemas y mis fantasmas, aunque sé que a mi regreso estarán en el mismo sitio. Dejo mis pinzas de colores, mis broches de fieltro y mis anillos de plata: no soy una fashion victim. Dejo notitas y correos electrónicos con indicaciones a mi hermana y mis socias: tengo complejo de madre sobre-protectora y pesada. 

Me llevo varias cosas nuevas, varias viejas, un par que son prestadas y algo azul: no, no voy de boda. Llevo un montón de consejos de los que han hecho el Camino antes y otros tantos de los que, sin esa experiencia, también se preocupan por mí (y mucho). Llevo una cruz más colgada de mi cuello: una la llevo siempre y la otra me la he puesto por cuestiones sentimentales. Llevo muchas esperanzas: de ver, de aprender, de desconectar, de encontrar, de conocer, de sentir, de pensar. Llevo el miedo a no ver, a no aprender, a no desconectar, a no encontrar, a no conocer, a no sentir, a no pensar.

Y además llevo un cuaderno y un bolígrafo que utilizaré para escribir algunas notas de lo que viva en estos días para convertirlas en posts cuando regrese. ¡Nos leemos a la vuelta!