jueves, 30 de septiembre de 2010

Camino de Santiago.- DIA 6

Ocho de mayo de 2010. MONTE DO GOZO-SANTIAGO DE COMPOSTELA

TRANSPARENTE

Por primera y última vez en el Camino, es el móvil de Ranita el que me avisa de que se acabó mi tiempo de sueño. Esta noche me ha costado dormir por los ronquidos de uno de nuestros compañeros de literas y por el calor que ha ido acumulando la habitación del albergue, a pesar del grisáceo ambiente que se intuye al otro lado de la ventana. Aunque el aturdimiento del primer despertar ralentiza todos mis movimientos mañaneros y anestesia mi mente, me da pena pensar que ésta será la última vez que me levante en un albergue. Me froto los ojos para alejar de mí la pereza y la melancolía: hoy nos espera un gran día.

Mientras el resto de ocupantes de la habitación van abandonando poco a poco la estancia, Ranita y yo nos vamos preparando sin prisa. Al despedirnos del grupo de sordomudos, la chica se disculpa por los ronquidos de su compañero, a pesar de que no tendría por qué hacerlo ya que esos ruidos nocturnos, al fin y al cabo, son inevitables. Sin embargo, su comentario me parece muy amable y todos nos deseamos un buen Camino.

Salimos del albergue en dirección a la cafetería donde cenamos anoche, para tomar nuestras tostadas de todas las mañanas. Pero desde la puerta, sólo puedo ver la inmensa cuesta abajo que nos separa de ella. Bajamos poco a poco, apoyadas sobre nuestros respectivos bastones, doloridas ya a pesar de que el día no ha hecho más que comenzar. Cuando por fin llegamos abajo, entramos en la cafetería recién abierta y pedimos lo de siempre. Pero en esta ocasión, acompaño mi café con leche con un sobre de Espidifen, poniendo en él mis esperanzas para aliviar las molestias de mis rodillas. 

Con el sabor de la mermelada de fresa aún en el paladar, comenzamos nuestra andadura pausada y cuidadosamente. Otra cuesta abajo inaugura la última caminata hacia nuestro objetivo, vigilando dónde ponemos los pies, mientras nos apoyamos en nuestros delgados compañeros de viaje.

Aunque quisiéramos andar más deprisa, hoy es totalmente imposible. Sin embargo, esa situación nos permite disfrutar más de esos escasos kilómetros que nos quedan por cubrir. En esos momentos, caigo en la cuenta de que mi mente está vacía, limpia: ni siquiera hay lugar para la reflexión propia de los días anteriores, sólo queda espacio para los sentimientos. Una amalgama de alegría, nervios y pena, envuelta en un aura de recuerdos.

A pesar de que el día amenaza con lluvia, el sol tamizado por las nubes realza los colores del paisaje urbano. La jornada es transparente: los tonos están en su justa medida, intensos y en perfecta armonía. Todo está preparado para el gran momento.

Casi de repente, alcanzamos el puente de acceso a Santiago de Compostela. Nada más cruzarlo y ver el cartel de entrada a la capital, se respira otro ambiente entre nosotras. Una sonrisa inmensa y algo de impaciencia se apoderan de nuestras caras, mientras nos hacemos las fotos pertinentes junto al letrero de entrada a la ciudad.


Continuamos caminando por las calles de Santiago, atravesando la suave neblina de las primeras horas de la mañana. Ranita se da cuenta de que estamos prácticamente solas: algún viandante madrugador, pero ningún peregrino delante o detrás de nosotras. La tranquilidad de la ciudad y el ambiente aletargado propio ese día encapotado le dan un toque mágico a la escena, como si una meiga experimentada llevase días preparando aquella estampa encantada.

 

“Ya falta poco”, me dice Ranita. Sus palabras resumen ese deseo de alcanzar nuestra ansiada meta, el cariño de unas palabras de ánimo cuando se necesitan, la suavidad de una frase corta que apenas rompe el silencio que nos une y la alegría de haber compartido todos esos kilómetros juntos. No podía haber sido mejor compañera de viaje.

Alcanzamos la Rúa de San Pedro, una de las principales vías de Santiago. Chicas con faldas de colores y chicos con rastas están montando los tenderetes de un mercadillo de artesanía, con motivo de la Fiesta de la Primavera, según pone en un cartel pegado en la pared. Ese trajín de gente, sus conversaciones a voces y la variedad cromática de sus productos me transmiten otra dosis más de alegría. Entretanto, no hago más que ver panaderías a uno y otro lado de la calle. Ya no sé si es mi subconsciente que se acuerda de esa promesa de una palmera de chocolate al llegar a Santiago o la tentación que quiere hacerme caer en ella. Sea como sea, esperaremos a ver al Santo hasta de arrojarnos a la dulce gula.

Seguimos caminando sobre el empedrado de la capital mientras la ciudad se va llenando de vida. Una calle normal y corriente se abre, de repente, en una luminosa plaza: a mi derecha, el monasterio de San Martín Pinaro; y a mi izquierda, la parte trasera de la catedral, mi primer contacto directo con el final del Camino. Sin saber por qué, me quedo cautivada por su piedra ennegrecida, cubierta por siglos de historia y musgo oscuro. Inmediatamente, vuelven a mi mente las rocas que pisábamos en el Camino, del mismo color y cubierta por los mismos retales de alfombra vegetal. No puedo evitar sonreír por la clarísima analogía. En ese momento, suenan las campanas de la catedral, como en una perfecta banda sonora: son menos cuarto. Según vamos avanzando, el sonido de una gaita se hace cada vez más intenso: es un músico que toca resguardado bajo un arco como si fuera la cúpula de una majestuosa sala de música.


Al doblar la esquina, la grandiosidad de la Plaza del Obradoiro me golpea con dulzura en la cara. Camino más lentamente, girando sobre mí misma, para admirar por fin la fachada de la catedral. Respiro hondo y pienso: “He llegado”. Guardo en mi mente cada uno de los detalles de ese lugar, procurando conservar tamaños, texturas y hasta sensaciones. Me fijo en el musgo amarillento de esta cara del edificio, que me recuerda inevitablemente al color de las flechas que han guiado mis pasos estos últimos días. Me gustaría quedarme allí horas, empapándome de ese momento, pero Ranita sigue caminando, unos metros más allá de donde estoy yo, en dirección a la oficina del peregrino.


Me pongo a su altura a duras penas y llegamos juntas hasta la Oficina del Peregrino. Apenas hay gente a esas horas, así que el sellado de la credencial y la recogida de la Compostela es más rápido de lo que pensaba. Tal vez por ese mismo motivo, este momento oficial me resulta mucho más insulso que la primera impresión de la Plaza del Obradoiro.

A continuación, nos dirigimos a la puerta colindante, donde un acogedor jardincito da acceso a la consigna de la Oficina para dejar las mochilas ya que este Año Santo está prohibido entrar con ellas a la catedral, por motivos de seguridad. Aunque sólo cuesta un euro guardarlas allí durante todo el día, tengo la ligera impresión de hay un trasfondo más monetario que preventivo.

Por la hora que es, suponemos que la misa ya ha empezado, así que decidimos ir a abrazar al Santo. Nos ponemos en la larga cola de entrada al templo, por la Puerta Santa, con grandes dosis de paciencia y optimismo. A los pocos minutos, se colocan detrás de nosotras el grupo de sordomudos con los que coincidimos en la habitación del albergue. Charlamos con la chica que nos comenta que hay varios vuelos cancelados en el aeropuerto de Santiago de Compostela por la nube de polvo del volcán Eyjafjallajökull, cuyas consecuencias aún se hacen notar a pesar de que la erupción ocurrió hace ya mes y medio. Aunque aún quedan cuatro días para que dejemos Galicia, rumbo a Madrid, ya empiezo a preocuparme pensando en la posibilidad de que nuestro avión no pueda salir el día previsto. Por el contrario, Ranita parece invadida por una tranquilidad zen inquebrantable. “Confiemos en el Apóstol”, me dice.

Lentamente, la fila de gente va avanzando. Mientras, me entretengo en encontrar con la mirada a algunos peregrinos con los que hemos coincidido durante el Camino y en localizar a los grupos organizados de peregrinos y turistas, fácilmente identificables por los pañuelos del mismo color que llevan anudados al cuello.


Por fin alcanzamos la Puerta Santa y subimos hasta llegar a la imagen del Apóstol. Al rodear con mis brazos al Santo, un respingo de alegría me recorre todo el cuerpo, mientras la frase “Por fin he llegado” resuena en mi cabeza. En esos escasos segundos, también me da tiempo de acordarme de todos mis familiares y mis amigos, con la esperanza de que ese gesto les traiga salud y felicidad.

Al salir de la catedral, decidimos dar una vuelta por los alrededores para hacer tiempo hasta la misa del peregrino. Aprovecho para llamar a mis padres desde una cabina, ya que mi móvil decidió acabar el camino antes que yo. Hablo atropelladamente, porque tengo que contarles que estoy bien, que ya he llegado a Santiago de Compostela, que estoy muy contenta, que me siguen doliendo las rodillas, que avisen a mi abuela y a mis tías de que no tengo móvil para que no se preocupen,… y todo eso antes de que se me acaben las monedas que he metido en la máquina. Por suerte, me da tiempo de sobra y puedo colgar satisfecha.

Unos minutos después, volvemos a ponernos a la cola de entrada a la catedral, en la Plaza de las Platerías, para ir a la misa. Esta vez, la espera es mucho más pesada porque hay mucha más gente que antes y nuestras piernas ya se resiente por estar tanto tiempo de pie, sin apenas movimiento. Además, las señoras mayores que nos empujan para evitar que otras señoras mayores se cuelen no hacen que los minutos pasen más deprisa.

Cruzamos la puerta de acceso, acolchadas por el resto de personas esperaban fuera, bajo la incipiente lluvia. La multitud se va dispersando a uno y otro lado de los bancos de la catedral. Ranita y yo buscamos un hueco junto a alguna pared o columna donde escuchar, desgraciadamente de pie, la misa del peregrino. Justo unos metros más allá de nuestra posición, descubrimos a dos chicas con las que nos hemos encontrado todos los días durante el Camino, desde que coincidimos con ellas en el albergue de Portomarín, mientras Ranita y yo jugábamos al “stop”. Sólo hemos cruzado con ellas algún “Hola” mañanero y ni siquiera sabemos sus nombres o su procedencia, pero todas nos alegramos al reconocernos entre tanta gente y volver a saludarnos desde lejos.

La misa se hace eterna. A la duración habitual del oficio se añaden las intervenciones de los grupos de peregrinos que han llegado hoy a Santiago. Aunque sus palabras están cargadas de emoción y agradecimiento al Apóstol, no puedo evitar pensar egoístamente que deberían ser más breves, en beneficio de todos esos peregrinos cansados y de pie que están en la catedral. Y como colofón, el botafumeiro balanceándose a lo largo de toda la planta de la catedral, con un movimiento pesadamente armonioso.


Una vez fuera del templo, el día está cada vez más encapotado. Pero eso no nos impide hacer una autentica sesión fotográfica en la Plaza del Obradorio para celebrar que ya hemos completado el Camino, con todos sus trámites correspondientes, incluyendo una vieria en nuestro cuello que nos regalamos la una a la otra, como recuerdo de este viaje. Después, buscamos algún restaurante para comer y, con la excusa, sentarnos y descansar. Chorizo, calamares y empanada no es probablemente el menú más típico de Galicia, pero nuestra intención no es el turismo gastronómico, sino hacer callar a nuestras tripas y reposar nuestros pies y rodillas.


Tras una relajada sobremesa, nos lanzamos a la búsqueda de nuestro pecado: la palmera de chocolate. Por si esta dosis de dulce no fuera suficiente, en una de las arterias principales del centro de la ciudad, varias vendedoras nos ofrecen pedazos de de tarta de Santiago, como reclamo para comprar este postre típico. Al llegar al final de la calle, la amabilidad de las chicas hace que nuestro nivel de azúcar en sangre sea ya suficientemente elevado.


Como no hay mucho más que hacer, andamos y andamos, dejándonos llevar entre soportales y acera mojada por la lluvia intermitente. De nuevo, mis rodillas empiezan a resentirse, obligándome a parar un poco de vez en cuando. Volvemos a la Rúa de San Pedro, para ver el mercadillo de artesanía, mientras esperamos noticias del amigo de Ranita. El cansancio mutuo y la lluvia, que comienza a caer más intensamente, nos sugieren tomar un café en un bar cercano. Allí, con el calor y la ausencia de nuestra habitual siesta en el albergue, nos sumimos en un silencio acolchado, fruto del agotamiento que acumula nuestro cuerpo. 

De repente, una llamada en el móvil de Ranita: su amigo viene a buscarnos. Rápidamente nos deshacemos de la pereza y nos ponemos en movimiento, para ir a su encuentro, frente a la oficina del peregrino. Allí nos recogen él y su novia, que nos llevan hasta su casa, un piso de estudiantes donde nos dejan un dormitorio para cada una (todo un lujo después de varios días compartiendo habitación y literas) y que supuso el traslado temporal de sus inquilinos habituales. Además, me prestaron un cargador con el que pude volver a resucitar mi móvil y conectarme con mi gente, allá en Madrid. Después nos enseñaron la parte viva de Santiago de Compostela: la más cotidiana, la de los bares, las cañas con los amigos y los juegos de mesa hasta altas horas de la madrugada.

De vuelta a casa, en una cama inmensa para mí sola, ya no hay reflexiones profundas, ni sentimientos, ni cansancio: sólo la certeza de que volveré a repetir esta experiencia, sin duda. 

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Aunque mi Camino acaba aquí, mi estancia en Santiago de Compostela se alargó unos días más. Ranita y yo visitamos Finisterre, final de Camino para muchos peregrinos que cumplen con la tradición de quemar allí las ropas que llevaron durante la peregrinación, como símbolo de la liberación de todo lo material con lo que cargaban. 


No puedo acabar esta crónica sin dar las gracias a esos chicos y chicas que nos aceptaron en Santiago de Compostela, tanto en su casa como en su círculo de amigos y en sus planes. Y, evidentemente, a Ranita por ser la mejor compañera de viaje y amiga que he podido tener en este Camino.