jueves, 25 de noviembre de 2010

Internet no es para tímidos

Hay que hablar. Anunciar cualquier hecho, relevante o absurdo, que se haya producido en el día. Decir los planes para el futuro, da igual si son a corto o largo plazo. Opinar sobre los temas que se dominan y también sobre aquellos de los que todo el mundo habla pero nadie conoce en profundidad. Hacerse eco de las noticias, importantes o banales, que aparezcan en los medios. Criticar o alabar la última palabra o movimiento del personaje público de turno. Expresar el estado de ánimo, con independencia de si la cara lo refleja o no.

Hay que compartir. Reenviar la última presentación de diapositivas de temática social o sentimental. Copiar y pegar ese acontecimiento curioso pero insustancial para la vida diaria. Comentar la situación cotidiana o noticia de alcance que otra persona haya lanzado. Participar en debates sin invitación ni moderador. Escribir a tiempo real lo que se ve o se oye en un determinado momento. Insertar ese fantástico vídeo, por su calidad técnica sin gracia o por su gracia sin calidad técnica.

Hay que mostrarse. Publicar una foto de primer plano para que se sepa a qué cara corresponde un nombre y apellido. Etiquetarse en las imágenes, sin importar qué se está haciendo en ellas o siquiera si se aparece físicamente o no. Permitir que la gente conozca lo que haces o dices. Dejar constancia, con imágenes en movimiento, de situaciones cotidianas llevadas al absurdo o de circunstancias artificiales creadas para despertar emociones.

Eso es lo que he aprendido después de tres días oyendo hablar sobre redes sociales, medios on-line, dispositivos táctiles 3G y contenidos virales. Visto así, Internet parece un lugar menos idóneo para una persona introvertida y, sin embargo, yo (máximo exponente de la timidez) me desenvuelvo en él con soltura.

Es lo que hay, con lo que he crecido y lo que me espera en el futuro. Cierto es que deben tomarse ciertas precauciones (intentar controlar quién ve tus fotos, considerar qué comentarios pones en determinadas redes, meditar bien el alcance que puede llegar a tener lo que subas a la Red,…) pero hay que tomar este tren, aunque vaya demasiado rápido, porque va hacia delante y no espera a nadie. Yo ya me he acomodado en uno de esos vagones: ahora soy una tímida 2.0.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Frío

Nada más despertarme, aún legañosa y torpe, realizo uno de los mayores esfuerzos físicos del día: doblarme hasta que mi mano toca el suelo, en busca de mis calcetines altos y gruesos, adornados con casitas y estrellas en tonos rojos y verdes. Con movimientos lentos y pastosos, palpo el respaldo de la silla que hay junto a mi cama, hasta que reconozco el tacto afelpado de mi bata rosa. Automáticamente, me la pongo sobre los hombros, cerrándola sobre mi pecho con ambas manos; éste es “mi uniforme de casa”, como le digo a mi padre cuando me echa la bronca por seguir en pijama un sábado a las 14.00 horas. Sin prisa, abandono definitivamente la cama y me acerco hasta el pequeño calefactor que hay en una esquina de mi habitación. Lo enciendo, como hago mecánicamente todas las mañanas, para que empiece a salir aire caliente que caldee la estancia mientras desayuno.

En la cocina, todavía sin actividad cerebral destacable y con cara de seguir aún entre las sábanas, me tomo mi café caliente y una tostada. Acurrucada en la silla, con las manos entre las rodillas, dejo que mi cuerpo vaya reaccionando poco a poco.

Cuando termino, vuelvo a mi habitación, ya templada, y me meto bajo el edredón, sin que mi bata se mueva un ápice de mis hombros. Sólo son dos minutos, lo prometo… Es mi último momento de soñolencia antes de ponerme completamente en marcha.

Abro el armario y recorro las perchas con la mirada, de izquierda a derecha. Mi madre ya me ha avisado de las condiciones meteorológicas que hay al otro lado de la ventana (información que ha contrastado concienzudamente en varias cadenas de televisión durante el telediario de anoche y el de esta mañana). Mis neuronas se ponen lentamente en marcha, valorando la temperatura exterior, las labores a realizar en el día de hoy y el lugar en el que voy a ejecutarlas. Sobre mi cama se van amontonando prendas, destinadas a conseguir el “efecto cebolla” tan propio de mí: una camiseta interior, un jersey de cuello vuelto, una chaqueta de punto, unos vaqueros y unos calcetines hasta las rodillas.

Con todo el dolor de mi corazón, me desprendo de mi bata. Sin apenas tiempo para despedirnos, la sustituyo por la camiseta, el jersey y la chaqueta. Con la parte de arriba a cubierto, ya no hay problema para seguir con los pantalones y calcetines. Minutos después, antes de salir de casa, me anudo mi bufanda al cuello y me cierro el abrigo, para que el golpe con la cruda realidad sea lo más llevadero posible.

Una vez en el coche, si arranca a la primera (o, al menos, a la segunda), evalúo poner o no la calefacción, pensando si puedo robarle un poco de energía al motor o tendré que aguantarme con la temperatura ambiente para que no me deje tirada. En los semáforos, mientras canturreo las melodías que suenan en la radio, me froto las manos y la nariz, para atemperarlas.

En la oficina, me lanzo de cabeza a encender la bomba de calor del aire acondicionado. Nunca había apreciado tanto el valor de la calefacción hasta que nos instalamos en el nuevo local. “Chicas, enciendo el aire”, “Oye, voy a quitarlo, que me estoy cociendo”, “Lo vuelvo a poner un rato, ¿vale?”, “Apágalo, por favor, que me está dando sueño”,… son las frases típicas de nuestra jornada laboral en las últimas semanas y en las venideras. Ya me he acostumbrado a tener las manos, los pies y el resto del cuerpo a diferentes temperaturas. Además, he desarrollado una curiosa habilidad para evitar tener que ir al baño durante las horas de trabajo, pues en esa estancia no llega el calor del aire acondicionado.

En la hora del café me he acostumbrado a pedir una infusión, una taza de agua casi hirviendo, con su bolsita correspondiente de poleo-menta, que rodeo con mis manos mientras hablamos de temas laborales y personales. A sorbos, voy reequilibrando de nuevo los grados centígrados de todo mi cuerpo.

Y a la salida, de nuevo, bufanda y abrigo, calefacción sí o no, calcetines altos en casa, bata cuando siento corrientes de aire e infusión después de comer.

¿Os he dicho ya que odio el frío?