miércoles, 28 de julio de 2010

Camino de Santiago.- DIA 4

Seis de mayo de 2010. ARZÚA-PEDROUZO

AZUL OSCURO Y ROSA

Las idas y venidas del peregrino de la litera de al lado y sus ruidosos intentos por sacar su mochila de la taquilla de metal que hay junto a la cama, me sacan de mi profundo sueño y me dejan en un agradable estado de duermevela, a la espera de que suene el despertador de mi móvil.

Cuando se acaba la tregua y me incorporo para empezar una nueva etapa de nuestro Camino, veo que los chicos de Albacete ya se han levantado y están preparando sus mochilas. A pesar de que me gustaría teletransportarme al baño y lavarme un poco la cara antes de saludarles, no me queda más remedio que desearles “Buenos días” con los ojos a medio abrir.

Vuelvo a organizar y guardar mis cosas, como llevo haciendo estos últimos días, sin que el paso del tiempo consiga disminuir el volumen ni el peso de mi carga. Mientras Ranita termina de preparar sus pies para los 20 kilómetros que nos esperan hoy, nos despedimos de los chicos de Albacete que ya van a emprender la marcha. Aunque nosotras pararemos en Pedrouzo y ellos pretenden continuar hasta Monte do Gozo, nos decimos “Hasta luego” con la esperanza de vernos por el camino.

Desayunamos en el bar que hay justo al lado del albergue, donde nos reencontramos con las chicas de Madrid, acompañadas del coreano. Hacemos honor a la comida más importante del día con tres tostadas con mantequilla y mermelada para cada una y el correspondiente Cola-Cao y café con leche.

Con las pilas cargadas, emprendemos lentamente la marcha por las calles de Pedrouzo. Al pasar frente a la cristalera de otra cafetería, vemos a los chicos de Albacete, a los que saludamos con una sonrisa. Poco antes de dejar el pueblo, nos alcanzan y nos hacemos una foto todos juntos, para celebrar y recordar todos esos encuentros por el camino.


Andamos con ellos los primeros kilómetros charlando como desconocidos y riendo como viejos amigos. De hecho, nos invitan a participar en su concurso de chistes malos que, a pesar de mi arduo entrenamiento en la oficina, finalmente quedó en tablas. Gracias a la conversación y al buen humor, Ranita y yo apenas nos fijamos en los mojones kilométricos que íbamos dejando atrás ni en el dolor que parecía haberse mitigado.

El día también parece reírse con nuestras bromas y nos premia con una mañana soleada, en comparación con las jornadas anteriores. El paso al que nos llevan los chicos y el agradable aumento de las temperaturas, hacen que tenga que quitarme alguna de las capas de ropa que me protegían. Pero mi naturaleza friolera y los ratos de brisa me obligan a volvérmela a poner en más de una ocasión. 

Hacemos la primera parada del día en una cafetería que parecía haber crecido como los matorrales que había a su alrededor: de repente, al lado del sendero, como traída por el viento en forma de semilla que germina en primavera. Tras sellar la credencial y aligerar el contenido de nuestras botellas de Aquarius, continuamos el camino. Precisamente en ese momento, nos cruzamos con las chicas de Madrid, acompañadas por el coreano, que salían de ese mismo bar. Intercambiamos algunos saludos, rociados de alegría y sorpresa por el reencuentro, y algún que otro comentario trivial. Poco a poco volvemos a coger el rápido ritmo que llevábamos esa mañana y las perdemos de vista de nuevo.

Poco después, en otro de esos establecimientos de descanso y avituallamiento del peregrino, nos separamos de los chicos de Albacete, que se quedaron sentados, recuperando fuerzas para su larga etapa hasta Monte do Gozo. Nosotras continuamos andando, sin prisas pero sin pausa para evitar el enfriamiento de nuestras articulaciones que parecían más darnos más tregua en movimiento que en reposo. De hecho, sólo paramos para quitarnos algo de abrigo y para que Ranita pudiera recolocarse las zapatillas, evitando el temido roce en sus tobillos. Sin embargo, estas interrupciones acaban haciendo mella en nuestras doloridas articulaciones y tenemos que aminorar el ritmo.

La jornada se dibuja a ratos rosa, como el pañuelo que llevo al cuello, liberado de su prisión del chubasquero, y a ratos azul oscuro, como el dolor de rodillas que vuelve a pincharme el ánimo. A veces, domina el tono fucsia de mi camiseta, claro indicador de que el tiempo acompaña; en ocasiones, ganan los tonos oscuros, señal de que el frío me recorre la espalda, estallando en mis articulaciones.

Tras otro puñado de kilómetros, decidimos parar en una cafetería, con un par de sillas y mesas en el exterior, a modo de precaria terraza estival. En nuestra visita al baño, vemos una pared prácticamente parada por recortes, fotos y frases de otros peregrinos que han dejado su huella ahí. Paseo la mirada por todos esos papeles, testimonio de la alegría de los que han pasado por ahí antes que nosotras, y mis ojos se detienen en una pequeña hoja de una revista: es una frase de Paulo Coelho. No puedo evitar sonreír ante esa coincidencia no tan casual.


Tras nuestro habitual brioche de jamón y queso, reemprendemos el camino, alternando más paradas cortas en las que ni siquiera nos sentamos. En algunos tramos, incluso nos separamos algunos metros, todo ello para evitar que el retraso de una suponga el dolor de otra. Mientras arrastramos nuestros pies agotados, comentamos lo rápidas y descansadas que íbamos esta mañana con los chicos. A pesar de ello, agradezco anímicamente habernos separado de ellos porque así puedo volver a disfrutar de mi Camino. Aprovecho para relajarme y dejar que mi mente vague por esas lagunas de agua estancada que mi ajetreo diario no me deja visitar.

En ese sentido, pienso en que hay un momento para cada cosa: para la risa y para el silencio. Cada parcela no debe recortarse con prisas ni inflarla más de lo debido: deben fluir sin planificarse.

Nos desviamos intencionadamente para pasar por Santa Irene, donde la foto con un cartel con mi nombre es obligada. Revisamos el perfil de la etapa y verificamos que ya nos queda poco para llegar a Pedrouzo. Tras cruzar la carretera que nos devuelve al camino, nos encontramos con algunos de nuestros compañeros de habitación del albergue de Palas de Rei, con los que cruzamos algunas frases de ánimo para afrontar los últimos kilómetros.


Mientras atravesamos lentamente un bosque de altos eucaliptos, pienso que el Camino es el que va marcando tu ritmo. Acelera o frena tus pasos para guiarte y enseñarte las lecciones que sólo se aprenden andando.

De nuevo, los mapas nos engañan y la distancia hasta nuestro destino es mayor de lo que pensábamos. La última cuesta arriba, junto a la carretera de acceso al pueblo, nos resulta eterna y difícil. A la entrada de Pedrouzo, encontramos el albergue público, donde hacen cola los chicos del albergue de Palas de Rei, así que nos planteamos buscar alguno privado pues éste estará a punto de completarse. Después de un interminable paseo por la avenida principal, encontramos por fin un lugar donde alojarnos. El hospitalero nos deja escoger literas y elegimos unas que están junto a un pequeño jardín rodeado por una cristalera. Ranita se ofrece a llevar mi credencial y pagar el albergue para que yo pueda tumbarme. “Gracias”, le respondo con voz alegremente cansada.

En las literas que hay junto a las nuestras, hay un hombre que viene desde Roncesvalles y con el que entablamos una agradable conversación. El que duerme en la cama superior, es un francés al que ha conocido durante el camino y con el que ha hecho amistad. Ambos le ofrecen a Ranita algunas de sus cremas y sus mejores consejos para aliviar el dolor de sus pies. La hospitalidad es espontánea y natural en el Camino.

A pesar de que la suave música del hilo musical, el mullido colchón y el relajante jardincito me invitan a quedarme allí, decidimos salir a comer a un restaurante que vimos antes al pasar. El menú del día (que no es lo mismo que el del peregrino) nos costó 8 euros pero comimos como reinas, en cuanto a la calidad, la cantidad y el trato de las camareras. De vuelta al albergue, pasamos por una farmacia para comprar una crema que me alivie el dolor de las rodillas, aunque la escasa desenvoltura del boticario me hace sospechar que tendré que aferrarme al efecto placebo.

Pasamos la tarde en el albergue, descansando en las literas, en un ambiente de total relajación: la música chill-out, la quietud del jardín tras los cristales, la sensación de somnolencia de las horas posteriores a la comida, la indescriptible sensación de descanso tras 20 kilómetros andando,…


Después de aplicarme otra capa más de crema en las rodillas, voy al baño a lavarme las manos. Inevitablemente, me miro en el espejo y me veo extrañamente guapa. A pesar de mi pelo recogido en una minúscula coleta y mi ancha diadema azul, tengo la cara radiante, las mejillas sonrosadas, los ojos luminosos y hasta la forma del rostro más redondeada. Sonrío a esa chica que se refleja tras los grifos. Quiero pensar que el Camino me ha cambiado… y espero que es cambio dure.

Cenamos algo ligero y frío, ya que hemos comido abundantemente y este albergue no tiene microondas. Unos extranjeros de la mesa de enfrente me preguntan si el Aquarius es una bebida energética. En ese preciso momento es cuando caigo en la cuenta de que mi inglés del colegio no sirve para explicar las propiedades de los refrescos isotónicos.

Nos quedamos en la zona común, haciendo tiempo hasta la hora de acostarnos, visiblemente aburridas ante la escasez de actividades y de temas de conversación entre nosotras. Pero el hospitalero, muy agradable, acude en nuestra ayuda, ofreciéndonos palique y enseñándonos unas preciosas vistas aéreas del cabo de Finistrerre que tiene en su ordenador, ya que nos había escuchado hablar de la posibilidad de visitarlo unos días después de llegar a Santiago.

Un poco antes de que las luces se apaguen, el hombre se acerca a la zona de las literas y comprueba que todo esté en orden. Desea buenas noches a todos los peregrinos e inclina la cabeza al pasar a nuestro lado, como si repitiese esa misma frase de nuevo hacia nosotras. Un bonito detalle que me demuestra que lo mejor del Camino es la hospitalidad natural e innata de todos los que están tocados por él, ya sea directamente como peregrinos o indirectamente como hospitaleros o camareros.

Y al acabar este pensamiento, cierro los ojos y caigo rendida en un profundo y reparador sueño.

sábado, 3 de julio de 2010

Camino de Santiago.- DIA 3

Cinco de mayo de 2010. PALAS DE REI-ARZÚA

AZUL Y GRIS

El ir y venir de nuestros compañeros de habitación hacen que abandone lenta y gradualmente el mundo de los sueños de manera que, cuando suena la alarma de mi móvil, ya estoy casi despierta. Tras bajar de la litera y ponerme las zapatillas, echo un vistazo a la calle, desde la pequeña ventana del albergue pues la previsión del tiempo que vimos ayer no era muy esperanzadora: en Villafranca del Bierzo, a cinco etapas de distancia de donde nos encontramos está nevando. Por suerte, las calles de Palas de Rei amanecen secas pero me temo que los termómetros aún no se han levantado.


Apenas 20 minutos después, ya estoy vestida y lista para salir, pero Ranita todavía tiene que vendarse los pies, así que la espero sentada junto a los cristales, con la mirada fija en el horizonte que se pierde entre los tejados del pueblo.

Salimos las últimas de la habitación y bajamos lentamente los dos pisos que nos separan de la calle. Por no andar mucho y por el buen trato que nos dieron ayer, decidimos desayunar en el bar que hay justo enfrente del albergue. Ranita pide dos desayunos completos: café, Cola-Cao y tostadas. Pero el camarero nos entendió mal y nos trajo dos “desayunos completos” tal y como figuran en la entrada del local: tostadas, zumo y el café y el Cola-Cao. Como ésta es la comida más importante del día, decidimos alimentarnos bien, aunque hoy andaremos menos kilómetros que en días anteriores. Lo habitual en esta etapa es llegar hasta Arzúa pero los 39,1 kilómetros que hay que recorrer para completarla nos asustan, sobre todo teniendo en cuenta cómo están nuestras articulaciones de cadera para abajo. Así que nos reafirmamos en la decisión que tomamos en Portomarín: pararemos en Melide, a mitad de camino. Según la información de los albergues que imprimí de Internet, el albergue de esa localidad estaba en remodelación hasta mayo de 2010. Así que espero que ya hayan terminado o, en el peor de los casos, otro albergue cerca.

Emprendemos el Camino con ganas de que nuestras articulaciones entren pronto en calor y dejar atrás las molestias musculares. A los pocos kilómetros de abandonar la civilización, nos adentramos en un bosque de robles y eucaliptos, propio de los cuentos de hadas. “Con razón dicen que por aquí hay meigas”, dice Ranita, enlazando a la perfección con mis pensamientos. A esta ilustración fantástica se añaden innumerables riachuelos de mayor o menor caudal, alimentados por las lluvias de los últimos días. Levanto la vista y compruebo que, a pesar de las previsiones meteorológicas, las nubes nos han dado hoy un poco de tregua. El día de hoy se tiñe de un degradado azul grisáceo: desde el celeste del cielo hasta el gris de la piedra pizarra que procuro pisar con cuidado para no tropezar. 



Mientras intento olvidar las molestias de mi rodilla derecha, me acuerdo de los pies heridos y vendados de Ranita. Pienso, egoístamente, que el dolor que no se ve, el que va por dentro, es igual o peor que el que se ve. Y no puedo evitar relacionar esta reflexión con esas lágrimas que se quedan detrás de los párpados. “La procesión va por dentro”, como diría mi madre.

Nuestros pasos son lentos, tanto por las dolencias físicas como por la tranquilidad con la que afrontamos la etapa de hoy, de apenas 15 kilómetros. Y así, poco a poco, alcanzamos Melide. Nos desviamos de la cola de caminantes que continúan el Camino para llegar al albergue provisional de peregrinos (¡menos mal!) siguiendo los carteles indicativos. Encabezo la marcha, pues la idea de una cama y un sitio donde sentarme me dan fuerzas para seguir. Ranita va un poco más rezagada pues las rozaduras de las botas le hacen tanto daño que ya anda medio cojo. Damos un largo rodeo al pueblo, sin saber muy bien si vamos en la dirección correcta. Preguntamos a un hombre que paseaba a su perro para asegurarnos y, lentas pero contentas, llegamos a una nave-polideportivo donde, según un letrero, está el albergue provisional.

Nada más cruzar la puerta y pasear la mirada por el interior del recinto, vemos algo que nos produce una extraña mezcla entre la risa nerviosa y la desolación. Justo en medio del polideportivo, hay tres viejas literas de madera roja, rotas y destartaladas. Sí, en el fondo sabemos que “eso” no es el albergue provisional, pero no podemos negar que esa idea ha pasado por nuestra mente, aunque sólo fuese de manera fugaz. Un grupo de peregrinos que había llegado antes que nosotras, bromean diciéndonos que ahí es donde tenemos que dormir. Nos limitamos a sonreír porque estamos tan cansadas que no nos apetece seguirles el juego. 


A los lados de la nave hay unas casetas prefabricadas, con un cartel en la puerta que indica que abren a partir de la 13.00 horas. A pesar de la escasez de información, deducimos que las verdaderas camas están detrás de esos muros de contrachapado y decidimos esperar. Aunque esta solución es muchísimo mejor que la de las aisladas literas, comentamos que la noche será muy fría en esas habitaciones, inmensamente pequeñas en comparación con los altos techos del polideportivo. “¿Qué hacemos?” es la pregunta que nos ronda la cabeza y que, finalmente, una de las dos plantea. Mientras sopesamos nuestras opciones, sacamos nuestro pequeño bocadillo de jamón y queso y una barrita de cereales para reponer fuerzas. Ambas estamos bastante perjudicadas y nuestro ritmo es bastante lento. Además, releemos en mis mapas que el próximo pueblo con albergue está a unos 10 kilómetros andando. Dada la hora que es, tememos que cuando lleguemos a Castañeda, el albergue ya esté lleno. Sopesamos también la opción de quedarnos en Melide pero en otro tipo de alojamiento, como un hostal.

Tras una ronda de ibuprofeno, regada con una lata de Aquarius, decidimos ponernos en pie y llegar hasta Castañeda, vivas o semivivas. Callejeamos un poco por el pueblo, preguntamos a otra persona por dónde queda el Camino de Santiago y, lentamente, nos incorporamos a la fila de peregrinos. Poco a poco, las medicinas van haciendo efecto y nos encontramos con más fuerzas. Vamos hablando durante la mayoría del trayecto. Las risas, los chistes malos y los comentarios jocosos se suceden hoy con más frecuencia que otros días. “Esto es por las drogas”, dice Ranita.

No dejan de sorprenderme los espesos bosques que flanquean la senda con eucaliptos altos y delgados, como elfos sacados de algún cuento fantástico naturista. Mientras miro la interminable fila de árboles, alineados siguiendo una cuadrícula invisible, decido mentalmente que estos bosques de hadas gallegos son mi parte favorita del Camino. 


Las cuestas abajo ralentizan nuestros pasos más que las cuestas arriba: cargamos el peso del cuerpo en nuestras doloridas articulaciones y esto hace que los demás peregrinos nos adelanten con más facilidad que en otros tramos. “Ya sabemos por qué llaman a esta etapa el ‘rompepiernas’, ¿no?”, le digo con ironía a Ranita. Lo que no sabíamos es la empinada cuesta que teníamos que “escalar” para alcanzar nuestro destino. Sobre todo, si ves que un peregrino de pelo canoso sube con más brío y menos fatiga que tú.


Llegamos a Castañeda y nos plantamos en la acera, justo enfrente del primer bar-cafetería que hay a la entrada del pueblo. “¿Cómo estás?”, nos preguntamos la una a la otra. Y la respuesta nos sorprende a ambas: bastante bien. “¿Qué hacemos? ¿Tiramos para Arzúa? Son sólo 6 kilómetros y pico”, nos preguntamos. Y la respuesta nos da risa nerviosa: “¡Vamos! De perdidos al río”. Lo que inicialmente iba a ser una etapa fácil de unos 15 kilómetros y pico se va a convertir en la jornada más larga de nuestro Camino. A pesar de ello, nos brillan los ojos por la emoción.

Decidimos comer algo rápido en Castañeda para descansar y llegar pronto al albergue de Arzúa. Aunque sé que es de muy mala educación, me desabrocho las botas nada más sentarme en la mesa. Progresivamente me voy quitando capas y capas de ropa. En ese momento, bendigo mentalmente al inventor de las sillas. Pedimos unas Coca-Colas y dos bocadillos de jamón que me saben a gloria. Lo mismo que los espaguetis de Palas de Rei.

Descansamos un rato, con la mirada perdida en la cazuela humeante que remueve Arguiñano en la televisión del bar. Antes de salir, me vendo el dedo meñique con un poco de esparadrapo para evitar que la incipiente rozadura de mi pie se convierta en ampolla en los últimos kilómetros de la jornada.

Al poco de abandonar el restaurante, ambas coincidimos en que estamos físicamente mejor después de la parada en Castañeda. Así que seguimos caminando, con fuerzas renovadas en el cuerpo y en el ánimo, hasta el final de la ruta de hoy.

El cambio de planes de hoy me hace pensar. Aunque intentes adaptar el Camino a ti, finalmente eres tú el que tiene que adaptarse a él. Te marca el ritmo de la andadura y la distancia de tus pasos, al margen de tu estado físico y de lo que hayas decidido inicialmente.

En cuanto vemos el cartel de la avenida de Lugo, sabemos que estamos entrando en Arzúa. Sin embargo, esa distancia que creíamos corta se nos hace larga y difícil, pues nuestro objetivo parece más lejos de lo que creíamos. Pero nos animamos mutuamente para hacer más llevaderos esos últimos pasos.

Gritamos de alegría cuando por fin vemos el cartel de entrada a Arzúa y nos detenemos unos minutos para hacer fotos, pues la ocasión lo merece. Sin dudarlo, entramos en el primer albergue que encontramos en el que todavía quedan muchas camas libres, a pesar de nuestro temor no encontrar sitio. 


Al salir del baño, tras darnos una buena ducha, nos encontramos con los chicos del albergue de Portomarín (a partir de ahora, los chicos de Albacete, por su procedencia). ¡Qué casualidad! No pensábamos encontrarnos con ellos porque nosotras íbamos a parar en Melide. Las casualidades del Camino. Como se instalan justo en las literas que hay frente a las nuestras, charlamos un rato sobre cómo nos ha ido la jornada, a qué se dedican y qué tiene la máquina expendedora del albergue.

Cojo el móvil y marco el teléfono de casa, para saber qué tal están y hablo con mi hermana durante un buen rato. También aprovecho para llamar a mis tías y a mi abuela, que me manda muchos besos que le devuelvo multiplicados por dos. Unos minutos después, suena el teléfono: es la que escribe de ocho a ocho y media. Le hago un resumen rápido de esta jornada y la anterior, hasta que se corta la llamada y no consigo volver a contactar con ella.

Mientras esperamos que termine la secadora con la ropa lavada a mano de hoy, nos acercamos a un supermercado cercano para comprar la cena, pues hemos visto que este albergue sí tiene platos y un microondas. Nuestra imagen es la antítesis del glamour: mi pelo suelto sin peinar para que termine de secarse, un chubasquero tres tallas más grande, un pantalón de chándal y unas sandalias con calcetines blancos al más puro estilo guiri. Si San Vogue me viera, seguro que me excomulga.

Poco antes de ponernos a cenar, me llama la que no sabe nada y le cuento el día y lo que nos espera mañana. ¡Qué ilusión me ha hecho hablar hoy con todas mis niñas! Una pizza precocinada al microondas, patatas fritas, Aquarius y un chocolate caliente de la máquina componen nuestra cena casera.

Los chicos de Albacete, sentados en la mesa de enfrente, nos invitan a jugar a las cartas, después de comer. Y esta noche sí que aceptamos. Repasamos los nombres de cada uno e intento recordarlos mientras me explican las reglas del juego. Entre bromas, jugadas traicioneras, risas y demasiados naipes en las manos, nos dan las once y pico de la noche.

Volvemos a las literas y nos intercambiamos los correos electrónicos porque mañana salimos a distinta hora y ellos quieren completar casi dos etapas nuestras, hasta Monte do Gozo. Una vez dentro de mi saco, mientras ellos todavía están hablando y picándose con la linterna, sentencio mentalmente que esta jornada del Camino ha sido la más dura, la más bonita y la que más significado reúne de todas las que hemos recorrido y, probablemente, de las que haremos (al menos este año). Y me duermo con una sonrisa en los labios, tapada por la oscuridad.