domingo, 24 de octubre de 2010

These boots are made for walkin'

Tras una eterna y agotadora semana de trabajo, por fin llegó el ansiado fin de semana. Tenía ganas de marcha y el sábado, en la celebración del cumpleaños de una amiga, pensaba darlo todo. “Este fin de semana voy a quemar Madrid”, le había advertido ya a Ranita.

Ese mismo día, por la tarde, me preparé a conciencia. Me lavé el pelo y me lo alisé meticulosamente. Al terminar y mirarme en el espejo, me sentí especialmente orgullosa de mí misma porque por fin había conseguido domar el remolino de mi cogote y dejarlo como el resto de mechones. El resultado no era perfecto pero, dadas mis escasas habilidades con el secador y el cepillo, acabé calificándolo como “satisfactorio”.

La segunda fase del proceso de transformación era relativamente fácil. Ya tenía pensado lo que iba a ponerme: unos pantalones negros, una chaqueta larga de punto del mismo color y una camiseta de manga corta que mi hermana me acababa de regalar hacía unos días por mi santo. No es que mi atuendo fuera la bomba, pero me hacía ilusión estrenarla. La imagen que me devolvío el espejo de mi habitación me gustó: sencilla con un toque elegante.

Después de cenar a la europea (es decir, a eso de las 20.30 horas), me di los últimos retoques de chapa y pintura. Me fui maquillando sin prisa pero sin pausa, siguiendo un cierto orden, buscando el equilibrio de colores y cantidades, arreglando desperfectos y recordando que menos es más. Tampoco soy experta en este campo, pero con el paso del tiempo creo que he conseguido sacarme mayor partido a mí misma. Tal vez por esa razón, disfruto de este ritual pre-fiesta que incluso en alguna ocasión ha conseguido borrar cierta desgana hacia el plan que me esperaba. Rematé el conjunto eligiendo un adorno para el pelo, hecho por mí misma, que iban en consonancia con los colores y prendas que llevaba.

Después de un par de pulverizaciones de colonia sobre cuello y escote, sólo me quedaba ponerme los zapatos y coger el bolso. Decidí ponerme mis botas de cuña negra con tiras. Es la primera vez que me las ponía desde el invierno pasado y sonreí al reencontrarme con ellas porque son unas fieles compañeras de los días más fríos: son bastante cómodas (todo lo que puede ser un zapato que te eleva 7 centímetros por encima del suelo) y combinan con casi todo (a medio camino entre lo arreglado y lo informal).

De camino al Metro, oía cómo mis pasos resonaban con contundencia sobre el asfalto. Me sentía elegante, segura de mí misma, con fuerzas para afrontar cualquier adversidad. Mi autoestima subía con el repiqueteo rítmico de mis tacones en el suelo. Recordé una frase que encontré de casualidad en un blog: "Dadle a una mujer el calzado apropiado y conquistará el mundo" (Bette Midler). Efectivamente, me di cuenta de que miraba a mi alrededor siete centímetros por encima de mi visión de esta última semana y eso me daba perspectiva y fuerzas para comerme la noche, el día siguiente y todos los que viniesen detrás.

Y en mi cabeza, de repente, sonó esta canción:

jueves, 14 de octubre de 2010

Fuerza

Después de una dilatada crónica sobre el Camino de Santiago (que se ha alargado más de lo que me hubiese gustado), vuelvo a mis posts cotidianos. Y precisamente esta temática tan simple, tan al alcance de la mano, se me atravesaba hace una semana, cuando me planteaba sobre qué escribir. Cierto es que, durante los meses en los que me he centrado en contar mi peregrinación, se me ocurrieron varias ideas para llenar las páginas virtuales de este blog. Pero mi empeño en no desviarme de mi relato del viaje y la imprudencia de no apuntar esas ocurrencias, han hecho que acaben devoradas por mi escasa memoria. También pensé en hacer un resumen de estos últimos meses, pero temía que el balance acabase saliendo negativo, sobre todo teniendo en cuenta mi recién estrenado cuarto de siglo.

La respuesta me llegó ayer por la mañana, entre legañas y café con leche, mientras la televisión parloteaba sola en la cocina. Durante la madrugada había comenzado la operación de rescate de los 33 mineros chilenos atrapados en una mina desde hacía 69 días. A esas horas, ya habían conseguido sacar a los dos primeros.

A pesar de que, hasta ahora, apenas había prestado atención a las noticias precedentes sobre este tema, en ese momento yo también me sentí alegre y aliviada al ver a los mineros fuera de su cárcel de piedra. Me enterneció ver el abrazo sencillo y breve de uno de los primeros rescatados a su mujer y a su hija. Me fascinó la fortaleza personal y la alegría de Mario Sepúlveda que, nada más salir de la cápsula Fénix, abrazó a su familia, saludó a todos los compañeros que esperaban fuera, regaló piedras de la mina a aquellos que habían participado en el rescate, cantó y coreó consignas de aliento para aquellos que aún seguían bajo tierra y aún tuvo aliento para bromear con el presidente de Chile.

Fascinada por esta noticia global, humana y feliz (como pocas en los telediarios) estuve al tanto de los sucesivos partos de tierra de cada uno de los trabajadores. A golpe de reportajes especiales en los diarios digitales y de actualizaciones en las redes sociales, fui confiriendo una personalidad a cada uno de los hombres que iban saliendo de aquel tubo metálico con los colores de la bandera chilena.

El telediario del mediodía era casi un monográfico del rescate en la mina de San José. Aproveché el sentimentalismo que explotaban los periodistas de todas las cadenas para recrearme conscientemente en esas escenas de abrazos, alegría y emoción del reencuentro. Y acabé siendo partícipe de sus sentimientos, a pesar de que no tengo relación alguna con ese país de Latinoamérica y que ni siquiera recordaba el número exacto de mineros afectados.

Durante el resto del día, seguí a través de la televisión y de Internet la cuenta atrás de la liberación, sabiendo que cada número menos era una tranquilidad más para todos los que estábamos pendientes de lo que ocurría en el Campamento Esperanza. Y esta mañana, de nuevo la misma televisión me narraba que todos los mineros ya estaban fuera.

Después de treinta y tres finales felices, seguía sin poder quitarme de la cabeza las imágenes de Mario Sepúlveda: esa arrolladora energía, esa vitalidad contagiosa e inimaginable tras más de dos meses rodeado de oscuridad y humedad. Su actitud me hizo pensar en cómo es posible superar (con creces) la adversidad y salir fortalecido. E incluso, transmitir ese empeño por vivir, no sólo a los otros 32 mineros, sino a los que esperaban fuera y a los que veíamos aquellas imágenes desde la comodidad de nuestras casas.

Sé que hay muchas más historias entre esos hombres que hoy han vuelto a nacer, todas ellas muy dignas de ser tenidas en cuenta. Pero yo elijo ésta, la de Mario, porque me ha recordado que la vida debe vivirse con fuerza, sin perder nunca ese empeño inquebrantable de seguir hacia delante, sean cuales sean las circunstancias. Y digo esto porque, con demasiada frecuencia, olvidamos esas ganas de luchar, aunque las dificultades que nos asaltan son más cotidianas y abarcables que 700 metros de piedra sobre nuestras cabezas.