martes, 14 de diciembre de 2010

Este otro estado de alarma

Un profesor de la universidad nos dijo una vez que al lector no le interesan las excusas o las dificultades que hayamos tenido para acceder a tal fuente o por qué no aparece tal dato en nuestro reportaje (a excepción de que seas Juan José Millás, añado yo). Como estas líneas no pueden adscribirse a ningún género periodístico ni tampoco soy una columnista de renombre (aún…), tengo que disculpar la ausencia de posts estos días. Las musas me han abandonado, pero dejándome con la grata compañía de las hermanas Pereza y Procrastinación que velaban mi reposo mientras veía series por Internet, aderezadas con alguna infusión o bombón de chocolate.

Pero una noticia que he escuchado mientras cenaba, me ha sacado de mi estado de letargo literario. Hace unos días comentaba con mis amigas-socias-compañeras de trabajo la decisión de Prisa de deshacerse de CNN+. Aunque no me considero fiel seguidora del canal de noticias continuo, sí confieso que he recurrido a él cuando he tenido que saciar mi instinto periodista ante catástrofes, sucesos de alcance y demás bombazos informativos. Aunque ahora podamos seguir acudiendo al canal 24 horas de RTVE, siempre echaré en falta esa otra fuente de noticias (aunque, como cualquier medio, no sea puramente ambidiestro y escriba mejor con la mano izquierda que con la derecha).

Con el eco de este anuncio todavía en mis oídos, en la televisión conectaban por teléfono con Iñaki Gabilondo para preguntarle sobre su posible adiós al ejercicio de la profesión. ¿Qué? ¿He oído bien? En ese momento, no puedo evitar acordarme de aquel verano de 2005, cuando el jefe de la Cadena Ser de Burgos, donde yo hacía las prácticas por aquel entonces, anunciaba que Iñaki dejaba ‘Hoy por hoy’. Un golpe me recuerda al otro, aunque el más reciente parece sólo un rumor, a pesar de que venga de boca del mismísimo protagonista.

Sea como sea, sólo la posibilidad de su retirada, al hilo del fin de una cadena de noticias que lleva 11 años en antena, me hace plantearme si la crisis actual ya ha alcanzado al periodismo. Precisamente ahora, que necesitamos información continua y actualizada para actuar consecuentemente, nos cierran una ventana. Precisamente ahora, que necesitamos comunicadores que nos cuenten lo que sucede ahí fuera con seguridad y aplomo, comienza a acallarse una de las voces más características de las ondas.

En cuanto termino de cenar, me lanzó al ordenador para twittear este otro estado de alarma. “Por el bien del Periodismo: #Gabilondo, por favor, aguanta un poco más; no nos dejes ahora”. No soy la única.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Internet no es para tímidos

Hay que hablar. Anunciar cualquier hecho, relevante o absurdo, que se haya producido en el día. Decir los planes para el futuro, da igual si son a corto o largo plazo. Opinar sobre los temas que se dominan y también sobre aquellos de los que todo el mundo habla pero nadie conoce en profundidad. Hacerse eco de las noticias, importantes o banales, que aparezcan en los medios. Criticar o alabar la última palabra o movimiento del personaje público de turno. Expresar el estado de ánimo, con independencia de si la cara lo refleja o no.

Hay que compartir. Reenviar la última presentación de diapositivas de temática social o sentimental. Copiar y pegar ese acontecimiento curioso pero insustancial para la vida diaria. Comentar la situación cotidiana o noticia de alcance que otra persona haya lanzado. Participar en debates sin invitación ni moderador. Escribir a tiempo real lo que se ve o se oye en un determinado momento. Insertar ese fantástico vídeo, por su calidad técnica sin gracia o por su gracia sin calidad técnica.

Hay que mostrarse. Publicar una foto de primer plano para que se sepa a qué cara corresponde un nombre y apellido. Etiquetarse en las imágenes, sin importar qué se está haciendo en ellas o siquiera si se aparece físicamente o no. Permitir que la gente conozca lo que haces o dices. Dejar constancia, con imágenes en movimiento, de situaciones cotidianas llevadas al absurdo o de circunstancias artificiales creadas para despertar emociones.

Eso es lo que he aprendido después de tres días oyendo hablar sobre redes sociales, medios on-line, dispositivos táctiles 3G y contenidos virales. Visto así, Internet parece un lugar menos idóneo para una persona introvertida y, sin embargo, yo (máximo exponente de la timidez) me desenvuelvo en él con soltura.

Es lo que hay, con lo que he crecido y lo que me espera en el futuro. Cierto es que deben tomarse ciertas precauciones (intentar controlar quién ve tus fotos, considerar qué comentarios pones en determinadas redes, meditar bien el alcance que puede llegar a tener lo que subas a la Red,…) pero hay que tomar este tren, aunque vaya demasiado rápido, porque va hacia delante y no espera a nadie. Yo ya me he acomodado en uno de esos vagones: ahora soy una tímida 2.0.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Frío

Nada más despertarme, aún legañosa y torpe, realizo uno de los mayores esfuerzos físicos del día: doblarme hasta que mi mano toca el suelo, en busca de mis calcetines altos y gruesos, adornados con casitas y estrellas en tonos rojos y verdes. Con movimientos lentos y pastosos, palpo el respaldo de la silla que hay junto a mi cama, hasta que reconozco el tacto afelpado de mi bata rosa. Automáticamente, me la pongo sobre los hombros, cerrándola sobre mi pecho con ambas manos; éste es “mi uniforme de casa”, como le digo a mi padre cuando me echa la bronca por seguir en pijama un sábado a las 14.00 horas. Sin prisa, abandono definitivamente la cama y me acerco hasta el pequeño calefactor que hay en una esquina de mi habitación. Lo enciendo, como hago mecánicamente todas las mañanas, para que empiece a salir aire caliente que caldee la estancia mientras desayuno.

En la cocina, todavía sin actividad cerebral destacable y con cara de seguir aún entre las sábanas, me tomo mi café caliente y una tostada. Acurrucada en la silla, con las manos entre las rodillas, dejo que mi cuerpo vaya reaccionando poco a poco.

Cuando termino, vuelvo a mi habitación, ya templada, y me meto bajo el edredón, sin que mi bata se mueva un ápice de mis hombros. Sólo son dos minutos, lo prometo… Es mi último momento de soñolencia antes de ponerme completamente en marcha.

Abro el armario y recorro las perchas con la mirada, de izquierda a derecha. Mi madre ya me ha avisado de las condiciones meteorológicas que hay al otro lado de la ventana (información que ha contrastado concienzudamente en varias cadenas de televisión durante el telediario de anoche y el de esta mañana). Mis neuronas se ponen lentamente en marcha, valorando la temperatura exterior, las labores a realizar en el día de hoy y el lugar en el que voy a ejecutarlas. Sobre mi cama se van amontonando prendas, destinadas a conseguir el “efecto cebolla” tan propio de mí: una camiseta interior, un jersey de cuello vuelto, una chaqueta de punto, unos vaqueros y unos calcetines hasta las rodillas.

Con todo el dolor de mi corazón, me desprendo de mi bata. Sin apenas tiempo para despedirnos, la sustituyo por la camiseta, el jersey y la chaqueta. Con la parte de arriba a cubierto, ya no hay problema para seguir con los pantalones y calcetines. Minutos después, antes de salir de casa, me anudo mi bufanda al cuello y me cierro el abrigo, para que el golpe con la cruda realidad sea lo más llevadero posible.

Una vez en el coche, si arranca a la primera (o, al menos, a la segunda), evalúo poner o no la calefacción, pensando si puedo robarle un poco de energía al motor o tendré que aguantarme con la temperatura ambiente para que no me deje tirada. En los semáforos, mientras canturreo las melodías que suenan en la radio, me froto las manos y la nariz, para atemperarlas.

En la oficina, me lanzo de cabeza a encender la bomba de calor del aire acondicionado. Nunca había apreciado tanto el valor de la calefacción hasta que nos instalamos en el nuevo local. “Chicas, enciendo el aire”, “Oye, voy a quitarlo, que me estoy cociendo”, “Lo vuelvo a poner un rato, ¿vale?”, “Apágalo, por favor, que me está dando sueño”,… son las frases típicas de nuestra jornada laboral en las últimas semanas y en las venideras. Ya me he acostumbrado a tener las manos, los pies y el resto del cuerpo a diferentes temperaturas. Además, he desarrollado una curiosa habilidad para evitar tener que ir al baño durante las horas de trabajo, pues en esa estancia no llega el calor del aire acondicionado.

En la hora del café me he acostumbrado a pedir una infusión, una taza de agua casi hirviendo, con su bolsita correspondiente de poleo-menta, que rodeo con mis manos mientras hablamos de temas laborales y personales. A sorbos, voy reequilibrando de nuevo los grados centígrados de todo mi cuerpo.

Y a la salida, de nuevo, bufanda y abrigo, calefacción sí o no, calcetines altos en casa, bata cuando siento corrientes de aire e infusión después de comer.

¿Os he dicho ya que odio el frío?

domingo, 24 de octubre de 2010

These boots are made for walkin'

Tras una eterna y agotadora semana de trabajo, por fin llegó el ansiado fin de semana. Tenía ganas de marcha y el sábado, en la celebración del cumpleaños de una amiga, pensaba darlo todo. “Este fin de semana voy a quemar Madrid”, le había advertido ya a Ranita.

Ese mismo día, por la tarde, me preparé a conciencia. Me lavé el pelo y me lo alisé meticulosamente. Al terminar y mirarme en el espejo, me sentí especialmente orgullosa de mí misma porque por fin había conseguido domar el remolino de mi cogote y dejarlo como el resto de mechones. El resultado no era perfecto pero, dadas mis escasas habilidades con el secador y el cepillo, acabé calificándolo como “satisfactorio”.

La segunda fase del proceso de transformación era relativamente fácil. Ya tenía pensado lo que iba a ponerme: unos pantalones negros, una chaqueta larga de punto del mismo color y una camiseta de manga corta que mi hermana me acababa de regalar hacía unos días por mi santo. No es que mi atuendo fuera la bomba, pero me hacía ilusión estrenarla. La imagen que me devolvío el espejo de mi habitación me gustó: sencilla con un toque elegante.

Después de cenar a la europea (es decir, a eso de las 20.30 horas), me di los últimos retoques de chapa y pintura. Me fui maquillando sin prisa pero sin pausa, siguiendo un cierto orden, buscando el equilibrio de colores y cantidades, arreglando desperfectos y recordando que menos es más. Tampoco soy experta en este campo, pero con el paso del tiempo creo que he conseguido sacarme mayor partido a mí misma. Tal vez por esa razón, disfruto de este ritual pre-fiesta que incluso en alguna ocasión ha conseguido borrar cierta desgana hacia el plan que me esperaba. Rematé el conjunto eligiendo un adorno para el pelo, hecho por mí misma, que iban en consonancia con los colores y prendas que llevaba.

Después de un par de pulverizaciones de colonia sobre cuello y escote, sólo me quedaba ponerme los zapatos y coger el bolso. Decidí ponerme mis botas de cuña negra con tiras. Es la primera vez que me las ponía desde el invierno pasado y sonreí al reencontrarme con ellas porque son unas fieles compañeras de los días más fríos: son bastante cómodas (todo lo que puede ser un zapato que te eleva 7 centímetros por encima del suelo) y combinan con casi todo (a medio camino entre lo arreglado y lo informal).

De camino al Metro, oía cómo mis pasos resonaban con contundencia sobre el asfalto. Me sentía elegante, segura de mí misma, con fuerzas para afrontar cualquier adversidad. Mi autoestima subía con el repiqueteo rítmico de mis tacones en el suelo. Recordé una frase que encontré de casualidad en un blog: "Dadle a una mujer el calzado apropiado y conquistará el mundo" (Bette Midler). Efectivamente, me di cuenta de que miraba a mi alrededor siete centímetros por encima de mi visión de esta última semana y eso me daba perspectiva y fuerzas para comerme la noche, el día siguiente y todos los que viniesen detrás.

Y en mi cabeza, de repente, sonó esta canción:

jueves, 14 de octubre de 2010

Fuerza

Después de una dilatada crónica sobre el Camino de Santiago (que se ha alargado más de lo que me hubiese gustado), vuelvo a mis posts cotidianos. Y precisamente esta temática tan simple, tan al alcance de la mano, se me atravesaba hace una semana, cuando me planteaba sobre qué escribir. Cierto es que, durante los meses en los que me he centrado en contar mi peregrinación, se me ocurrieron varias ideas para llenar las páginas virtuales de este blog. Pero mi empeño en no desviarme de mi relato del viaje y la imprudencia de no apuntar esas ocurrencias, han hecho que acaben devoradas por mi escasa memoria. También pensé en hacer un resumen de estos últimos meses, pero temía que el balance acabase saliendo negativo, sobre todo teniendo en cuenta mi recién estrenado cuarto de siglo.

La respuesta me llegó ayer por la mañana, entre legañas y café con leche, mientras la televisión parloteaba sola en la cocina. Durante la madrugada había comenzado la operación de rescate de los 33 mineros chilenos atrapados en una mina desde hacía 69 días. A esas horas, ya habían conseguido sacar a los dos primeros.

A pesar de que, hasta ahora, apenas había prestado atención a las noticias precedentes sobre este tema, en ese momento yo también me sentí alegre y aliviada al ver a los mineros fuera de su cárcel de piedra. Me enterneció ver el abrazo sencillo y breve de uno de los primeros rescatados a su mujer y a su hija. Me fascinó la fortaleza personal y la alegría de Mario Sepúlveda que, nada más salir de la cápsula Fénix, abrazó a su familia, saludó a todos los compañeros que esperaban fuera, regaló piedras de la mina a aquellos que habían participado en el rescate, cantó y coreó consignas de aliento para aquellos que aún seguían bajo tierra y aún tuvo aliento para bromear con el presidente de Chile.

Fascinada por esta noticia global, humana y feliz (como pocas en los telediarios) estuve al tanto de los sucesivos partos de tierra de cada uno de los trabajadores. A golpe de reportajes especiales en los diarios digitales y de actualizaciones en las redes sociales, fui confiriendo una personalidad a cada uno de los hombres que iban saliendo de aquel tubo metálico con los colores de la bandera chilena.

El telediario del mediodía era casi un monográfico del rescate en la mina de San José. Aproveché el sentimentalismo que explotaban los periodistas de todas las cadenas para recrearme conscientemente en esas escenas de abrazos, alegría y emoción del reencuentro. Y acabé siendo partícipe de sus sentimientos, a pesar de que no tengo relación alguna con ese país de Latinoamérica y que ni siquiera recordaba el número exacto de mineros afectados.

Durante el resto del día, seguí a través de la televisión y de Internet la cuenta atrás de la liberación, sabiendo que cada número menos era una tranquilidad más para todos los que estábamos pendientes de lo que ocurría en el Campamento Esperanza. Y esta mañana, de nuevo la misma televisión me narraba que todos los mineros ya estaban fuera.

Después de treinta y tres finales felices, seguía sin poder quitarme de la cabeza las imágenes de Mario Sepúlveda: esa arrolladora energía, esa vitalidad contagiosa e inimaginable tras más de dos meses rodeado de oscuridad y humedad. Su actitud me hizo pensar en cómo es posible superar (con creces) la adversidad y salir fortalecido. E incluso, transmitir ese empeño por vivir, no sólo a los otros 32 mineros, sino a los que esperaban fuera y a los que veíamos aquellas imágenes desde la comodidad de nuestras casas.

Sé que hay muchas más historias entre esos hombres que hoy han vuelto a nacer, todas ellas muy dignas de ser tenidas en cuenta. Pero yo elijo ésta, la de Mario, porque me ha recordado que la vida debe vivirse con fuerza, sin perder nunca ese empeño inquebrantable de seguir hacia delante, sean cuales sean las circunstancias. Y digo esto porque, con demasiada frecuencia, olvidamos esas ganas de luchar, aunque las dificultades que nos asaltan son más cotidianas y abarcables que 700 metros de piedra sobre nuestras cabezas.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Camino de Santiago.- DIA 6

Ocho de mayo de 2010. MONTE DO GOZO-SANTIAGO DE COMPOSTELA

TRANSPARENTE

Por primera y última vez en el Camino, es el móvil de Ranita el que me avisa de que se acabó mi tiempo de sueño. Esta noche me ha costado dormir por los ronquidos de uno de nuestros compañeros de literas y por el calor que ha ido acumulando la habitación del albergue, a pesar del grisáceo ambiente que se intuye al otro lado de la ventana. Aunque el aturdimiento del primer despertar ralentiza todos mis movimientos mañaneros y anestesia mi mente, me da pena pensar que ésta será la última vez que me levante en un albergue. Me froto los ojos para alejar de mí la pereza y la melancolía: hoy nos espera un gran día.

Mientras el resto de ocupantes de la habitación van abandonando poco a poco la estancia, Ranita y yo nos vamos preparando sin prisa. Al despedirnos del grupo de sordomudos, la chica se disculpa por los ronquidos de su compañero, a pesar de que no tendría por qué hacerlo ya que esos ruidos nocturnos, al fin y al cabo, son inevitables. Sin embargo, su comentario me parece muy amable y todos nos deseamos un buen Camino.

Salimos del albergue en dirección a la cafetería donde cenamos anoche, para tomar nuestras tostadas de todas las mañanas. Pero desde la puerta, sólo puedo ver la inmensa cuesta abajo que nos separa de ella. Bajamos poco a poco, apoyadas sobre nuestros respectivos bastones, doloridas ya a pesar de que el día no ha hecho más que comenzar. Cuando por fin llegamos abajo, entramos en la cafetería recién abierta y pedimos lo de siempre. Pero en esta ocasión, acompaño mi café con leche con un sobre de Espidifen, poniendo en él mis esperanzas para aliviar las molestias de mis rodillas. 

Con el sabor de la mermelada de fresa aún en el paladar, comenzamos nuestra andadura pausada y cuidadosamente. Otra cuesta abajo inaugura la última caminata hacia nuestro objetivo, vigilando dónde ponemos los pies, mientras nos apoyamos en nuestros delgados compañeros de viaje.

Aunque quisiéramos andar más deprisa, hoy es totalmente imposible. Sin embargo, esa situación nos permite disfrutar más de esos escasos kilómetros que nos quedan por cubrir. En esos momentos, caigo en la cuenta de que mi mente está vacía, limpia: ni siquiera hay lugar para la reflexión propia de los días anteriores, sólo queda espacio para los sentimientos. Una amalgama de alegría, nervios y pena, envuelta en un aura de recuerdos.

A pesar de que el día amenaza con lluvia, el sol tamizado por las nubes realza los colores del paisaje urbano. La jornada es transparente: los tonos están en su justa medida, intensos y en perfecta armonía. Todo está preparado para el gran momento.

Casi de repente, alcanzamos el puente de acceso a Santiago de Compostela. Nada más cruzarlo y ver el cartel de entrada a la capital, se respira otro ambiente entre nosotras. Una sonrisa inmensa y algo de impaciencia se apoderan de nuestras caras, mientras nos hacemos las fotos pertinentes junto al letrero de entrada a la ciudad.


Continuamos caminando por las calles de Santiago, atravesando la suave neblina de las primeras horas de la mañana. Ranita se da cuenta de que estamos prácticamente solas: algún viandante madrugador, pero ningún peregrino delante o detrás de nosotras. La tranquilidad de la ciudad y el ambiente aletargado propio ese día encapotado le dan un toque mágico a la escena, como si una meiga experimentada llevase días preparando aquella estampa encantada.

 

“Ya falta poco”, me dice Ranita. Sus palabras resumen ese deseo de alcanzar nuestra ansiada meta, el cariño de unas palabras de ánimo cuando se necesitan, la suavidad de una frase corta que apenas rompe el silencio que nos une y la alegría de haber compartido todos esos kilómetros juntos. No podía haber sido mejor compañera de viaje.

Alcanzamos la Rúa de San Pedro, una de las principales vías de Santiago. Chicas con faldas de colores y chicos con rastas están montando los tenderetes de un mercadillo de artesanía, con motivo de la Fiesta de la Primavera, según pone en un cartel pegado en la pared. Ese trajín de gente, sus conversaciones a voces y la variedad cromática de sus productos me transmiten otra dosis más de alegría. Entretanto, no hago más que ver panaderías a uno y otro lado de la calle. Ya no sé si es mi subconsciente que se acuerda de esa promesa de una palmera de chocolate al llegar a Santiago o la tentación que quiere hacerme caer en ella. Sea como sea, esperaremos a ver al Santo hasta de arrojarnos a la dulce gula.

Seguimos caminando sobre el empedrado de la capital mientras la ciudad se va llenando de vida. Una calle normal y corriente se abre, de repente, en una luminosa plaza: a mi derecha, el monasterio de San Martín Pinaro; y a mi izquierda, la parte trasera de la catedral, mi primer contacto directo con el final del Camino. Sin saber por qué, me quedo cautivada por su piedra ennegrecida, cubierta por siglos de historia y musgo oscuro. Inmediatamente, vuelven a mi mente las rocas que pisábamos en el Camino, del mismo color y cubierta por los mismos retales de alfombra vegetal. No puedo evitar sonreír por la clarísima analogía. En ese momento, suenan las campanas de la catedral, como en una perfecta banda sonora: son menos cuarto. Según vamos avanzando, el sonido de una gaita se hace cada vez más intenso: es un músico que toca resguardado bajo un arco como si fuera la cúpula de una majestuosa sala de música.


Al doblar la esquina, la grandiosidad de la Plaza del Obradoiro me golpea con dulzura en la cara. Camino más lentamente, girando sobre mí misma, para admirar por fin la fachada de la catedral. Respiro hondo y pienso: “He llegado”. Guardo en mi mente cada uno de los detalles de ese lugar, procurando conservar tamaños, texturas y hasta sensaciones. Me fijo en el musgo amarillento de esta cara del edificio, que me recuerda inevitablemente al color de las flechas que han guiado mis pasos estos últimos días. Me gustaría quedarme allí horas, empapándome de ese momento, pero Ranita sigue caminando, unos metros más allá de donde estoy yo, en dirección a la oficina del peregrino.


Me pongo a su altura a duras penas y llegamos juntas hasta la Oficina del Peregrino. Apenas hay gente a esas horas, así que el sellado de la credencial y la recogida de la Compostela es más rápido de lo que pensaba. Tal vez por ese mismo motivo, este momento oficial me resulta mucho más insulso que la primera impresión de la Plaza del Obradoiro.

A continuación, nos dirigimos a la puerta colindante, donde un acogedor jardincito da acceso a la consigna de la Oficina para dejar las mochilas ya que este Año Santo está prohibido entrar con ellas a la catedral, por motivos de seguridad. Aunque sólo cuesta un euro guardarlas allí durante todo el día, tengo la ligera impresión de hay un trasfondo más monetario que preventivo.

Por la hora que es, suponemos que la misa ya ha empezado, así que decidimos ir a abrazar al Santo. Nos ponemos en la larga cola de entrada al templo, por la Puerta Santa, con grandes dosis de paciencia y optimismo. A los pocos minutos, se colocan detrás de nosotras el grupo de sordomudos con los que coincidimos en la habitación del albergue. Charlamos con la chica que nos comenta que hay varios vuelos cancelados en el aeropuerto de Santiago de Compostela por la nube de polvo del volcán Eyjafjallajökull, cuyas consecuencias aún se hacen notar a pesar de que la erupción ocurrió hace ya mes y medio. Aunque aún quedan cuatro días para que dejemos Galicia, rumbo a Madrid, ya empiezo a preocuparme pensando en la posibilidad de que nuestro avión no pueda salir el día previsto. Por el contrario, Ranita parece invadida por una tranquilidad zen inquebrantable. “Confiemos en el Apóstol”, me dice.

Lentamente, la fila de gente va avanzando. Mientras, me entretengo en encontrar con la mirada a algunos peregrinos con los que hemos coincidido durante el Camino y en localizar a los grupos organizados de peregrinos y turistas, fácilmente identificables por los pañuelos del mismo color que llevan anudados al cuello.


Por fin alcanzamos la Puerta Santa y subimos hasta llegar a la imagen del Apóstol. Al rodear con mis brazos al Santo, un respingo de alegría me recorre todo el cuerpo, mientras la frase “Por fin he llegado” resuena en mi cabeza. En esos escasos segundos, también me da tiempo de acordarme de todos mis familiares y mis amigos, con la esperanza de que ese gesto les traiga salud y felicidad.

Al salir de la catedral, decidimos dar una vuelta por los alrededores para hacer tiempo hasta la misa del peregrino. Aprovecho para llamar a mis padres desde una cabina, ya que mi móvil decidió acabar el camino antes que yo. Hablo atropelladamente, porque tengo que contarles que estoy bien, que ya he llegado a Santiago de Compostela, que estoy muy contenta, que me siguen doliendo las rodillas, que avisen a mi abuela y a mis tías de que no tengo móvil para que no se preocupen,… y todo eso antes de que se me acaben las monedas que he metido en la máquina. Por suerte, me da tiempo de sobra y puedo colgar satisfecha.

Unos minutos después, volvemos a ponernos a la cola de entrada a la catedral, en la Plaza de las Platerías, para ir a la misa. Esta vez, la espera es mucho más pesada porque hay mucha más gente que antes y nuestras piernas ya se resiente por estar tanto tiempo de pie, sin apenas movimiento. Además, las señoras mayores que nos empujan para evitar que otras señoras mayores se cuelen no hacen que los minutos pasen más deprisa.

Cruzamos la puerta de acceso, acolchadas por el resto de personas esperaban fuera, bajo la incipiente lluvia. La multitud se va dispersando a uno y otro lado de los bancos de la catedral. Ranita y yo buscamos un hueco junto a alguna pared o columna donde escuchar, desgraciadamente de pie, la misa del peregrino. Justo unos metros más allá de nuestra posición, descubrimos a dos chicas con las que nos hemos encontrado todos los días durante el Camino, desde que coincidimos con ellas en el albergue de Portomarín, mientras Ranita y yo jugábamos al “stop”. Sólo hemos cruzado con ellas algún “Hola” mañanero y ni siquiera sabemos sus nombres o su procedencia, pero todas nos alegramos al reconocernos entre tanta gente y volver a saludarnos desde lejos.

La misa se hace eterna. A la duración habitual del oficio se añaden las intervenciones de los grupos de peregrinos que han llegado hoy a Santiago. Aunque sus palabras están cargadas de emoción y agradecimiento al Apóstol, no puedo evitar pensar egoístamente que deberían ser más breves, en beneficio de todos esos peregrinos cansados y de pie que están en la catedral. Y como colofón, el botafumeiro balanceándose a lo largo de toda la planta de la catedral, con un movimiento pesadamente armonioso.


Una vez fuera del templo, el día está cada vez más encapotado. Pero eso no nos impide hacer una autentica sesión fotográfica en la Plaza del Obradorio para celebrar que ya hemos completado el Camino, con todos sus trámites correspondientes, incluyendo una vieria en nuestro cuello que nos regalamos la una a la otra, como recuerdo de este viaje. Después, buscamos algún restaurante para comer y, con la excusa, sentarnos y descansar. Chorizo, calamares y empanada no es probablemente el menú más típico de Galicia, pero nuestra intención no es el turismo gastronómico, sino hacer callar a nuestras tripas y reposar nuestros pies y rodillas.


Tras una relajada sobremesa, nos lanzamos a la búsqueda de nuestro pecado: la palmera de chocolate. Por si esta dosis de dulce no fuera suficiente, en una de las arterias principales del centro de la ciudad, varias vendedoras nos ofrecen pedazos de de tarta de Santiago, como reclamo para comprar este postre típico. Al llegar al final de la calle, la amabilidad de las chicas hace que nuestro nivel de azúcar en sangre sea ya suficientemente elevado.


Como no hay mucho más que hacer, andamos y andamos, dejándonos llevar entre soportales y acera mojada por la lluvia intermitente. De nuevo, mis rodillas empiezan a resentirse, obligándome a parar un poco de vez en cuando. Volvemos a la Rúa de San Pedro, para ver el mercadillo de artesanía, mientras esperamos noticias del amigo de Ranita. El cansancio mutuo y la lluvia, que comienza a caer más intensamente, nos sugieren tomar un café en un bar cercano. Allí, con el calor y la ausencia de nuestra habitual siesta en el albergue, nos sumimos en un silencio acolchado, fruto del agotamiento que acumula nuestro cuerpo. 

De repente, una llamada en el móvil de Ranita: su amigo viene a buscarnos. Rápidamente nos deshacemos de la pereza y nos ponemos en movimiento, para ir a su encuentro, frente a la oficina del peregrino. Allí nos recogen él y su novia, que nos llevan hasta su casa, un piso de estudiantes donde nos dejan un dormitorio para cada una (todo un lujo después de varios días compartiendo habitación y literas) y que supuso el traslado temporal de sus inquilinos habituales. Además, me prestaron un cargador con el que pude volver a resucitar mi móvil y conectarme con mi gente, allá en Madrid. Después nos enseñaron la parte viva de Santiago de Compostela: la más cotidiana, la de los bares, las cañas con los amigos y los juegos de mesa hasta altas horas de la madrugada.

De vuelta a casa, en una cama inmensa para mí sola, ya no hay reflexiones profundas, ni sentimientos, ni cansancio: sólo la certeza de que volveré a repetir esta experiencia, sin duda. 

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Aunque mi Camino acaba aquí, mi estancia en Santiago de Compostela se alargó unos días más. Ranita y yo visitamos Finisterre, final de Camino para muchos peregrinos que cumplen con la tradición de quemar allí las ropas que llevaron durante la peregrinación, como símbolo de la liberación de todo lo material con lo que cargaban. 


No puedo acabar esta crónica sin dar las gracias a esos chicos y chicas que nos aceptaron en Santiago de Compostela, tanto en su casa como en su círculo de amigos y en sus planes. Y, evidentemente, a Ranita por ser la mejor compañera de viaje y amiga que he podido tener en este Camino. 

domingo, 15 de agosto de 2010

Camino de Santiago.- DIA 5

Siete de mayo de 2010. PEDROUZO-MONTE DO GOZO

MARRÓN

Cuando suena la alarma de mi móvil, que apago con un estratégico manotazo, me doy cuenta de que he dormido tan profunda y placenteramente que no he escuchado al resto de peregrinos que han madrugado antes que nosotras. “¿Qué no has oído nada?”, me pregunta Ranita, exasperada. “Pero si han estado hablando, haciendo ruido y molestando con la linternita. ¡Hasta he tenido que llamarles la atención!”, me explica, mientras me esfuerzo por imaginármela enfadada.

Mientras repito el mismo ritual de preparación de todas las mañanas, pienso con tristeza que ésta será una de las últimas veces que enrolle el saco, reestructure la mochila para que vuelva a encajar todo lo que saqué ayer y anude fuertemente mis zapatillas. En ese momento, caigo en la cuenta de que hoy me he levantado con menos dolor en mis articulaciones. Se ve que la mediciona que me dio ayer Ranita (y que casi causa mi muerte por ataque de tos repentino) ha hecho efecto, aunque las molestias siguen patentes.

Salimos del albergue, con una gran sonrisa de despedida al hospitalero, y nos vamos a desayunar a una cafetería. Los pies de Ranita empiezan a resentirse nada más cruzar la puerta de salida, así que avanzamos lentamente al bar más cercano que encontramos. Una vez dentro, mientras espero a que el parsimonioso camarero me sirva las tostadas, me fijo en la variedad de peregrinos que hay en el local: ingleses de avanzada edad, mujeres con ropa deportiva convenientemente conjuntada, una pareja perfectamente equipada para este tipo de viajes,… ¿Cómo puede ser que algo tan simple como andar pueda unir a personas tan diversas?

Abandonamos la cafetería a paso lento: a Ranita aún no le ha hecho efecto su medicina y yo ya empieza a notar otra vez ese latigazo frío en mis rodillas. Poco antes de salir del pueblo, nos sorprende una lluvia intensa que nos obliga a detenernos y cubrirnos cabeza y mochila. De hecho, cuando dejamos atrás las calles de Pedrouzo y nuestro campo de visión se abre un poco más, comprobamos sorprendidas que las nubes no nos dejan ver el horizonte. 

Rodeadas de ese borroso marco gris, nos adentramos en otro de tantos bosques de eucaliptos. Andamos un largo trecho, flanqueadas por estos altos y estirados guardianes vegetales. Durante esta larga caminata, alterno momentos de paréntesis mental con otros de auténtico bombardeo de pensamientos. Se nota que es una de nuestras últimas etapas…


Hoy nos esperan sólo 15 kilómetros por delante, ya que hemos decidido retrasar la llegada a Santiago de Compostela, haciendo una parada en Monte do Gozo. Por un lado, el amigo de Ranita que nos va a acoger en su casa cuando lleguemos a nuestro destino tiene un compromiso esta noche que le obligaría a no poder atendernos como le gustaría, así que optamos por no complicarle sus planes. Por otro lado, calculamos que llegaríamos a la catedral a mediodía, lo suficientemente tarde como para no poder entrar a la misa del peregrino y lo suficientemente cansadas como para no poder disfrutar de ese ansiado momento. Así que optamos por dejar los últimos cinco kilómetros para mañana.

La etapa transcurre lenta y sin prisas, posiblemente por la facilidad de la jornada o porque nuestras lesiones de peregrinas no permiten un ritmo mayor. ¿O tal vez, inconscientemente, estemos retrasando la llegada a Santiago para que esta magnífica experiencia no se acabe aún? Los sentimientos se entrechocan en mi interior: la cantidad de experiencias que aún podría vivir se oponen a la nostalgia y a la necesidad de un verdadero descanso, en una lucha encarnecida donde no se dibuja un claro vencedor. Sea como sea, tengo la impresión de que éste es uno de los días con más silencio de todo el viaje, algo que degusto tranquilamente, dejando que la paz se extienda por todo mi cuerpo y mi mente.

Mientras voy caminando, me doy cuenta de que hoy el día se ha teñido de marrón, por el barro que se ha formado con la lluvia, por las hojas que se han caído de los árboles y por esa extraña sensación de alegría y pena que siento al pensar que pronto llegaremos al final del Camino. Esa amalgama de sentimientos también es marrón, como cuando mezclabas todos los colores de los rotuladores Carioca y obtenías ese tono profundo e indefinido. 


Dejamos atrás el suelo sin asfaltar para continuar nuestra andadura a un lado de una carretera secundaria, donde nos encontramos con una pintada: “Yellow arrow = Your path?” (Flecha amarilla = ¿Tu camino?). Este mensaje me hace pensar que tal vez todos sigamos el mismo recorrido, pero la diferencia entre cada persona, lo que distingue su vida del resto, es la forma de recorrerlo, cuándo parar, qué llevar consigo mismo,… Esos pequeños matices son lo que determinan que cada uno sea distinto y respetable en su individualidad.

Calculamos que ya debemos de estar a mitad del camino, pero no encontramos ninguna indicación con los kilómetros que restan para llegar a Santiago. Ni las flechas garabateadas sobre cualquier superficie plana ni los mojones de piedra que lindan con el sendero incluyen ya ningún número que nos indique por dónde andamos. Me quejo en voz alta, aunque sé que no encontraré ninguna respuesta, salvo las risas y la mirada condescendiente de Ranita. En el fondo, creo que es lógico que desaparezcan estas indicaciones: en la vida, no siempre sabes cuándo va a empezar o a terminar una determinada etapa; sólo puedes seguir caminando y ver lo que te depara el Camino.

De pronto, encontramos una señal que nos inyecta una buena dosis de energía: hemos llegado al municipio de Santiago. Allí nos hacemos las fotos de rigor, contagiadas del entusiasmo del resto de peregrinos que también hacen una parada allí para inmortalizar este hito del Camino.


A estas alturas del viaje, ya hemos perdido de vista a todas las personas con las que habíamos coincidido durante nuestro recorrido: los chicos de Albacete estarán en Santiago de Compostela, las chicas de Madrid nos llevan ya muchos kilómetros de ventaja y quién sabe dónde andarán nuestros compañeros del albergue de Palas de Rei. Sin embargo, no estamos solas: decenas de peregrinos nos guardan las espaldas y otros tantos nos abren paso. De hecho, la cercanía a nuestro destino común se nota en los comentarios que intercambiamos: “Ánimo, ya falta poco”, “Vamos que ya estamos llegando”,… Hay alegría en cada una de esas palabras y en cada una de las caras que te miran para darte aliento. Y mi sonrisa al responderles no puede ser más grande.

En ese sentido, pienso que todos los Caminos y todos los peregrinos son respetables, empiecen donde empiecen y lo hagan como lo hagan (a pie, con coche de apoyo, bicicleta,…). El simple hecho de tomar esa decisión, sea por la razón que sea, y poner todo su empeño a lograr su meta, medida en kilómetros o en objetivos, es digna de admiración. 

Contagiadas del buen ambiente que se respira en el último tramo, Ranita y yo afrontamos los kilómetros finales entre risas y bromas. Pasamos junto a las balizas del aeropuerto, a sabiendas de que estaremos por ahí en unos cuantos días. Nos sorprenden las innumerables cruces hechas con ramas y palos que otros peregrinos han dejado amarradas a las vallas metálicas que delimitan el aeródromo. Atravesamos una interminable y recta carretera asfaltada, flanqueada por inmensos árboles, que según nuestros mapas desemboca en el ansiado Monte do Gozo. A medida que vamos viendo las instalaciones de TVG y RTVE, restamos kilómetros de nuestra cuenta mental. La alegría se desata cuando vemos el primer cartel que nos señale el camino al Monte do Gozo. Aunque nuestros ánimos se tiemplan cuando vemos la cuesta que nos separa de nuestro destino. 


Tras una fatigosa y lenta caminata entre casitas bajas y palabras de aliento entre nosotras, alcanzamos la ermita de San Marcos del Monte do Gozo, donde entramos a sellar la credencial. En cuanto subimos a lo alto, constato que el nombre del lugar no es casual. Realmente siento una tremenda alegría y satisfacción que no esperaba experimentar. ¿Qué tiene de especial este sitio, más allá de su acertada denominación? No lo sé a ciencia cierta, pero he de reconocer que, cuando vi el perfil de Santiago de Compostela a lo lejos, no pude evitar una que nerviosa felicidad se expandiese por todo mi cuerpo. 


Con energías renovadas, bajamos las escaleras que nos separaban del inmenso albergue (que puede albergar hasta 800 personas en un año Xacobeo, según leímos en la leyenda de nuestros mapas). En esta ocasión, nos toca esperar a que abran las puertas porque hemos llegado antes de lo que estábamos acostumbradas en los anteriores hospedajes. Me sorprende nuevamente ver la cantidad de peregrinos canosos que han completado este tramo del Camino y que, al menos aparentemente, están en mejores condiciones físicas que nosotras. Escuchando los comentarios de las personas que esperan junto a nosotras, recuerdo que los chicos de Albacete nos habían dicho que en el Monte do Gozo había muy buen ambiente, por la cercanía a Santiago.

Una vez dentro, la hospitalera nos atiende con una sonrisa y grandes dosis de amabilidad (¡qué lejos quedan las malas maneras de la encargada del albergue de Palas de Rei!). Nos dirigimos a nuestra habitación, que poco a poco se va llenando con dos mujeres, un hombre al que sólo vi dormido y un grupo de chicos sordomudos tan simpáticos como amables. Tras descansar un poco, bajamos la larga cuesta que nos separaba del restaurante, donde comimos entre trabajadores de las instalaciones, peregrinos que hacían un alto en el Camino y otros que ya volvían de la capital con sus Compostelas. 


La tarde transcurrió tranquila y aburrida ya que no había pueblo cercano por el que pasear (perdón, lo correcto sería decir “cojear”) ni ningún supermercado donde comprar algo para cenar dentro de la Ciudad de Vacaciones Monte do Gozo, donde está ubicado el albergue. Tras un insulso paseo por las instalaciones, optamos por tomar algo ligero en la cafetería a una hora indeterminada entre la merienda y la cena. Mientras comemos, recibo una llamada de la que escribe de ocho a ocho y media que me pregunta si es verdad que el Camino es tan espiritual como dicen. En medio de mi explicación, mi móvil se queda sin batería. Pero la conversación continúa con Ranita, intercambiando franca y abiertamente nuestra visión personal de esta experiencia que estaba a punto de finalizar. Es curioso que en todo ese tiempo juntas no hubiésemos hablado de ese tema. Aún así, disfruté mucho de ese rato de charla distendida y profunda.

De vuelta al albergue, nos tomamos un chocolate caliente en la máquina expendedora de la sala común mientras hojeamos el libro de visitas. Después, dado que no hay mucho más que hacer, volvemos a la habitación, sigilosas, pues nuestros compañeros ya se habían ido a dormir. “Esta es mi última noche en un albergue”, pienso con cierta tristeza. Pero me obligo a cerrar los ojos y a dormir porque mañana es el gran día.

miércoles, 28 de julio de 2010

Camino de Santiago.- DIA 4

Seis de mayo de 2010. ARZÚA-PEDROUZO

AZUL OSCURO Y ROSA

Las idas y venidas del peregrino de la litera de al lado y sus ruidosos intentos por sacar su mochila de la taquilla de metal que hay junto a la cama, me sacan de mi profundo sueño y me dejan en un agradable estado de duermevela, a la espera de que suene el despertador de mi móvil.

Cuando se acaba la tregua y me incorporo para empezar una nueva etapa de nuestro Camino, veo que los chicos de Albacete ya se han levantado y están preparando sus mochilas. A pesar de que me gustaría teletransportarme al baño y lavarme un poco la cara antes de saludarles, no me queda más remedio que desearles “Buenos días” con los ojos a medio abrir.

Vuelvo a organizar y guardar mis cosas, como llevo haciendo estos últimos días, sin que el paso del tiempo consiga disminuir el volumen ni el peso de mi carga. Mientras Ranita termina de preparar sus pies para los 20 kilómetros que nos esperan hoy, nos despedimos de los chicos de Albacete que ya van a emprender la marcha. Aunque nosotras pararemos en Pedrouzo y ellos pretenden continuar hasta Monte do Gozo, nos decimos “Hasta luego” con la esperanza de vernos por el camino.

Desayunamos en el bar que hay justo al lado del albergue, donde nos reencontramos con las chicas de Madrid, acompañadas del coreano. Hacemos honor a la comida más importante del día con tres tostadas con mantequilla y mermelada para cada una y el correspondiente Cola-Cao y café con leche.

Con las pilas cargadas, emprendemos lentamente la marcha por las calles de Pedrouzo. Al pasar frente a la cristalera de otra cafetería, vemos a los chicos de Albacete, a los que saludamos con una sonrisa. Poco antes de dejar el pueblo, nos alcanzan y nos hacemos una foto todos juntos, para celebrar y recordar todos esos encuentros por el camino.


Andamos con ellos los primeros kilómetros charlando como desconocidos y riendo como viejos amigos. De hecho, nos invitan a participar en su concurso de chistes malos que, a pesar de mi arduo entrenamiento en la oficina, finalmente quedó en tablas. Gracias a la conversación y al buen humor, Ranita y yo apenas nos fijamos en los mojones kilométricos que íbamos dejando atrás ni en el dolor que parecía haberse mitigado.

El día también parece reírse con nuestras bromas y nos premia con una mañana soleada, en comparación con las jornadas anteriores. El paso al que nos llevan los chicos y el agradable aumento de las temperaturas, hacen que tenga que quitarme alguna de las capas de ropa que me protegían. Pero mi naturaleza friolera y los ratos de brisa me obligan a volvérmela a poner en más de una ocasión. 

Hacemos la primera parada del día en una cafetería que parecía haber crecido como los matorrales que había a su alrededor: de repente, al lado del sendero, como traída por el viento en forma de semilla que germina en primavera. Tras sellar la credencial y aligerar el contenido de nuestras botellas de Aquarius, continuamos el camino. Precisamente en ese momento, nos cruzamos con las chicas de Madrid, acompañadas por el coreano, que salían de ese mismo bar. Intercambiamos algunos saludos, rociados de alegría y sorpresa por el reencuentro, y algún que otro comentario trivial. Poco a poco volvemos a coger el rápido ritmo que llevábamos esa mañana y las perdemos de vista de nuevo.

Poco después, en otro de esos establecimientos de descanso y avituallamiento del peregrino, nos separamos de los chicos de Albacete, que se quedaron sentados, recuperando fuerzas para su larga etapa hasta Monte do Gozo. Nosotras continuamos andando, sin prisas pero sin pausa para evitar el enfriamiento de nuestras articulaciones que parecían más darnos más tregua en movimiento que en reposo. De hecho, sólo paramos para quitarnos algo de abrigo y para que Ranita pudiera recolocarse las zapatillas, evitando el temido roce en sus tobillos. Sin embargo, estas interrupciones acaban haciendo mella en nuestras doloridas articulaciones y tenemos que aminorar el ritmo.

La jornada se dibuja a ratos rosa, como el pañuelo que llevo al cuello, liberado de su prisión del chubasquero, y a ratos azul oscuro, como el dolor de rodillas que vuelve a pincharme el ánimo. A veces, domina el tono fucsia de mi camiseta, claro indicador de que el tiempo acompaña; en ocasiones, ganan los tonos oscuros, señal de que el frío me recorre la espalda, estallando en mis articulaciones.

Tras otro puñado de kilómetros, decidimos parar en una cafetería, con un par de sillas y mesas en el exterior, a modo de precaria terraza estival. En nuestra visita al baño, vemos una pared prácticamente parada por recortes, fotos y frases de otros peregrinos que han dejado su huella ahí. Paseo la mirada por todos esos papeles, testimonio de la alegría de los que han pasado por ahí antes que nosotras, y mis ojos se detienen en una pequeña hoja de una revista: es una frase de Paulo Coelho. No puedo evitar sonreír ante esa coincidencia no tan casual.


Tras nuestro habitual brioche de jamón y queso, reemprendemos el camino, alternando más paradas cortas en las que ni siquiera nos sentamos. En algunos tramos, incluso nos separamos algunos metros, todo ello para evitar que el retraso de una suponga el dolor de otra. Mientras arrastramos nuestros pies agotados, comentamos lo rápidas y descansadas que íbamos esta mañana con los chicos. A pesar de ello, agradezco anímicamente habernos separado de ellos porque así puedo volver a disfrutar de mi Camino. Aprovecho para relajarme y dejar que mi mente vague por esas lagunas de agua estancada que mi ajetreo diario no me deja visitar.

En ese sentido, pienso en que hay un momento para cada cosa: para la risa y para el silencio. Cada parcela no debe recortarse con prisas ni inflarla más de lo debido: deben fluir sin planificarse.

Nos desviamos intencionadamente para pasar por Santa Irene, donde la foto con un cartel con mi nombre es obligada. Revisamos el perfil de la etapa y verificamos que ya nos queda poco para llegar a Pedrouzo. Tras cruzar la carretera que nos devuelve al camino, nos encontramos con algunos de nuestros compañeros de habitación del albergue de Palas de Rei, con los que cruzamos algunas frases de ánimo para afrontar los últimos kilómetros.


Mientras atravesamos lentamente un bosque de altos eucaliptos, pienso que el Camino es el que va marcando tu ritmo. Acelera o frena tus pasos para guiarte y enseñarte las lecciones que sólo se aprenden andando.

De nuevo, los mapas nos engañan y la distancia hasta nuestro destino es mayor de lo que pensábamos. La última cuesta arriba, junto a la carretera de acceso al pueblo, nos resulta eterna y difícil. A la entrada de Pedrouzo, encontramos el albergue público, donde hacen cola los chicos del albergue de Palas de Rei, así que nos planteamos buscar alguno privado pues éste estará a punto de completarse. Después de un interminable paseo por la avenida principal, encontramos por fin un lugar donde alojarnos. El hospitalero nos deja escoger literas y elegimos unas que están junto a un pequeño jardín rodeado por una cristalera. Ranita se ofrece a llevar mi credencial y pagar el albergue para que yo pueda tumbarme. “Gracias”, le respondo con voz alegremente cansada.

En las literas que hay junto a las nuestras, hay un hombre que viene desde Roncesvalles y con el que entablamos una agradable conversación. El que duerme en la cama superior, es un francés al que ha conocido durante el camino y con el que ha hecho amistad. Ambos le ofrecen a Ranita algunas de sus cremas y sus mejores consejos para aliviar el dolor de sus pies. La hospitalidad es espontánea y natural en el Camino.

A pesar de que la suave música del hilo musical, el mullido colchón y el relajante jardincito me invitan a quedarme allí, decidimos salir a comer a un restaurante que vimos antes al pasar. El menú del día (que no es lo mismo que el del peregrino) nos costó 8 euros pero comimos como reinas, en cuanto a la calidad, la cantidad y el trato de las camareras. De vuelta al albergue, pasamos por una farmacia para comprar una crema que me alivie el dolor de las rodillas, aunque la escasa desenvoltura del boticario me hace sospechar que tendré que aferrarme al efecto placebo.

Pasamos la tarde en el albergue, descansando en las literas, en un ambiente de total relajación: la música chill-out, la quietud del jardín tras los cristales, la sensación de somnolencia de las horas posteriores a la comida, la indescriptible sensación de descanso tras 20 kilómetros andando,…


Después de aplicarme otra capa más de crema en las rodillas, voy al baño a lavarme las manos. Inevitablemente, me miro en el espejo y me veo extrañamente guapa. A pesar de mi pelo recogido en una minúscula coleta y mi ancha diadema azul, tengo la cara radiante, las mejillas sonrosadas, los ojos luminosos y hasta la forma del rostro más redondeada. Sonrío a esa chica que se refleja tras los grifos. Quiero pensar que el Camino me ha cambiado… y espero que es cambio dure.

Cenamos algo ligero y frío, ya que hemos comido abundantemente y este albergue no tiene microondas. Unos extranjeros de la mesa de enfrente me preguntan si el Aquarius es una bebida energética. En ese preciso momento es cuando caigo en la cuenta de que mi inglés del colegio no sirve para explicar las propiedades de los refrescos isotónicos.

Nos quedamos en la zona común, haciendo tiempo hasta la hora de acostarnos, visiblemente aburridas ante la escasez de actividades y de temas de conversación entre nosotras. Pero el hospitalero, muy agradable, acude en nuestra ayuda, ofreciéndonos palique y enseñándonos unas preciosas vistas aéreas del cabo de Finistrerre que tiene en su ordenador, ya que nos había escuchado hablar de la posibilidad de visitarlo unos días después de llegar a Santiago.

Un poco antes de que las luces se apaguen, el hombre se acerca a la zona de las literas y comprueba que todo esté en orden. Desea buenas noches a todos los peregrinos e inclina la cabeza al pasar a nuestro lado, como si repitiese esa misma frase de nuevo hacia nosotras. Un bonito detalle que me demuestra que lo mejor del Camino es la hospitalidad natural e innata de todos los que están tocados por él, ya sea directamente como peregrinos o indirectamente como hospitaleros o camareros.

Y al acabar este pensamiento, cierro los ojos y caigo rendida en un profundo y reparador sueño.

sábado, 3 de julio de 2010

Camino de Santiago.- DIA 3

Cinco de mayo de 2010. PALAS DE REI-ARZÚA

AZUL Y GRIS

El ir y venir de nuestros compañeros de habitación hacen que abandone lenta y gradualmente el mundo de los sueños de manera que, cuando suena la alarma de mi móvil, ya estoy casi despierta. Tras bajar de la litera y ponerme las zapatillas, echo un vistazo a la calle, desde la pequeña ventana del albergue pues la previsión del tiempo que vimos ayer no era muy esperanzadora: en Villafranca del Bierzo, a cinco etapas de distancia de donde nos encontramos está nevando. Por suerte, las calles de Palas de Rei amanecen secas pero me temo que los termómetros aún no se han levantado.


Apenas 20 minutos después, ya estoy vestida y lista para salir, pero Ranita todavía tiene que vendarse los pies, así que la espero sentada junto a los cristales, con la mirada fija en el horizonte que se pierde entre los tejados del pueblo.

Salimos las últimas de la habitación y bajamos lentamente los dos pisos que nos separan de la calle. Por no andar mucho y por el buen trato que nos dieron ayer, decidimos desayunar en el bar que hay justo enfrente del albergue. Ranita pide dos desayunos completos: café, Cola-Cao y tostadas. Pero el camarero nos entendió mal y nos trajo dos “desayunos completos” tal y como figuran en la entrada del local: tostadas, zumo y el café y el Cola-Cao. Como ésta es la comida más importante del día, decidimos alimentarnos bien, aunque hoy andaremos menos kilómetros que en días anteriores. Lo habitual en esta etapa es llegar hasta Arzúa pero los 39,1 kilómetros que hay que recorrer para completarla nos asustan, sobre todo teniendo en cuenta cómo están nuestras articulaciones de cadera para abajo. Así que nos reafirmamos en la decisión que tomamos en Portomarín: pararemos en Melide, a mitad de camino. Según la información de los albergues que imprimí de Internet, el albergue de esa localidad estaba en remodelación hasta mayo de 2010. Así que espero que ya hayan terminado o, en el peor de los casos, otro albergue cerca.

Emprendemos el Camino con ganas de que nuestras articulaciones entren pronto en calor y dejar atrás las molestias musculares. A los pocos kilómetros de abandonar la civilización, nos adentramos en un bosque de robles y eucaliptos, propio de los cuentos de hadas. “Con razón dicen que por aquí hay meigas”, dice Ranita, enlazando a la perfección con mis pensamientos. A esta ilustración fantástica se añaden innumerables riachuelos de mayor o menor caudal, alimentados por las lluvias de los últimos días. Levanto la vista y compruebo que, a pesar de las previsiones meteorológicas, las nubes nos han dado hoy un poco de tregua. El día de hoy se tiñe de un degradado azul grisáceo: desde el celeste del cielo hasta el gris de la piedra pizarra que procuro pisar con cuidado para no tropezar. 



Mientras intento olvidar las molestias de mi rodilla derecha, me acuerdo de los pies heridos y vendados de Ranita. Pienso, egoístamente, que el dolor que no se ve, el que va por dentro, es igual o peor que el que se ve. Y no puedo evitar relacionar esta reflexión con esas lágrimas que se quedan detrás de los párpados. “La procesión va por dentro”, como diría mi madre.

Nuestros pasos son lentos, tanto por las dolencias físicas como por la tranquilidad con la que afrontamos la etapa de hoy, de apenas 15 kilómetros. Y así, poco a poco, alcanzamos Melide. Nos desviamos de la cola de caminantes que continúan el Camino para llegar al albergue provisional de peregrinos (¡menos mal!) siguiendo los carteles indicativos. Encabezo la marcha, pues la idea de una cama y un sitio donde sentarme me dan fuerzas para seguir. Ranita va un poco más rezagada pues las rozaduras de las botas le hacen tanto daño que ya anda medio cojo. Damos un largo rodeo al pueblo, sin saber muy bien si vamos en la dirección correcta. Preguntamos a un hombre que paseaba a su perro para asegurarnos y, lentas pero contentas, llegamos a una nave-polideportivo donde, según un letrero, está el albergue provisional.

Nada más cruzar la puerta y pasear la mirada por el interior del recinto, vemos algo que nos produce una extraña mezcla entre la risa nerviosa y la desolación. Justo en medio del polideportivo, hay tres viejas literas de madera roja, rotas y destartaladas. Sí, en el fondo sabemos que “eso” no es el albergue provisional, pero no podemos negar que esa idea ha pasado por nuestra mente, aunque sólo fuese de manera fugaz. Un grupo de peregrinos que había llegado antes que nosotras, bromean diciéndonos que ahí es donde tenemos que dormir. Nos limitamos a sonreír porque estamos tan cansadas que no nos apetece seguirles el juego. 


A los lados de la nave hay unas casetas prefabricadas, con un cartel en la puerta que indica que abren a partir de la 13.00 horas. A pesar de la escasez de información, deducimos que las verdaderas camas están detrás de esos muros de contrachapado y decidimos esperar. Aunque esta solución es muchísimo mejor que la de las aisladas literas, comentamos que la noche será muy fría en esas habitaciones, inmensamente pequeñas en comparación con los altos techos del polideportivo. “¿Qué hacemos?” es la pregunta que nos ronda la cabeza y que, finalmente, una de las dos plantea. Mientras sopesamos nuestras opciones, sacamos nuestro pequeño bocadillo de jamón y queso y una barrita de cereales para reponer fuerzas. Ambas estamos bastante perjudicadas y nuestro ritmo es bastante lento. Además, releemos en mis mapas que el próximo pueblo con albergue está a unos 10 kilómetros andando. Dada la hora que es, tememos que cuando lleguemos a Castañeda, el albergue ya esté lleno. Sopesamos también la opción de quedarnos en Melide pero en otro tipo de alojamiento, como un hostal.

Tras una ronda de ibuprofeno, regada con una lata de Aquarius, decidimos ponernos en pie y llegar hasta Castañeda, vivas o semivivas. Callejeamos un poco por el pueblo, preguntamos a otra persona por dónde queda el Camino de Santiago y, lentamente, nos incorporamos a la fila de peregrinos. Poco a poco, las medicinas van haciendo efecto y nos encontramos con más fuerzas. Vamos hablando durante la mayoría del trayecto. Las risas, los chistes malos y los comentarios jocosos se suceden hoy con más frecuencia que otros días. “Esto es por las drogas”, dice Ranita.

No dejan de sorprenderme los espesos bosques que flanquean la senda con eucaliptos altos y delgados, como elfos sacados de algún cuento fantástico naturista. Mientras miro la interminable fila de árboles, alineados siguiendo una cuadrícula invisible, decido mentalmente que estos bosques de hadas gallegos son mi parte favorita del Camino. 


Las cuestas abajo ralentizan nuestros pasos más que las cuestas arriba: cargamos el peso del cuerpo en nuestras doloridas articulaciones y esto hace que los demás peregrinos nos adelanten con más facilidad que en otros tramos. “Ya sabemos por qué llaman a esta etapa el ‘rompepiernas’, ¿no?”, le digo con ironía a Ranita. Lo que no sabíamos es la empinada cuesta que teníamos que “escalar” para alcanzar nuestro destino. Sobre todo, si ves que un peregrino de pelo canoso sube con más brío y menos fatiga que tú.


Llegamos a Castañeda y nos plantamos en la acera, justo enfrente del primer bar-cafetería que hay a la entrada del pueblo. “¿Cómo estás?”, nos preguntamos la una a la otra. Y la respuesta nos sorprende a ambas: bastante bien. “¿Qué hacemos? ¿Tiramos para Arzúa? Son sólo 6 kilómetros y pico”, nos preguntamos. Y la respuesta nos da risa nerviosa: “¡Vamos! De perdidos al río”. Lo que inicialmente iba a ser una etapa fácil de unos 15 kilómetros y pico se va a convertir en la jornada más larga de nuestro Camino. A pesar de ello, nos brillan los ojos por la emoción.

Decidimos comer algo rápido en Castañeda para descansar y llegar pronto al albergue de Arzúa. Aunque sé que es de muy mala educación, me desabrocho las botas nada más sentarme en la mesa. Progresivamente me voy quitando capas y capas de ropa. En ese momento, bendigo mentalmente al inventor de las sillas. Pedimos unas Coca-Colas y dos bocadillos de jamón que me saben a gloria. Lo mismo que los espaguetis de Palas de Rei.

Descansamos un rato, con la mirada perdida en la cazuela humeante que remueve Arguiñano en la televisión del bar. Antes de salir, me vendo el dedo meñique con un poco de esparadrapo para evitar que la incipiente rozadura de mi pie se convierta en ampolla en los últimos kilómetros de la jornada.

Al poco de abandonar el restaurante, ambas coincidimos en que estamos físicamente mejor después de la parada en Castañeda. Así que seguimos caminando, con fuerzas renovadas en el cuerpo y en el ánimo, hasta el final de la ruta de hoy.

El cambio de planes de hoy me hace pensar. Aunque intentes adaptar el Camino a ti, finalmente eres tú el que tiene que adaptarse a él. Te marca el ritmo de la andadura y la distancia de tus pasos, al margen de tu estado físico y de lo que hayas decidido inicialmente.

En cuanto vemos el cartel de la avenida de Lugo, sabemos que estamos entrando en Arzúa. Sin embargo, esa distancia que creíamos corta se nos hace larga y difícil, pues nuestro objetivo parece más lejos de lo que creíamos. Pero nos animamos mutuamente para hacer más llevaderos esos últimos pasos.

Gritamos de alegría cuando por fin vemos el cartel de entrada a Arzúa y nos detenemos unos minutos para hacer fotos, pues la ocasión lo merece. Sin dudarlo, entramos en el primer albergue que encontramos en el que todavía quedan muchas camas libres, a pesar de nuestro temor no encontrar sitio. 


Al salir del baño, tras darnos una buena ducha, nos encontramos con los chicos del albergue de Portomarín (a partir de ahora, los chicos de Albacete, por su procedencia). ¡Qué casualidad! No pensábamos encontrarnos con ellos porque nosotras íbamos a parar en Melide. Las casualidades del Camino. Como se instalan justo en las literas que hay frente a las nuestras, charlamos un rato sobre cómo nos ha ido la jornada, a qué se dedican y qué tiene la máquina expendedora del albergue.

Cojo el móvil y marco el teléfono de casa, para saber qué tal están y hablo con mi hermana durante un buen rato. También aprovecho para llamar a mis tías y a mi abuela, que me manda muchos besos que le devuelvo multiplicados por dos. Unos minutos después, suena el teléfono: es la que escribe de ocho a ocho y media. Le hago un resumen rápido de esta jornada y la anterior, hasta que se corta la llamada y no consigo volver a contactar con ella.

Mientras esperamos que termine la secadora con la ropa lavada a mano de hoy, nos acercamos a un supermercado cercano para comprar la cena, pues hemos visto que este albergue sí tiene platos y un microondas. Nuestra imagen es la antítesis del glamour: mi pelo suelto sin peinar para que termine de secarse, un chubasquero tres tallas más grande, un pantalón de chándal y unas sandalias con calcetines blancos al más puro estilo guiri. Si San Vogue me viera, seguro que me excomulga.

Poco antes de ponernos a cenar, me llama la que no sabe nada y le cuento el día y lo que nos espera mañana. ¡Qué ilusión me ha hecho hablar hoy con todas mis niñas! Una pizza precocinada al microondas, patatas fritas, Aquarius y un chocolate caliente de la máquina componen nuestra cena casera.

Los chicos de Albacete, sentados en la mesa de enfrente, nos invitan a jugar a las cartas, después de comer. Y esta noche sí que aceptamos. Repasamos los nombres de cada uno e intento recordarlos mientras me explican las reglas del juego. Entre bromas, jugadas traicioneras, risas y demasiados naipes en las manos, nos dan las once y pico de la noche.

Volvemos a las literas y nos intercambiamos los correos electrónicos porque mañana salimos a distinta hora y ellos quieren completar casi dos etapas nuestras, hasta Monte do Gozo. Una vez dentro de mi saco, mientras ellos todavía están hablando y picándose con la linterna, sentencio mentalmente que esta jornada del Camino ha sido la más dura, la más bonita y la que más significado reúne de todas las que hemos recorrido y, probablemente, de las que haremos (al menos este año). Y me duermo con una sonrisa en los labios, tapada por la oscuridad. 

domingo, 6 de junio de 2010

Camino de Santiago.- DIA 2

Cuatro de mayo de 2010. PORTOMARÍN-PALAS DE REI

AMARILLO, AZUL Y VERDE BRILLANTE

Me despierto con el ruido y el movimiento de la habitación del albergue: pasos, linternas, susurros, cremalleras que se abren y se cierran,… Calculo que el despertador de mi móvil sonará de un momento a otro, así que saboreo ese estado de semisomnolencia, acurrucada en el saco. Después de un tiempo difícil de estimar en la neblina del primer despertar, intento adivinar la hora en mi reloj de pulsera en la cuasioscuridad de la estancia. Parece que la manecilla va a alcanzar la mitad de la esfera, así que decido bajar de la litera e ir preparando la mochila. Ranita sigue durmiendo, así que procuro no hacer ruido porque mis cosas están justo bajo su colchón. En esa posición, puedo ver mejor mi reloj de pulsera y… ¡aún me queda casi una hora! Otra vez arriba, a remolonear en el saco.

A la hora establecida, el despertador de mi móvil suena y lo acallo de un sutil manotazo. Me pongo en pie rápidamente y empiezo a preparar mis cosas (esta vez de manera definitiva). Sacar el neceser, sacar la camiseta y el pantalón para hoy, guardar la ropa de dormir, volverla a sacar porque me he dado cuenta de que tengo que meter primero el saco, enrollar el saco, aplastarlo contra el fondo de la mochila, reorganizar los bultos para que entre todo y cerrar la cremallera. Entre esta partida de Tetris de la vida real, voy preparando mis pies para la caminata de hoy: ungüento anti-ampollas y un nudo bien fuerte en las zapatillas, para que evitar rozaduras. En los pocos pasos que he dado por el albergue, noto un dolor en las rodillas que no había experimentado hasta ahora. “Serán agujetas de ayer. Con el ejercicio de hoy se me quitarán”, pienso mientras me ato las botas, orgullosa de mis pies sin heridas ni ampollas.

Mientras Ranita termina de ponerse esparadrapo en los dedos y los tobillos para evitar las rozaduras de las zapatillas, me dedico a mirar por la ventana del albergue la fantástica estampa del río Miño, entre montañas y árboles. Evidentemente, no puedo evitar mirar al cielo para intentar adivinar si esas nubes negras van o vienen (mi madre tiene un don para saber si el viento trae o se lleva las nubes de tormenta, pero yo carezco de esa habilidad).

Al pasar por la cocina llena de peregrinos desayunando, de camino a la salida, vemos a los chicos con los que hablamos ayer y nos despedimos de ellos con la mano. Ayer decidimos que desayunaríamos en el mismo restaurante donde comimos. Tenía muchas ganas de tomar tranquilamente un café con unas tostadas, con la mirada perdida en el paisaje que me ofrecía el mirador. Al extender la mermelada de fresa sobre el pan, no puedo evitar acordarme de mis compañeras y de nuestros desayunos en el bar de enfrente de la oficina. Sonrío y pienso que a ellas todavía les quedan un par de horas antes de ir a desayunar.

Nos ponemos en marcha, con algunas dudas sobre hacia dónde ir, ya que las flechas que vimos ayer en la acera cerca del supermercado parecen llevar en dirección contraria hacia donde van los peregrinos. Preguntamos a un hombre que parecía de la zona y nos confirmó nuestras sospechas: donde fueres, haz lo que vieres. Nos unimos al resto de peregrinos, la mayoría de avanzada edad y extranjeros, y cruzamos un puente que nos aleja del pueblo y que conecta con el camino por dónde vinimos ayer. Inmediatamente, nos adentramos en un bosque donde la tranquilidad parece una especie vegetal más.


Los hombros se resiente por el peso soportado ayer y cada cierto tiempo me recoloco las asas, para descansar. Mis rodillas también se resienten a los pocos pasos. Pero, a pesar de las molestias, continuo andando. En la vida, hay momentos en los que el dolor ralentiza nuestros pasos, pero hay que seguir adelante. Tras un tiempo de descanso o de duelo, hay que avanzar. El ejercicio del día a día hace que las agujetas desaparezcan poco a poco.

En esta etapa, el sol nos visita con más frecuencia que ayer. Y su presencia se nota con un simple paseo de  la mirada por cualquier rincón del camino. El verde de ayer es hoy un verde brillante y luminoso, a juego con el resto de tonos de la jornada. El amarillo y el azul florecen entre los arbustos de uno y otro lado de la senda. Es bastante probable que en la jornada de ayer también hubiera flores, pero es ahora cuando realmente caigo en la cuenta de ellas, tal vez por la luminosidad del día y a pesar del viento frío que nos retira descaradamente la capucha del rostro.


En los momentos de silencio, que vuelven puntuales como en la jornada de ayer, vuelvo a mis pensamientos. En esos ratos de soledad con uno mismo, no todo es bonito y positivo. Veo esos aspectos de mi vida que no me gustan y soy consciente de lo que debo hacer para remediarlos, aunque no siempre sea fácil. Caigo en la cuenta de que no he aprendido casi nada nuevo en estos escasos dos días de peregrinación, sino que más bien he podido reflexionar sobre lo que ya sé, con la perspectiva y la tranquilidad que da el Camino.

Caminamos entre montañas durante gran parte del camino, sorteando piedras y atravesando altos árboles. A veces, localizamos las flechas de manera casi inconsciente; en otras ocasiones, nos cuesta encontrarlas. Cuando no ves las señales, piensas que te has perdido, pero es difícil que te pierdas en tu camino. Al poco, las pistas a seguir aparecen frente a ti. Y si no las ves, pregunta, pide ayuda. Todo el mundo lo hace alguna vez.

Mi gran apoyo de hoy es el bastón de trekking que IronMan me ha prestado, junto con la mochila y el saco. Voy cambiándomelo de mano cuando noto que una rodilla me duele más que la otra. Ranita tiene los pies doloridos y le cuesta andar. Por eso, nos vamos turnando el bastón de vez en cuando. Pienso que el bordón es como los amigos: aunque sean tu apoyo para seguir adelante, en ocasiones tienes que andar sin ellos, para que sirvan de ayuda a otras personas.

En algunos tramos del camino, especialmente en las bajadas, Ranita y yo nos distanciamos. Nuestros pasos van a diferente ritmo y la distancia entre nosotras se acorta o alarga según las dificultades del Camino. E incluso, en esos tramos, no estamos solas ya que siempre hay alguien que te desea “buen Camino” o que incluso entabla conversación contigo. Esas personas son compañeros de viaje: pasan, hablas con ellos y luego, por una u otra circunstancia, se separan de ti. Los amigos de verdad son los que hacen el camino contigo y te ayudan cuando tienes problemas para avanzar, aunque a veces tengas que hacer algunos kilómetros en soledad. Siempre estarán contigo al final.

Unos kilómetros más allá de la mitad de nuestra jornada hacemos una parada para almorzar. Devoro con hambre y con prisa el bollito de leche con jamón york y queso antes de que se me congelen los dedos. El menú se completa con un Aquarius fresco por el aire casi invernal, que me calma la sed y el calor que tengo bajo el chubasquero. Para finalizar, una barrita de cereales con chocolate. Evidentemente, en este viaje no podía faltar este alimento indispensable en mi dieta.

Tras el descanso, nos cuesta volver a coger el ritmo. La parada no le ha sentado tan bien a nuestras piernas y pies como a nuestro estómago. Pero eso no nos detiene, sólo nos ralentiza un poco, hasta que nuestras articulaciones y extremidades vuelven a entrar en calor. Aunque el cansancio es inevitable: nuestro cuerpo acusa ya el ímpetu con el que cogimos los 20 kilómetros de ayer, a lo que se suma los 25 que acometemos hoy. Lo noto sobre todo en los últimos cinco kilómetros: empiezo a confundir distancias, números y horas. Hasta el punto de que tengo cierta sensación de mareo.

Pero todo llega y alcanzamos nuestra meta de hoy: Palas de Rei. Probamos suerte en el albergue público que, además, es el primero que encontramos en el pueblo. Parece que la fortuna nos sonríe y sí hay plazas libres. Además, en la entrada nos encontramos con las chicas del tren de Sarria y me vuelvo a alegrar por ese reencuentro. La hospitalera que atiende la cola que se forma delante de su mesa contrasta bastante con el ambiente reinante en el Camino: da órdenes con tono seco y responde de malas maneras a una petición de las chicas de Madrid.


En cuanto nos asignan una litera y dejamos las mochilas, vamos al bar de enfrente a comer. Es curioso cómo se magnifican cosas tan sencillas como una silla, una bebida fresca y un plato de comida. “Qué ricos están los espaguettis…. Bueno, es eso o que tengo tanta hambre que todo me sabe buenísimo”, le digo a Ranita. El camarero nos atiende con una amabilidad tal que parece mentira que estemos justo enfrente del albergue de la hospitalera del ceño fruncido. De hecho, cuando le pedimos la cuenta, nos dice que no nos preocupemos, dándonos a entender que no hay prisa por pagar e irnos, que podemos descansar tranquilamente. Tras 25 kilómetros andando, se agradecen pequeños gestos como ése.

De vuelta a nuestra habitación, nuestros compañeros de litera nos anuncian que el agua caliente se ha terminado, así que tendremos que esperar un poco para ducharnos. Entablamos conversación con unos extremeños que inevitablemente me recuerdan al hablar a mi alcaldesa de Zalamea. Compartimos la estancia con una de esas mujeres mayores llenas de vitalidad…tanta que ha adelantado a sus compañeras de viaje y va por libre. “En las últimas etapas iba con unos chicos jóvenes de Bilbao, pero iban más lentos que yo”, nos dijo. Eso da qué pensar…También está con nosotros un alemán que hace 40 ó 50 kilómetros al día. Ranita hace de traductora, con un inglés bastante fluido, a pesar de que ella dice que es el que aprendió en el colegio… y ya ha llovido desde entonces.

En una de esas conversaciones, el alemán pregunta que de quién es el palo con una serpiente tallada que hay junto a la puerta. La mujer vital responde que lo encontró un par de días atrás en un área de servicio con máquinas expendedoras. Pensó que alguien se lo habría dejado olvidado allí y lo cogió por si se encontraba a esa persona por el camino o en algún albergue, con la intención de devolvérselo. Añadió que la había ayudado mucho en una etapa muy larga y en la que estaba muy cansada. Desde entonces, le tenía cierto cariño. El alemán, tras escuchar la historia, sonrió y dijo (a través de la traducción de Ranita) que era suyo, que lo había tallado un día en el que llovía torrencialmente, para matar el tiempo. “It’s the destiny”, respondió alegre. La mujer hizo el ademán de devolvérselo pero él negó con la cabeza y le dijo que se lo regalaba, que ya encontraría otro. De hecho, se volvió, tomó su navaja y le preguntó sus iniciales a la mujer. En uno de los huecos libres de la madera, talló las iniciales de ambos. La historia de Aurora y René es de ese tipo de acontecimientos que te hacen plantearte si existe el destino o las “bonitas casualidades”.

Por la tarde, salimos a dar un breve paseo por el pueblo, a ver la iglesia por la que habíamos pasado por la mañana y a comprar la cena en el supermercado. En la calle, nos encontramos con los chicos del albergue de Portomarín. Ellos habían llegado un poco más tarde que nosotras y habían tenido que alojarse en un hostal. No es que nosotras fuéramos rápidas, sino que ellos hacían largas paradas para almorzar y comer. Nos propusieron tomar un café más tarde, a lo que dijimos que sí aunque sin saber muy bien cómo nos íbamos a poner en contacto en ese “luego” indeterminado.

De vuelta al albergue, nos quedamos hablando con Aurora, ayudándola a reorganizar sus futuras etapas. En vez de bajar al comedor a cenar, nos preparamos el bocadillo en la habitación (aún a riesgo de que la hospitalera nos regañara) y comimos con ella. Hablando de todo un poco, Ranita comentó que le había salido una ampolla en el dedo y Aurora se ofreció a curársela, usando la técnica del hilo y el yodo que me había comentado IronMan. Precisamente, pasó René por allí y, al ver la enfermería montada, nos mostró sus pies, con más de una herida en sus plantas. La mujer no dudó en hacerle una cura, mientras el alemán se hacía fotos, sorprendido con el método. Sin pretenderlo, con este gesto se completaba la cadena de favores entre ambos.

Alrededor de las 22.00 horas, las 12 personas que dormíamos en la habitación de aquel albergue decidimos de mutuo acuerdo apagar las luces. Tras desearnos buenas noches, como si fueras una pequeña familia, la mayoría nos metimos en nuestros sacos para dormir. Y digo “la mayoría” porque escuché a los extremeños seguir hablando en la oscuridad durante un largo rato. “Igual que mi alcaldesa de Zalamea”, pensé antes de cerrar los ojos, vencida por el sueño.