domingo, 15 de agosto de 2010

Camino de Santiago.- DIA 5

Siete de mayo de 2010. PEDROUZO-MONTE DO GOZO

MARRÓN

Cuando suena la alarma de mi móvil, que apago con un estratégico manotazo, me doy cuenta de que he dormido tan profunda y placenteramente que no he escuchado al resto de peregrinos que han madrugado antes que nosotras. “¿Qué no has oído nada?”, me pregunta Ranita, exasperada. “Pero si han estado hablando, haciendo ruido y molestando con la linternita. ¡Hasta he tenido que llamarles la atención!”, me explica, mientras me esfuerzo por imaginármela enfadada.

Mientras repito el mismo ritual de preparación de todas las mañanas, pienso con tristeza que ésta será una de las últimas veces que enrolle el saco, reestructure la mochila para que vuelva a encajar todo lo que saqué ayer y anude fuertemente mis zapatillas. En ese momento, caigo en la cuenta de que hoy me he levantado con menos dolor en mis articulaciones. Se ve que la mediciona que me dio ayer Ranita (y que casi causa mi muerte por ataque de tos repentino) ha hecho efecto, aunque las molestias siguen patentes.

Salimos del albergue, con una gran sonrisa de despedida al hospitalero, y nos vamos a desayunar a una cafetería. Los pies de Ranita empiezan a resentirse nada más cruzar la puerta de salida, así que avanzamos lentamente al bar más cercano que encontramos. Una vez dentro, mientras espero a que el parsimonioso camarero me sirva las tostadas, me fijo en la variedad de peregrinos que hay en el local: ingleses de avanzada edad, mujeres con ropa deportiva convenientemente conjuntada, una pareja perfectamente equipada para este tipo de viajes,… ¿Cómo puede ser que algo tan simple como andar pueda unir a personas tan diversas?

Abandonamos la cafetería a paso lento: a Ranita aún no le ha hecho efecto su medicina y yo ya empieza a notar otra vez ese latigazo frío en mis rodillas. Poco antes de salir del pueblo, nos sorprende una lluvia intensa que nos obliga a detenernos y cubrirnos cabeza y mochila. De hecho, cuando dejamos atrás las calles de Pedrouzo y nuestro campo de visión se abre un poco más, comprobamos sorprendidas que las nubes no nos dejan ver el horizonte. 

Rodeadas de ese borroso marco gris, nos adentramos en otro de tantos bosques de eucaliptos. Andamos un largo trecho, flanqueadas por estos altos y estirados guardianes vegetales. Durante esta larga caminata, alterno momentos de paréntesis mental con otros de auténtico bombardeo de pensamientos. Se nota que es una de nuestras últimas etapas…


Hoy nos esperan sólo 15 kilómetros por delante, ya que hemos decidido retrasar la llegada a Santiago de Compostela, haciendo una parada en Monte do Gozo. Por un lado, el amigo de Ranita que nos va a acoger en su casa cuando lleguemos a nuestro destino tiene un compromiso esta noche que le obligaría a no poder atendernos como le gustaría, así que optamos por no complicarle sus planes. Por otro lado, calculamos que llegaríamos a la catedral a mediodía, lo suficientemente tarde como para no poder entrar a la misa del peregrino y lo suficientemente cansadas como para no poder disfrutar de ese ansiado momento. Así que optamos por dejar los últimos cinco kilómetros para mañana.

La etapa transcurre lenta y sin prisas, posiblemente por la facilidad de la jornada o porque nuestras lesiones de peregrinas no permiten un ritmo mayor. ¿O tal vez, inconscientemente, estemos retrasando la llegada a Santiago para que esta magnífica experiencia no se acabe aún? Los sentimientos se entrechocan en mi interior: la cantidad de experiencias que aún podría vivir se oponen a la nostalgia y a la necesidad de un verdadero descanso, en una lucha encarnecida donde no se dibuja un claro vencedor. Sea como sea, tengo la impresión de que éste es uno de los días con más silencio de todo el viaje, algo que degusto tranquilamente, dejando que la paz se extienda por todo mi cuerpo y mi mente.

Mientras voy caminando, me doy cuenta de que hoy el día se ha teñido de marrón, por el barro que se ha formado con la lluvia, por las hojas que se han caído de los árboles y por esa extraña sensación de alegría y pena que siento al pensar que pronto llegaremos al final del Camino. Esa amalgama de sentimientos también es marrón, como cuando mezclabas todos los colores de los rotuladores Carioca y obtenías ese tono profundo e indefinido. 


Dejamos atrás el suelo sin asfaltar para continuar nuestra andadura a un lado de una carretera secundaria, donde nos encontramos con una pintada: “Yellow arrow = Your path?” (Flecha amarilla = ¿Tu camino?). Este mensaje me hace pensar que tal vez todos sigamos el mismo recorrido, pero la diferencia entre cada persona, lo que distingue su vida del resto, es la forma de recorrerlo, cuándo parar, qué llevar consigo mismo,… Esos pequeños matices son lo que determinan que cada uno sea distinto y respetable en su individualidad.

Calculamos que ya debemos de estar a mitad del camino, pero no encontramos ninguna indicación con los kilómetros que restan para llegar a Santiago. Ni las flechas garabateadas sobre cualquier superficie plana ni los mojones de piedra que lindan con el sendero incluyen ya ningún número que nos indique por dónde andamos. Me quejo en voz alta, aunque sé que no encontraré ninguna respuesta, salvo las risas y la mirada condescendiente de Ranita. En el fondo, creo que es lógico que desaparezcan estas indicaciones: en la vida, no siempre sabes cuándo va a empezar o a terminar una determinada etapa; sólo puedes seguir caminando y ver lo que te depara el Camino.

De pronto, encontramos una señal que nos inyecta una buena dosis de energía: hemos llegado al municipio de Santiago. Allí nos hacemos las fotos de rigor, contagiadas del entusiasmo del resto de peregrinos que también hacen una parada allí para inmortalizar este hito del Camino.


A estas alturas del viaje, ya hemos perdido de vista a todas las personas con las que habíamos coincidido durante nuestro recorrido: los chicos de Albacete estarán en Santiago de Compostela, las chicas de Madrid nos llevan ya muchos kilómetros de ventaja y quién sabe dónde andarán nuestros compañeros del albergue de Palas de Rei. Sin embargo, no estamos solas: decenas de peregrinos nos guardan las espaldas y otros tantos nos abren paso. De hecho, la cercanía a nuestro destino común se nota en los comentarios que intercambiamos: “Ánimo, ya falta poco”, “Vamos que ya estamos llegando”,… Hay alegría en cada una de esas palabras y en cada una de las caras que te miran para darte aliento. Y mi sonrisa al responderles no puede ser más grande.

En ese sentido, pienso que todos los Caminos y todos los peregrinos son respetables, empiecen donde empiecen y lo hagan como lo hagan (a pie, con coche de apoyo, bicicleta,…). El simple hecho de tomar esa decisión, sea por la razón que sea, y poner todo su empeño a lograr su meta, medida en kilómetros o en objetivos, es digna de admiración. 

Contagiadas del buen ambiente que se respira en el último tramo, Ranita y yo afrontamos los kilómetros finales entre risas y bromas. Pasamos junto a las balizas del aeropuerto, a sabiendas de que estaremos por ahí en unos cuantos días. Nos sorprenden las innumerables cruces hechas con ramas y palos que otros peregrinos han dejado amarradas a las vallas metálicas que delimitan el aeródromo. Atravesamos una interminable y recta carretera asfaltada, flanqueada por inmensos árboles, que según nuestros mapas desemboca en el ansiado Monte do Gozo. A medida que vamos viendo las instalaciones de TVG y RTVE, restamos kilómetros de nuestra cuenta mental. La alegría se desata cuando vemos el primer cartel que nos señale el camino al Monte do Gozo. Aunque nuestros ánimos se tiemplan cuando vemos la cuesta que nos separa de nuestro destino. 


Tras una fatigosa y lenta caminata entre casitas bajas y palabras de aliento entre nosotras, alcanzamos la ermita de San Marcos del Monte do Gozo, donde entramos a sellar la credencial. En cuanto subimos a lo alto, constato que el nombre del lugar no es casual. Realmente siento una tremenda alegría y satisfacción que no esperaba experimentar. ¿Qué tiene de especial este sitio, más allá de su acertada denominación? No lo sé a ciencia cierta, pero he de reconocer que, cuando vi el perfil de Santiago de Compostela a lo lejos, no pude evitar una que nerviosa felicidad se expandiese por todo mi cuerpo. 


Con energías renovadas, bajamos las escaleras que nos separaban del inmenso albergue (que puede albergar hasta 800 personas en un año Xacobeo, según leímos en la leyenda de nuestros mapas). En esta ocasión, nos toca esperar a que abran las puertas porque hemos llegado antes de lo que estábamos acostumbradas en los anteriores hospedajes. Me sorprende nuevamente ver la cantidad de peregrinos canosos que han completado este tramo del Camino y que, al menos aparentemente, están en mejores condiciones físicas que nosotras. Escuchando los comentarios de las personas que esperan junto a nosotras, recuerdo que los chicos de Albacete nos habían dicho que en el Monte do Gozo había muy buen ambiente, por la cercanía a Santiago.

Una vez dentro, la hospitalera nos atiende con una sonrisa y grandes dosis de amabilidad (¡qué lejos quedan las malas maneras de la encargada del albergue de Palas de Rei!). Nos dirigimos a nuestra habitación, que poco a poco se va llenando con dos mujeres, un hombre al que sólo vi dormido y un grupo de chicos sordomudos tan simpáticos como amables. Tras descansar un poco, bajamos la larga cuesta que nos separaba del restaurante, donde comimos entre trabajadores de las instalaciones, peregrinos que hacían un alto en el Camino y otros que ya volvían de la capital con sus Compostelas. 


La tarde transcurrió tranquila y aburrida ya que no había pueblo cercano por el que pasear (perdón, lo correcto sería decir “cojear”) ni ningún supermercado donde comprar algo para cenar dentro de la Ciudad de Vacaciones Monte do Gozo, donde está ubicado el albergue. Tras un insulso paseo por las instalaciones, optamos por tomar algo ligero en la cafetería a una hora indeterminada entre la merienda y la cena. Mientras comemos, recibo una llamada de la que escribe de ocho a ocho y media que me pregunta si es verdad que el Camino es tan espiritual como dicen. En medio de mi explicación, mi móvil se queda sin batería. Pero la conversación continúa con Ranita, intercambiando franca y abiertamente nuestra visión personal de esta experiencia que estaba a punto de finalizar. Es curioso que en todo ese tiempo juntas no hubiésemos hablado de ese tema. Aún así, disfruté mucho de ese rato de charla distendida y profunda.

De vuelta al albergue, nos tomamos un chocolate caliente en la máquina expendedora de la sala común mientras hojeamos el libro de visitas. Después, dado que no hay mucho más que hacer, volvemos a la habitación, sigilosas, pues nuestros compañeros ya se habían ido a dormir. “Esta es mi última noche en un albergue”, pienso con cierta tristeza. Pero me obligo a cerrar los ojos y a dormir porque mañana es el gran día.