Cinco de mayo de 2010. PALAS DE REI-ARZÚA
AZUL Y GRIS
El ir y venir de nuestros compañeros de habitación hacen que abandone lenta y gradualmente el mundo de los sueños de manera que, cuando suena la alarma de mi móvil, ya estoy casi despierta. Tras bajar de la litera y ponerme las zapatillas, echo un vistazo a la calle, desde la pequeña ventana del albergue pues la previsión del tiempo que vimos ayer no era muy esperanzadora: en Villafranca del Bierzo, a cinco etapas de distancia de donde nos encontramos está nevando. Por suerte, las calles de Palas de Rei amanecen secas pero me temo que los termómetros aún no se han levantado.
Apenas 20 minutos después, ya estoy vestida y lista para salir, pero Ranita todavía tiene que vendarse los pies, así que la espero sentada junto a los cristales, con la mirada fija en el horizonte que se pierde entre los tejados del pueblo.
Salimos las últimas de la habitación y bajamos lentamente los dos pisos que nos separan de la calle. Por no andar mucho y por el buen trato que nos dieron ayer, decidimos desayunar en el bar que hay justo enfrente del albergue. Ranita pide dos desayunos completos: café, Cola-Cao y tostadas. Pero el camarero nos entendió mal y nos trajo dos “desayunos completos” tal y como figuran en la entrada del local: tostadas, zumo y el café y el Cola-Cao. Como ésta es la comida más importante del día, decidimos alimentarnos bien, aunque hoy andaremos menos kilómetros que en días anteriores. Lo habitual en esta etapa es llegar hasta Arzúa pero los 39,1 kilómetros que hay que recorrer para completarla nos asustan, sobre todo teniendo en cuenta cómo están nuestras articulaciones de cadera para abajo. Así que nos reafirmamos en la decisión que tomamos en Portomarín: pararemos en Melide, a mitad de camino. Según la información de los albergues que imprimí de Internet, el albergue de esa localidad estaba en remodelación hasta mayo de 2010. Así que espero que ya hayan terminado o, en el peor de los casos, otro albergue cerca.
Emprendemos el Camino con ganas de que nuestras articulaciones entren pronto en calor y dejar atrás las molestias musculares. A los pocos kilómetros de abandonar la civilización, nos adentramos en un bosque de robles y eucaliptos, propio de los cuentos de hadas. “Con razón dicen que por aquí hay meigas”, dice Ranita, enlazando a la perfección con mis pensamientos. A esta ilustración fantástica se añaden innumerables riachuelos de mayor o menor caudal, alimentados por las lluvias de los últimos días. Levanto la vista y compruebo que, a pesar de las previsiones meteorológicas, las nubes nos han dado hoy un poco de tregua. El día de hoy se tiñe de un degradado azul grisáceo: desde el celeste del cielo hasta el gris de la piedra pizarra que procuro pisar con cuidado para no tropezar.
Mientras intento olvidar las molestias de mi rodilla derecha, me acuerdo de los pies heridos y vendados de Ranita. Pienso, egoístamente, que el dolor que no se ve, el que va por dentro, es igual o peor que el que se ve. Y no puedo evitar relacionar esta reflexión con esas lágrimas que se quedan detrás de los párpados. “La procesión va por dentro”, como diría mi madre.
Nuestros pasos son lentos, tanto por las dolencias físicas como por la tranquilidad con la que afrontamos la etapa de hoy, de apenas 15 kilómetros. Y así, poco a poco, alcanzamos Melide. Nos desviamos de la cola de caminantes que continúan el Camino para llegar al albergue provisional de peregrinos (¡menos mal!) siguiendo los carteles indicativos. Encabezo la marcha, pues la idea de una cama y un sitio donde sentarme me dan fuerzas para seguir. Ranita va un poco más rezagada pues las rozaduras de las botas le hacen tanto daño que ya anda medio cojo. Damos un largo rodeo al pueblo, sin saber muy bien si vamos en la dirección correcta. Preguntamos a un hombre que paseaba a su perro para asegurarnos y, lentas pero contentas, llegamos a una nave-polideportivo donde, según un letrero, está el albergue provisional.
Nada más cruzar la puerta y pasear la mirada por el interior del recinto, vemos algo que nos produce una extraña mezcla entre la risa nerviosa y la desolación. Justo en medio del polideportivo, hay tres viejas literas de madera roja, rotas y destartaladas. Sí, en el fondo sabemos que “eso” no es el albergue provisional, pero no podemos negar que esa idea ha pasado por nuestra mente, aunque sólo fuese de manera fugaz. Un grupo de peregrinos que había llegado antes que nosotras, bromean diciéndonos que ahí es donde tenemos que dormir. Nos limitamos a sonreír porque estamos tan cansadas que no nos apetece seguirles el juego.
A los lados de la nave hay unas casetas prefabricadas, con un cartel en la puerta que indica que abren a partir de la 13.00 horas. A pesar de la escasez de información, deducimos que las verdaderas camas están detrás de esos muros de contrachapado y decidimos esperar. Aunque esta solución es muchísimo mejor que la de las aisladas literas, comentamos que la noche será muy fría en esas habitaciones, inmensamente pequeñas en comparación con los altos techos del polideportivo. “¿Qué hacemos?” es la pregunta que nos ronda la cabeza y que, finalmente, una de las dos plantea. Mientras sopesamos nuestras opciones, sacamos nuestro pequeño bocadillo de jamón y queso y una barrita de cereales para reponer fuerzas. Ambas estamos bastante perjudicadas y nuestro ritmo es bastante lento. Además, releemos en mis mapas que el próximo pueblo con albergue está a unos 10 kilómetros andando. Dada la hora que es, tememos que cuando lleguemos a Castañeda, el albergue ya esté lleno. Sopesamos también la opción de quedarnos en Melide pero en otro tipo de alojamiento, como un hostal.
Tras una ronda de ibuprofeno, regada con una lata de Aquarius, decidimos ponernos en pie y llegar hasta Castañeda, vivas o semivivas. Callejeamos un poco por el pueblo, preguntamos a otra persona por dónde queda el Camino de Santiago y, lentamente, nos incorporamos a la fila de peregrinos. Poco a poco, las medicinas van haciendo efecto y nos encontramos con más fuerzas. Vamos hablando durante la mayoría del trayecto. Las risas, los chistes malos y los comentarios jocosos se suceden hoy con más frecuencia que otros días. “Esto es por las drogas”, dice Ranita.
No dejan de sorprenderme los espesos bosques que flanquean la senda con eucaliptos altos y delgados, como elfos sacados de algún cuento fantástico naturista. Mientras miro la interminable fila de árboles, alineados siguiendo una cuadrícula invisible, decido mentalmente que estos bosques de hadas gallegos son mi parte favorita del Camino.
Las cuestas abajo ralentizan nuestros pasos más que las cuestas arriba: cargamos el peso del cuerpo en nuestras doloridas articulaciones y esto hace que los demás peregrinos nos adelanten con más facilidad que en otros tramos. “Ya sabemos por qué llaman a esta etapa el ‘rompepiernas’, ¿no?”, le digo con ironía a Ranita. Lo que no sabíamos es la empinada cuesta que teníamos que “escalar” para alcanzar nuestro destino. Sobre todo, si ves que un peregrino de pelo canoso sube con más brío y menos fatiga que tú.
Llegamos a Castañeda y nos plantamos en la acera, justo enfrente del primer bar-cafetería que hay a la entrada del pueblo. “¿Cómo estás?”, nos preguntamos la una a la otra. Y la respuesta nos sorprende a ambas: bastante bien. “¿Qué hacemos? ¿Tiramos para Arzúa? Son sólo 6 kilómetros y pico”, nos preguntamos. Y la respuesta nos da risa nerviosa: “¡Vamos! De perdidos al río”. Lo que inicialmente iba a ser una etapa fácil de unos 15 kilómetros y pico se va a convertir en la jornada más larga de nuestro Camino. A pesar de ello, nos brillan los ojos por la emoción.
Decidimos comer algo rápido en Castañeda para descansar y llegar pronto al albergue de Arzúa. Aunque sé que es de muy mala educación, me desabrocho las botas nada más sentarme en la mesa. Progresivamente me voy quitando capas y capas de ropa. En ese momento, bendigo mentalmente al inventor de las sillas. Pedimos unas Coca-Colas y dos bocadillos de jamón que me saben a gloria. Lo mismo que los espaguetis de Palas de Rei.
Descansamos un rato, con la mirada perdida en la cazuela humeante que remueve Arguiñano en la televisión del bar. Antes de salir, me vendo el dedo meñique con un poco de esparadrapo para evitar que la incipiente rozadura de mi pie se convierta en ampolla en los últimos kilómetros de la jornada.
Al poco de abandonar el restaurante, ambas coincidimos en que estamos físicamente mejor después de la parada en Castañeda. Así que seguimos caminando, con fuerzas renovadas en el cuerpo y en el ánimo, hasta el final de la ruta de hoy.
El cambio de planes de hoy me hace pensar. Aunque intentes adaptar el Camino a ti, finalmente eres tú el que tiene que adaptarse a él. Te marca el ritmo de la andadura y la distancia de tus pasos, al margen de tu estado físico y de lo que hayas decidido inicialmente.
En cuanto vemos el cartel de la avenida de Lugo, sabemos que estamos entrando en Arzúa. Sin embargo, esa distancia que creíamos corta se nos hace larga y difícil, pues nuestro objetivo parece más lejos de lo que creíamos. Pero nos animamos mutuamente para hacer más llevaderos esos últimos pasos.
Gritamos de alegría cuando por fin vemos el cartel de entrada a Arzúa y nos detenemos unos minutos para hacer fotos, pues la ocasión lo merece. Sin dudarlo, entramos en el primer albergue que encontramos en el que todavía quedan muchas camas libres, a pesar de nuestro temor no encontrar sitio.
Al salir del baño, tras darnos una buena ducha, nos encontramos con los chicos del albergue de Portomarín (a partir de ahora, los chicos de Albacete, por su procedencia). ¡Qué casualidad! No pensábamos encontrarnos con ellos porque nosotras íbamos a parar en Melide. Las casualidades del Camino. Como se instalan justo en las literas que hay frente a las nuestras, charlamos un rato sobre cómo nos ha ido la jornada, a qué se dedican y qué tiene la máquina expendedora del albergue.
Cojo el móvil y marco el teléfono de casa, para saber qué tal están y hablo con mi hermana durante un buen rato. También aprovecho para llamar a mis tías y a mi abuela, que me manda muchos besos que le devuelvo multiplicados por dos. Unos minutos después, suena el teléfono: es la que escribe de ocho a ocho y media. Le hago un resumen rápido de esta jornada y la anterior, hasta que se corta la llamada y no consigo volver a contactar con ella.
Mientras esperamos que termine la secadora con la ropa lavada a mano de hoy, nos acercamos a un supermercado cercano para comprar la cena, pues hemos visto que este albergue sí tiene platos y un microondas. Nuestra imagen es la antítesis del glamour: mi pelo suelto sin peinar para que termine de secarse, un chubasquero tres tallas más grande, un pantalón de chándal y unas sandalias con calcetines blancos al más puro estilo guiri. Si San Vogue me viera, seguro que me excomulga.
Poco antes de ponernos a cenar, me llama la que no sabe nada y le cuento el día y lo que nos espera mañana. ¡Qué ilusión me ha hecho hablar hoy con todas mis niñas! Una pizza precocinada al microondas, patatas fritas, Aquarius y un chocolate caliente de la máquina componen nuestra cena casera.
Los chicos de Albacete, sentados en la mesa de enfrente, nos invitan a jugar a las cartas, después de comer. Y esta noche sí que aceptamos. Repasamos los nombres de cada uno e intento recordarlos mientras me explican las reglas del juego. Entre bromas, jugadas traicioneras, risas y demasiados naipes en las manos, nos dan las once y pico de la noche.
Volvemos a las literas y nos intercambiamos los correos electrónicos porque mañana salimos a distinta hora y ellos quieren completar casi dos etapas nuestras, hasta Monte do Gozo. Una vez dentro de mi saco, mientras ellos todavía están hablando y picándose con la linterna, sentencio mentalmente que esta jornada del Camino ha sido la más dura, la más bonita y la que más significado reúne de todas las que hemos recorrido y, probablemente, de las que haremos (al menos este año). Y me duermo con una sonrisa en los labios, tapada por la oscuridad.
Qué casualidad, Blanca también me llamó cuando llegué a Arzúa XD. Y no subestimes a los peregrinos canosos, son los más motivados.
ResponderEliminarYa se echaba de menos una nueva crónica, jejeje.
ResponderEliminarAl final fueron los casi 40 kilómetros, ¿no? Es una verdadera machada, de verdad. Tantos kilómetros tras dos días de marcha forzando la máquina tienen mucho mérito. Supongo que hay un momento en el que el cuerpo entra en dinámica y ya te pide más, por eso os encontrasteis tan bien y pudísteis seguir.
Lo más llamativo es leer cómo a la vez, aunque os entrase el cuerpo en esa dinámica que digo, los daños por "chapa y pintura" son cada vez mayores... y lo mejor es que esos daños no hagan mella en vuestro ánimo de peregrinas.
Gracioso lo del "super-peregrino" canoso; me recuerda a la entrada de mi blog esta en la que decía que un hombre mayor con una bici malísima me sacó los higadillos un día. Es que no sé de qué están hechos, debe de haber alguna relación entre el pelo canoso y la resistencia a machete... me recuerda a la serie aquella de la tele en los ochenta, la superabuela :p. En fin, no hay que subestimar el poder de las canas :).
Bonita entrada, como la etapa. Hasta la próxima ;)
Después de cinco días y cuatro comidas de tupper frente al ordenador, ¡por fin me lo leí! Me ha gustado mucho.
ResponderEliminar¿Una 'cartilla de la mili' para que las entradas no sean tan distanciadas...? :-P
@Laura: Había más de un super-abuelo en el Camino (sobre todo, ingleses).
ResponderEliminar@Goldman: Finalmente, fueron 30 kilómetros. Yo creo que tienes razón: después de los primeros kilómetros del día en los que entras en calor, ya casi te da igual lo que te echen. Al final, nos quedó una etapa digna de recordar :-)
@M.San Felipe: ¿"Una cartilla de la mili"? Lo que me hace falta es tiempo libre :-S
La etapa más dura... pero la más bonita... ¡sin duda!
ResponderEliminar¿Recuerdas nuestra frase al llegar a Castañeda? "¿Qué hacemos? No sé, ¿tú qué piensas? No pain, no glory? ¡¡PERFECTO!!" xD
Y creo que el hecho de que fuera la más dura físicamente hizo que metiéramos más de lleno en la naturaleza y en la peregrinación, porque yo recuerdo meterme en lo más profundo de mis pensamientos y meditar sobre muchas cosas... y el sentimiento de solidaridad también creció en mí, por el dolor mutuo y propio... por el resto de caminantes... por todo lo que me rodeaba en general.
Como digo, ¡la mejor etapa! Y la que más recuerdos y anécdotas emotivas tiene ;)
@Tamara: ¡Es verdad! El lema de aquella camiseta cobró sentido el día de la etapa más dura y bonita. ¿Qué haría yo sin tu prodigiosa memoria? :-)Sin duda, la mejor etapa.
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