viernes, 12 de noviembre de 2010

Frío

Nada más despertarme, aún legañosa y torpe, realizo uno de los mayores esfuerzos físicos del día: doblarme hasta que mi mano toca el suelo, en busca de mis calcetines altos y gruesos, adornados con casitas y estrellas en tonos rojos y verdes. Con movimientos lentos y pastosos, palpo el respaldo de la silla que hay junto a mi cama, hasta que reconozco el tacto afelpado de mi bata rosa. Automáticamente, me la pongo sobre los hombros, cerrándola sobre mi pecho con ambas manos; éste es “mi uniforme de casa”, como le digo a mi padre cuando me echa la bronca por seguir en pijama un sábado a las 14.00 horas. Sin prisa, abandono definitivamente la cama y me acerco hasta el pequeño calefactor que hay en una esquina de mi habitación. Lo enciendo, como hago mecánicamente todas las mañanas, para que empiece a salir aire caliente que caldee la estancia mientras desayuno.

En la cocina, todavía sin actividad cerebral destacable y con cara de seguir aún entre las sábanas, me tomo mi café caliente y una tostada. Acurrucada en la silla, con las manos entre las rodillas, dejo que mi cuerpo vaya reaccionando poco a poco.

Cuando termino, vuelvo a mi habitación, ya templada, y me meto bajo el edredón, sin que mi bata se mueva un ápice de mis hombros. Sólo son dos minutos, lo prometo… Es mi último momento de soñolencia antes de ponerme completamente en marcha.

Abro el armario y recorro las perchas con la mirada, de izquierda a derecha. Mi madre ya me ha avisado de las condiciones meteorológicas que hay al otro lado de la ventana (información que ha contrastado concienzudamente en varias cadenas de televisión durante el telediario de anoche y el de esta mañana). Mis neuronas se ponen lentamente en marcha, valorando la temperatura exterior, las labores a realizar en el día de hoy y el lugar en el que voy a ejecutarlas. Sobre mi cama se van amontonando prendas, destinadas a conseguir el “efecto cebolla” tan propio de mí: una camiseta interior, un jersey de cuello vuelto, una chaqueta de punto, unos vaqueros y unos calcetines hasta las rodillas.

Con todo el dolor de mi corazón, me desprendo de mi bata. Sin apenas tiempo para despedirnos, la sustituyo por la camiseta, el jersey y la chaqueta. Con la parte de arriba a cubierto, ya no hay problema para seguir con los pantalones y calcetines. Minutos después, antes de salir de casa, me anudo mi bufanda al cuello y me cierro el abrigo, para que el golpe con la cruda realidad sea lo más llevadero posible.

Una vez en el coche, si arranca a la primera (o, al menos, a la segunda), evalúo poner o no la calefacción, pensando si puedo robarle un poco de energía al motor o tendré que aguantarme con la temperatura ambiente para que no me deje tirada. En los semáforos, mientras canturreo las melodías que suenan en la radio, me froto las manos y la nariz, para atemperarlas.

En la oficina, me lanzo de cabeza a encender la bomba de calor del aire acondicionado. Nunca había apreciado tanto el valor de la calefacción hasta que nos instalamos en el nuevo local. “Chicas, enciendo el aire”, “Oye, voy a quitarlo, que me estoy cociendo”, “Lo vuelvo a poner un rato, ¿vale?”, “Apágalo, por favor, que me está dando sueño”,… son las frases típicas de nuestra jornada laboral en las últimas semanas y en las venideras. Ya me he acostumbrado a tener las manos, los pies y el resto del cuerpo a diferentes temperaturas. Además, he desarrollado una curiosa habilidad para evitar tener que ir al baño durante las horas de trabajo, pues en esa estancia no llega el calor del aire acondicionado.

En la hora del café me he acostumbrado a pedir una infusión, una taza de agua casi hirviendo, con su bolsita correspondiente de poleo-menta, que rodeo con mis manos mientras hablamos de temas laborales y personales. A sorbos, voy reequilibrando de nuevo los grados centígrados de todo mi cuerpo.

Y a la salida, de nuevo, bufanda y abrigo, calefacción sí o no, calcetines altos en casa, bata cuando siento corrientes de aire e infusión después de comer.

¿Os he dicho ya que odio el frío?

8 comentarios:

  1. Lástima de euromillones para poder tener una casa aquí y otra en Australia e ir de un hemisferio a otro según donde más calentito se esté.

    Estoy contigo, ¡yo también odio el frío!

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  2. ¡Ay! Cómo me he reído con el momento bomba de calor. ¡Es tan real! Jajajajaaja!

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  3. Pero si aún estamos en noviembre. A lo mejor es que soy muy valiente, porque sigo con la cazadora (aún ni me he arrimado al abrigo) y además trabajo en la sierra.

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  4. @Goldman: Hombre, no está mal eso de cambiar de hemisferio según llegue el frío... pero Australia pilla un poco lejos. ¿Qué tal las Islas Canarias?
    @M. San Felipe: Ay, morena... ¿qué te voy a contar que tú ya no sepas? :-P
    @Laura: Ya, maja, eso es lo peor... que aún estamos en noviembre. A lo mejor, con eso de ir a currar a la sierra, te has inmunizado contra el frío.

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  5. Yo también odio el frío. ¿Y si trasladamos nuestra sede?

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  6. Os podéis trasladar a la Sierra, aquí en el local tenemos espacio de sobra porque la tele y la radio con las que compartíamos sede se han largado. A María seguro que no le importa que le acerquéis el lugar de trabajo.

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  7. Uhm pues yo odio el calor, prefiero el frío y llevar doce capas de ropa, que contra el calor no puedes hacer nada!

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  8. @Blanca: ¿Estás segura de que quieres trasladar la sede? Con lo que te costó encontrar una oficina que nos gustase a las tres :-S
    @Laura: No es buena idea mudarnos a la sierra: la idea es huir del frío, no meternos de cabeza en él.
    @La mujer del médico: Racionalmente es mucho más incómodo el calor, lo sé... Pero yo prefiero el abanico al calefactor (¿será por mi ascendencia andaluza?).

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