martes, 14 de diciembre de 2010

Este otro estado de alarma

Un profesor de la universidad nos dijo una vez que al lector no le interesan las excusas o las dificultades que hayamos tenido para acceder a tal fuente o por qué no aparece tal dato en nuestro reportaje (a excepción de que seas Juan José Millás, añado yo). Como estas líneas no pueden adscribirse a ningún género periodístico ni tampoco soy una columnista de renombre (aún…), tengo que disculpar la ausencia de posts estos días. Las musas me han abandonado, pero dejándome con la grata compañía de las hermanas Pereza y Procrastinación que velaban mi reposo mientras veía series por Internet, aderezadas con alguna infusión o bombón de chocolate.

Pero una noticia que he escuchado mientras cenaba, me ha sacado de mi estado de letargo literario. Hace unos días comentaba con mis amigas-socias-compañeras de trabajo la decisión de Prisa de deshacerse de CNN+. Aunque no me considero fiel seguidora del canal de noticias continuo, sí confieso que he recurrido a él cuando he tenido que saciar mi instinto periodista ante catástrofes, sucesos de alcance y demás bombazos informativos. Aunque ahora podamos seguir acudiendo al canal 24 horas de RTVE, siempre echaré en falta esa otra fuente de noticias (aunque, como cualquier medio, no sea puramente ambidiestro y escriba mejor con la mano izquierda que con la derecha).

Con el eco de este anuncio todavía en mis oídos, en la televisión conectaban por teléfono con Iñaki Gabilondo para preguntarle sobre su posible adiós al ejercicio de la profesión. ¿Qué? ¿He oído bien? En ese momento, no puedo evitar acordarme de aquel verano de 2005, cuando el jefe de la Cadena Ser de Burgos, donde yo hacía las prácticas por aquel entonces, anunciaba que Iñaki dejaba ‘Hoy por hoy’. Un golpe me recuerda al otro, aunque el más reciente parece sólo un rumor, a pesar de que venga de boca del mismísimo protagonista.

Sea como sea, sólo la posibilidad de su retirada, al hilo del fin de una cadena de noticias que lleva 11 años en antena, me hace plantearme si la crisis actual ya ha alcanzado al periodismo. Precisamente ahora, que necesitamos información continua y actualizada para actuar consecuentemente, nos cierran una ventana. Precisamente ahora, que necesitamos comunicadores que nos cuenten lo que sucede ahí fuera con seguridad y aplomo, comienza a acallarse una de las voces más características de las ondas.

En cuanto termino de cenar, me lanzó al ordenador para twittear este otro estado de alarma. “Por el bien del Periodismo: #Gabilondo, por favor, aguanta un poco más; no nos dejes ahora”. No soy la única.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Internet no es para tímidos

Hay que hablar. Anunciar cualquier hecho, relevante o absurdo, que se haya producido en el día. Decir los planes para el futuro, da igual si son a corto o largo plazo. Opinar sobre los temas que se dominan y también sobre aquellos de los que todo el mundo habla pero nadie conoce en profundidad. Hacerse eco de las noticias, importantes o banales, que aparezcan en los medios. Criticar o alabar la última palabra o movimiento del personaje público de turno. Expresar el estado de ánimo, con independencia de si la cara lo refleja o no.

Hay que compartir. Reenviar la última presentación de diapositivas de temática social o sentimental. Copiar y pegar ese acontecimiento curioso pero insustancial para la vida diaria. Comentar la situación cotidiana o noticia de alcance que otra persona haya lanzado. Participar en debates sin invitación ni moderador. Escribir a tiempo real lo que se ve o se oye en un determinado momento. Insertar ese fantástico vídeo, por su calidad técnica sin gracia o por su gracia sin calidad técnica.

Hay que mostrarse. Publicar una foto de primer plano para que se sepa a qué cara corresponde un nombre y apellido. Etiquetarse en las imágenes, sin importar qué se está haciendo en ellas o siquiera si se aparece físicamente o no. Permitir que la gente conozca lo que haces o dices. Dejar constancia, con imágenes en movimiento, de situaciones cotidianas llevadas al absurdo o de circunstancias artificiales creadas para despertar emociones.

Eso es lo que he aprendido después de tres días oyendo hablar sobre redes sociales, medios on-line, dispositivos táctiles 3G y contenidos virales. Visto así, Internet parece un lugar menos idóneo para una persona introvertida y, sin embargo, yo (máximo exponente de la timidez) me desenvuelvo en él con soltura.

Es lo que hay, con lo que he crecido y lo que me espera en el futuro. Cierto es que deben tomarse ciertas precauciones (intentar controlar quién ve tus fotos, considerar qué comentarios pones en determinadas redes, meditar bien el alcance que puede llegar a tener lo que subas a la Red,…) pero hay que tomar este tren, aunque vaya demasiado rápido, porque va hacia delante y no espera a nadie. Yo ya me he acomodado en uno de esos vagones: ahora soy una tímida 2.0.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Frío

Nada más despertarme, aún legañosa y torpe, realizo uno de los mayores esfuerzos físicos del día: doblarme hasta que mi mano toca el suelo, en busca de mis calcetines altos y gruesos, adornados con casitas y estrellas en tonos rojos y verdes. Con movimientos lentos y pastosos, palpo el respaldo de la silla que hay junto a mi cama, hasta que reconozco el tacto afelpado de mi bata rosa. Automáticamente, me la pongo sobre los hombros, cerrándola sobre mi pecho con ambas manos; éste es “mi uniforme de casa”, como le digo a mi padre cuando me echa la bronca por seguir en pijama un sábado a las 14.00 horas. Sin prisa, abandono definitivamente la cama y me acerco hasta el pequeño calefactor que hay en una esquina de mi habitación. Lo enciendo, como hago mecánicamente todas las mañanas, para que empiece a salir aire caliente que caldee la estancia mientras desayuno.

En la cocina, todavía sin actividad cerebral destacable y con cara de seguir aún entre las sábanas, me tomo mi café caliente y una tostada. Acurrucada en la silla, con las manos entre las rodillas, dejo que mi cuerpo vaya reaccionando poco a poco.

Cuando termino, vuelvo a mi habitación, ya templada, y me meto bajo el edredón, sin que mi bata se mueva un ápice de mis hombros. Sólo son dos minutos, lo prometo… Es mi último momento de soñolencia antes de ponerme completamente en marcha.

Abro el armario y recorro las perchas con la mirada, de izquierda a derecha. Mi madre ya me ha avisado de las condiciones meteorológicas que hay al otro lado de la ventana (información que ha contrastado concienzudamente en varias cadenas de televisión durante el telediario de anoche y el de esta mañana). Mis neuronas se ponen lentamente en marcha, valorando la temperatura exterior, las labores a realizar en el día de hoy y el lugar en el que voy a ejecutarlas. Sobre mi cama se van amontonando prendas, destinadas a conseguir el “efecto cebolla” tan propio de mí: una camiseta interior, un jersey de cuello vuelto, una chaqueta de punto, unos vaqueros y unos calcetines hasta las rodillas.

Con todo el dolor de mi corazón, me desprendo de mi bata. Sin apenas tiempo para despedirnos, la sustituyo por la camiseta, el jersey y la chaqueta. Con la parte de arriba a cubierto, ya no hay problema para seguir con los pantalones y calcetines. Minutos después, antes de salir de casa, me anudo mi bufanda al cuello y me cierro el abrigo, para que el golpe con la cruda realidad sea lo más llevadero posible.

Una vez en el coche, si arranca a la primera (o, al menos, a la segunda), evalúo poner o no la calefacción, pensando si puedo robarle un poco de energía al motor o tendré que aguantarme con la temperatura ambiente para que no me deje tirada. En los semáforos, mientras canturreo las melodías que suenan en la radio, me froto las manos y la nariz, para atemperarlas.

En la oficina, me lanzo de cabeza a encender la bomba de calor del aire acondicionado. Nunca había apreciado tanto el valor de la calefacción hasta que nos instalamos en el nuevo local. “Chicas, enciendo el aire”, “Oye, voy a quitarlo, que me estoy cociendo”, “Lo vuelvo a poner un rato, ¿vale?”, “Apágalo, por favor, que me está dando sueño”,… son las frases típicas de nuestra jornada laboral en las últimas semanas y en las venideras. Ya me he acostumbrado a tener las manos, los pies y el resto del cuerpo a diferentes temperaturas. Además, he desarrollado una curiosa habilidad para evitar tener que ir al baño durante las horas de trabajo, pues en esa estancia no llega el calor del aire acondicionado.

En la hora del café me he acostumbrado a pedir una infusión, una taza de agua casi hirviendo, con su bolsita correspondiente de poleo-menta, que rodeo con mis manos mientras hablamos de temas laborales y personales. A sorbos, voy reequilibrando de nuevo los grados centígrados de todo mi cuerpo.

Y a la salida, de nuevo, bufanda y abrigo, calefacción sí o no, calcetines altos en casa, bata cuando siento corrientes de aire e infusión después de comer.

¿Os he dicho ya que odio el frío?

domingo, 24 de octubre de 2010

These boots are made for walkin'

Tras una eterna y agotadora semana de trabajo, por fin llegó el ansiado fin de semana. Tenía ganas de marcha y el sábado, en la celebración del cumpleaños de una amiga, pensaba darlo todo. “Este fin de semana voy a quemar Madrid”, le había advertido ya a Ranita.

Ese mismo día, por la tarde, me preparé a conciencia. Me lavé el pelo y me lo alisé meticulosamente. Al terminar y mirarme en el espejo, me sentí especialmente orgullosa de mí misma porque por fin había conseguido domar el remolino de mi cogote y dejarlo como el resto de mechones. El resultado no era perfecto pero, dadas mis escasas habilidades con el secador y el cepillo, acabé calificándolo como “satisfactorio”.

La segunda fase del proceso de transformación era relativamente fácil. Ya tenía pensado lo que iba a ponerme: unos pantalones negros, una chaqueta larga de punto del mismo color y una camiseta de manga corta que mi hermana me acababa de regalar hacía unos días por mi santo. No es que mi atuendo fuera la bomba, pero me hacía ilusión estrenarla. La imagen que me devolvío el espejo de mi habitación me gustó: sencilla con un toque elegante.

Después de cenar a la europea (es decir, a eso de las 20.30 horas), me di los últimos retoques de chapa y pintura. Me fui maquillando sin prisa pero sin pausa, siguiendo un cierto orden, buscando el equilibrio de colores y cantidades, arreglando desperfectos y recordando que menos es más. Tampoco soy experta en este campo, pero con el paso del tiempo creo que he conseguido sacarme mayor partido a mí misma. Tal vez por esa razón, disfruto de este ritual pre-fiesta que incluso en alguna ocasión ha conseguido borrar cierta desgana hacia el plan que me esperaba. Rematé el conjunto eligiendo un adorno para el pelo, hecho por mí misma, que iban en consonancia con los colores y prendas que llevaba.

Después de un par de pulverizaciones de colonia sobre cuello y escote, sólo me quedaba ponerme los zapatos y coger el bolso. Decidí ponerme mis botas de cuña negra con tiras. Es la primera vez que me las ponía desde el invierno pasado y sonreí al reencontrarme con ellas porque son unas fieles compañeras de los días más fríos: son bastante cómodas (todo lo que puede ser un zapato que te eleva 7 centímetros por encima del suelo) y combinan con casi todo (a medio camino entre lo arreglado y lo informal).

De camino al Metro, oía cómo mis pasos resonaban con contundencia sobre el asfalto. Me sentía elegante, segura de mí misma, con fuerzas para afrontar cualquier adversidad. Mi autoestima subía con el repiqueteo rítmico de mis tacones en el suelo. Recordé una frase que encontré de casualidad en un blog: "Dadle a una mujer el calzado apropiado y conquistará el mundo" (Bette Midler). Efectivamente, me di cuenta de que miraba a mi alrededor siete centímetros por encima de mi visión de esta última semana y eso me daba perspectiva y fuerzas para comerme la noche, el día siguiente y todos los que viniesen detrás.

Y en mi cabeza, de repente, sonó esta canción:

jueves, 14 de octubre de 2010

Fuerza

Después de una dilatada crónica sobre el Camino de Santiago (que se ha alargado más de lo que me hubiese gustado), vuelvo a mis posts cotidianos. Y precisamente esta temática tan simple, tan al alcance de la mano, se me atravesaba hace una semana, cuando me planteaba sobre qué escribir. Cierto es que, durante los meses en los que me he centrado en contar mi peregrinación, se me ocurrieron varias ideas para llenar las páginas virtuales de este blog. Pero mi empeño en no desviarme de mi relato del viaje y la imprudencia de no apuntar esas ocurrencias, han hecho que acaben devoradas por mi escasa memoria. También pensé en hacer un resumen de estos últimos meses, pero temía que el balance acabase saliendo negativo, sobre todo teniendo en cuenta mi recién estrenado cuarto de siglo.

La respuesta me llegó ayer por la mañana, entre legañas y café con leche, mientras la televisión parloteaba sola en la cocina. Durante la madrugada había comenzado la operación de rescate de los 33 mineros chilenos atrapados en una mina desde hacía 69 días. A esas horas, ya habían conseguido sacar a los dos primeros.

A pesar de que, hasta ahora, apenas había prestado atención a las noticias precedentes sobre este tema, en ese momento yo también me sentí alegre y aliviada al ver a los mineros fuera de su cárcel de piedra. Me enterneció ver el abrazo sencillo y breve de uno de los primeros rescatados a su mujer y a su hija. Me fascinó la fortaleza personal y la alegría de Mario Sepúlveda que, nada más salir de la cápsula Fénix, abrazó a su familia, saludó a todos los compañeros que esperaban fuera, regaló piedras de la mina a aquellos que habían participado en el rescate, cantó y coreó consignas de aliento para aquellos que aún seguían bajo tierra y aún tuvo aliento para bromear con el presidente de Chile.

Fascinada por esta noticia global, humana y feliz (como pocas en los telediarios) estuve al tanto de los sucesivos partos de tierra de cada uno de los trabajadores. A golpe de reportajes especiales en los diarios digitales y de actualizaciones en las redes sociales, fui confiriendo una personalidad a cada uno de los hombres que iban saliendo de aquel tubo metálico con los colores de la bandera chilena.

El telediario del mediodía era casi un monográfico del rescate en la mina de San José. Aproveché el sentimentalismo que explotaban los periodistas de todas las cadenas para recrearme conscientemente en esas escenas de abrazos, alegría y emoción del reencuentro. Y acabé siendo partícipe de sus sentimientos, a pesar de que no tengo relación alguna con ese país de Latinoamérica y que ni siquiera recordaba el número exacto de mineros afectados.

Durante el resto del día, seguí a través de la televisión y de Internet la cuenta atrás de la liberación, sabiendo que cada número menos era una tranquilidad más para todos los que estábamos pendientes de lo que ocurría en el Campamento Esperanza. Y esta mañana, de nuevo la misma televisión me narraba que todos los mineros ya estaban fuera.

Después de treinta y tres finales felices, seguía sin poder quitarme de la cabeza las imágenes de Mario Sepúlveda: esa arrolladora energía, esa vitalidad contagiosa e inimaginable tras más de dos meses rodeado de oscuridad y humedad. Su actitud me hizo pensar en cómo es posible superar (con creces) la adversidad y salir fortalecido. E incluso, transmitir ese empeño por vivir, no sólo a los otros 32 mineros, sino a los que esperaban fuera y a los que veíamos aquellas imágenes desde la comodidad de nuestras casas.

Sé que hay muchas más historias entre esos hombres que hoy han vuelto a nacer, todas ellas muy dignas de ser tenidas en cuenta. Pero yo elijo ésta, la de Mario, porque me ha recordado que la vida debe vivirse con fuerza, sin perder nunca ese empeño inquebrantable de seguir hacia delante, sean cuales sean las circunstancias. Y digo esto porque, con demasiada frecuencia, olvidamos esas ganas de luchar, aunque las dificultades que nos asaltan son más cotidianas y abarcables que 700 metros de piedra sobre nuestras cabezas.