Nuevo año, nuevo post y ya empiezo disculpándome. Mal vamos… Debería escribir más a menudo para evitarme comenzar siempre explicando las razones que han retrasado la actualización de mi blog. Debería centrarme en contar y no en contar por qué no he escrito antes. Sólo requiere un poco de esfuerzo… Pensándolo mejor, creo que es más cómodo justificarme una vez al mes que escribir una vez por semana.
Bien, remontemos mis excusas a la penúltima semana de diciembre, allá por el día 20. Como viene siendo habitual en nuestra “empresita” (como la llama la que no sabe nada), por estas fechas solemos grabar y enviar una felicitación navideña para nuestros clientes y amigos. Cuando digo “por estas fechas” me refiero precisamente a eso: tres o cuatro días antes de Navidad. Esta situación implica un extra de trabajo (con su consecuente agobio por mi parte), no exento de más de un ataque de risa tonta y algunas anécdotas para el recuerdo. Por tanto, comprenderéis que entre la producción, la larga grabación, el rápido montaje (gracias a la habilidad de la que escribe de 8 a 8 y media), la subida a redes sociales varias y el reenvío masivo a nuestros contactos de correo electrónico, no me quedó mucho tiempo libre para actualizar el blog.
Sin apenas unas horas para respirar, ya estaba haciendo la maleta para pasar las Navidades en Barcelona, con mis tíos, mis primos y mis canijas (como llamo cariñosamente a mis primas más pequeñas). Después de unas seis horas de viaje en coche (la mitad de ellas, bajo mi responsabilidad), llegamos a Santa Coloma, para fundirnos en un abrazo con esa parte de mi familia que veo con menos frecuencia de lo que me gustaría pero a la que quiero como si conviviese con ella a diario. El resto, os lo podéis imaginar: charlas, comida, risas, regalos,… Y el caga tió, una tradición catalana un tanto escatológica pero perfectamente válida como sustitutivo del gordo barbudo importado de Estados Unidos. Y la sonrisa transparente y sincera de mis primas pequeñas, con las que he vuelto a vivir una Navidad de niña, con esa inocencia tan arrebatadoramente adorable. Y el cariño incondicional de mis primos mayores, claro.
El día 26, San Esteban, festivo en Barcelona, cogimos el coche de nuevo para volver a casa. Otra vez, mi padre dejó en mis manos la integridad de los miembros de la familia durante la mitad del recorrido. Lo único destacable del viaje (sin incidencias, gracias a Dios) es que probé la velocidad de crucero de nuestro Citröen: un botón que te permite mantener la velocidad que quieras sin pisar el acelerador. Aunque al principio fui un poco reacia por la extraña sensación de estar conduciendo sin mantener apretado el pedal, finalmente me acostumbré y me encantó poder mover un poco la pierna derecha mientras avanzaba por la carretera. Eso sí, el pie siempre lo mantuve ligeramente apoyado sobre el acelerador por si acaso…
Una vez sanos y salvos en casa, recibí mis primeros regalos de Navidades (además de los que me habían dado ya en Barcelona): el tradicional calendario del año que iba a empezar (que siempre me dan mis padres por estas fechas), un sombrero tipo años 20 que me regaló mi hermana (que ella ya sabía que me gustaba, aunque yo misma no estuviese muy segura de cómo quedaba sobre mi cabeza) y un incipiente dolor de garganta.
Como este año se ve que he sido muy buena, Papá Noel pensó que una leve molestia en el cuello era poca cosa, así que decidió regalarme unas anginas en toda regla (con su fiebre y sus mocos incluidos) para que la disfrutase dos días antes de Nochevieja. Este regalo me vino muy bien para aprenderme toda la programación infantil de las mañanas de las vacaciones invernales. Concretamente uno de esos días febriles, vi Dora la exploradora, Phineas y Ferb, Sara detective de cuentos, Los magos de Waverly Place,… Y cuando empezó El club de los pijamas, que me gusta menos (sí, tengo cierto criterio, a pesar de la pérdida de neuronas que esos programas puedan producir en mi cerebro, según mi padre), me arrastré hasta mi ordenador para acabar con mis existencias de capítulos y películas pendientes.
Unas décimas de fiebre y un consumo desmesurado de pañuelos de papel no me iban a impedir salir de fiesta en Nochevieja (eso lo saben hasta los hebreos…). Así que me planté mi little black dress, mi tocado artesanal de mi colección privada Año Nuevo 2011, mi bolso nuevo con cierre de boquilla (que llevaba tanto tiempo buscando y/o intentando hacer yo misma) y mis zapatos de tacón y salí a comerme la noche. La compañía fue inmejorable (aunque hubiese algunas bajas con respecto a años anteriores que se notaron sobre todo en la pista de baile); las risas, constantes; las copas, más baratas de lo que esperaba; los churros con chocolate, deliciosos; y el humor de los matemáticos-informáticos, insuperable. De mi voz cuando llegué a casa, mejor ni hablamos,…
Bien, remontemos mis excusas a la penúltima semana de diciembre, allá por el día 20. Como viene siendo habitual en nuestra “empresita” (como la llama la que no sabe nada), por estas fechas solemos grabar y enviar una felicitación navideña para nuestros clientes y amigos. Cuando digo “por estas fechas” me refiero precisamente a eso: tres o cuatro días antes de Navidad. Esta situación implica un extra de trabajo (con su consecuente agobio por mi parte), no exento de más de un ataque de risa tonta y algunas anécdotas para el recuerdo. Por tanto, comprenderéis que entre la producción, la larga grabación, el rápido montaje (gracias a la habilidad de la que escribe de 8 a 8 y media), la subida a redes sociales varias y el reenvío masivo a nuestros contactos de correo electrónico, no me quedó mucho tiempo libre para actualizar el blog.
Sin apenas unas horas para respirar, ya estaba haciendo la maleta para pasar las Navidades en Barcelona, con mis tíos, mis primos y mis canijas (como llamo cariñosamente a mis primas más pequeñas). Después de unas seis horas de viaje en coche (la mitad de ellas, bajo mi responsabilidad), llegamos a Santa Coloma, para fundirnos en un abrazo con esa parte de mi familia que veo con menos frecuencia de lo que me gustaría pero a la que quiero como si conviviese con ella a diario. El resto, os lo podéis imaginar: charlas, comida, risas, regalos,… Y el caga tió, una tradición catalana un tanto escatológica pero perfectamente válida como sustitutivo del gordo barbudo importado de Estados Unidos. Y la sonrisa transparente y sincera de mis primas pequeñas, con las que he vuelto a vivir una Navidad de niña, con esa inocencia tan arrebatadoramente adorable. Y el cariño incondicional de mis primos mayores, claro.
El día 26, San Esteban, festivo en Barcelona, cogimos el coche de nuevo para volver a casa. Otra vez, mi padre dejó en mis manos la integridad de los miembros de la familia durante la mitad del recorrido. Lo único destacable del viaje (sin incidencias, gracias a Dios) es que probé la velocidad de crucero de nuestro Citröen: un botón que te permite mantener la velocidad que quieras sin pisar el acelerador. Aunque al principio fui un poco reacia por la extraña sensación de estar conduciendo sin mantener apretado el pedal, finalmente me acostumbré y me encantó poder mover un poco la pierna derecha mientras avanzaba por la carretera. Eso sí, el pie siempre lo mantuve ligeramente apoyado sobre el acelerador por si acaso…
Una vez sanos y salvos en casa, recibí mis primeros regalos de Navidades (además de los que me habían dado ya en Barcelona): el tradicional calendario del año que iba a empezar (que siempre me dan mis padres por estas fechas), un sombrero tipo años 20 que me regaló mi hermana (que ella ya sabía que me gustaba, aunque yo misma no estuviese muy segura de cómo quedaba sobre mi cabeza) y un incipiente dolor de garganta.
Como este año se ve que he sido muy buena, Papá Noel pensó que una leve molestia en el cuello era poca cosa, así que decidió regalarme unas anginas en toda regla (con su fiebre y sus mocos incluidos) para que la disfrutase dos días antes de Nochevieja. Este regalo me vino muy bien para aprenderme toda la programación infantil de las mañanas de las vacaciones invernales. Concretamente uno de esos días febriles, vi Dora la exploradora, Phineas y Ferb, Sara detective de cuentos, Los magos de Waverly Place,… Y cuando empezó El club de los pijamas, que me gusta menos (sí, tengo cierto criterio, a pesar de la pérdida de neuronas que esos programas puedan producir en mi cerebro, según mi padre), me arrastré hasta mi ordenador para acabar con mis existencias de capítulos y películas pendientes.
Unas décimas de fiebre y un consumo desmesurado de pañuelos de papel no me iban a impedir salir de fiesta en Nochevieja (eso lo saben hasta los hebreos…). Así que me planté mi little black dress, mi tocado artesanal de mi colección privada Año Nuevo 2011, mi bolso nuevo con cierre de boquilla (que llevaba tanto tiempo buscando y/o intentando hacer yo misma) y mis zapatos de tacón y salí a comerme la noche. La compañía fue inmejorable (aunque hubiese algunas bajas con respecto a años anteriores que se notaron sobre todo en la pista de baile); las risas, constantes; las copas, más baratas de lo que esperaba; los churros con chocolate, deliciosos; y el humor de los matemáticos-informáticos, insuperable. De mi voz cuando llegué a casa, mejor ni hablamos,…
El primer día del año se pasó volando (teniendo en cuanta que me levanté a las 14.00 horas y me eché una siesta de una o dos horas) y el segundo, en casa de mi abuela, celebrando esa comida de Navidad que no pudimos hacer por estar en Barcelona ni esa comida de Año Nuevo por estar bastante somnolientos.
Con la nueva semana, decidí hacer algo productivo con mi vida y trabajé un poco (no mucho porque si no se me acaban muy pronto los propósitos de año nuevo) para estar entretenida para otro de mis días preferidos de estas fiestas: la víspera de Reyes. Ya quedó claro en su momento que me encanta la cabalgata de Reyes y que disfruto como una enana viendo las carrozas que pasan por mi barrio y cogiendo caramelos. Dado que este año mi hermana fue una traidora y se fue a la cabalgata del centro de Madrid, yo arrastré a mi padre a ver conmigo la de Moratalaz. Y, aunque ya me pesen mucho los años, en esta ocasión casi volví a sentirme como una niña: con los bolsillos del abrigo lleno de dulces promocionales, merendando en la cafetería de la avenida sin ajustarnos a las tradiciones gastronómicas del día por propia iniciativa y viendo los fuegos artificiales junto a la Junta Municipal.
Con la nueva semana, decidí hacer algo productivo con mi vida y trabajé un poco (no mucho porque si no se me acaban muy pronto los propósitos de año nuevo) para estar entretenida para otro de mis días preferidos de estas fiestas: la víspera de Reyes. Ya quedó claro en su momento que me encanta la cabalgata de Reyes y que disfruto como una enana viendo las carrozas que pasan por mi barrio y cogiendo caramelos. Dado que este año mi hermana fue una traidora y se fue a la cabalgata del centro de Madrid, yo arrastré a mi padre a ver conmigo la de Moratalaz. Y, aunque ya me pesen mucho los años, en esta ocasión casi volví a sentirme como una niña: con los bolsillos del abrigo lleno de dulces promocionales, merendando en la cafetería de la avenida sin ajustarnos a las tradiciones gastronómicas del día por propia iniciativa y viendo los fuegos artificiales junto a la Junta Municipal.
Tras la traca final, fui volviendo a mis 25 primaveras mientras íbamos a comprar unas bebidas al Carrefour y desapareció completamente cuando nos juntamos con mi hermana y mi cuñadísimo para cenar en Las Lonjas. Pero aún quedaban un par de “tradiciones” para volver a recordarme el sabor de la navidad infantil: el recuento de caramelos en casa (que gané por 10 caramelos de más a mi traidora hermana) y la tardía llegada de mi madre, después de montar las rebajas.
Al día siguiente, la base del abeto plagada de paquetes me devolvió la risa nerviosa de cuando era pequeña (a pesar de que sabía el contenido de algunos de mis regalos porque los había comprado yo misma y algunos de los de mi hermana y mi madre porque los había envuelto o comprado). El recuento fue muy positivo: un jersey calentito para las frías mañanas en la oficina, una torera para cuando haga más calor y un original colgante de un ángel. Aunque mis padres decían, con una sonrisa traviesa, que faltaba uno…
En casa de mi abuela, también nos esperaban algunos regalos: una caja pequeña para mi hermana y una grande y otra pequeña para mí. Aunque con los años aprendes que el tamaño no es sinónimo de mejor o peor (¿cómo suelen ser las cajas de Tifanny’s?), aquel paquete descolocó mis suposiciones iniciales. Cuando rasgué el papel, no podía creerlo: ¡un netbook! Este año los Reyes habían sido demasiado buenos conmigo (especialmente en estos tiempos de crisis que corren) y no pude evitar echarles una bronca, aunque fuese con la boca pequeña. El otro paquete era un modem usb de prepago para utilizarlo, lógicamente, con el anterior regalo. Ya no tengo excusas para dejar de trabajar si me voy de vacaciones…
Después de una sesión de dos horas y 45 minutos de Abba en directo, una cena post-navideña con mis amigas del colegio, terminar de ver alguna que otra película pendiente y configurar mi tecno-regalo de Reyes, no me ha quedado mucho tiempo para escribir un post. Así que, llegados a este punto, ¿me perdonáis las disculpas?
Al día siguiente, la base del abeto plagada de paquetes me devolvió la risa nerviosa de cuando era pequeña (a pesar de que sabía el contenido de algunos de mis regalos porque los había comprado yo misma y algunos de los de mi hermana y mi madre porque los había envuelto o comprado). El recuento fue muy positivo: un jersey calentito para las frías mañanas en la oficina, una torera para cuando haga más calor y un original colgante de un ángel. Aunque mis padres decían, con una sonrisa traviesa, que faltaba uno…
En casa de mi abuela, también nos esperaban algunos regalos: una caja pequeña para mi hermana y una grande y otra pequeña para mí. Aunque con los años aprendes que el tamaño no es sinónimo de mejor o peor (¿cómo suelen ser las cajas de Tifanny’s?), aquel paquete descolocó mis suposiciones iniciales. Cuando rasgué el papel, no podía creerlo: ¡un netbook! Este año los Reyes habían sido demasiado buenos conmigo (especialmente en estos tiempos de crisis que corren) y no pude evitar echarles una bronca, aunque fuese con la boca pequeña. El otro paquete era un modem usb de prepago para utilizarlo, lógicamente, con el anterior regalo. Ya no tengo excusas para dejar de trabajar si me voy de vacaciones…
Después de una sesión de dos horas y 45 minutos de Abba en directo, una cena post-navideña con mis amigas del colegio, terminar de ver alguna que otra película pendiente y configurar mi tecno-regalo de Reyes, no me ha quedado mucho tiempo para escribir un post. Así que, llegados a este punto, ¿me perdonáis las disculpas?
¿Es cosa mía o noto cierto resentimiento con tu "traidora hermana"?
ResponderEliminarGenial crónica de unas vacaciones anunciadas (por algunas) :-P
ResponderEliminar@Laura: Más que resentimiento son ganas de chinchar, como hacen las hermanas entre sí :-P
ResponderEliminar@M. San Felipe: Ésta es una versión más extensa que la que os conté en el café mañanero, jeje.
Ays, qué ganas tenía de dejarte un comentario.
ResponderEliminarCuando leí esta entrada me gustó muchísimo; no por las disculpas al cuadrado ni por la crónica de las navidades, pero sí por la alegría nostálgica que sale de la crónica del día de Reyes. Ya sabes que para mí es un dia especial, y quizá por eso me gusta ver que no soy el único que sigue manteniendo esa ilusión por el día de Reyes. Espero que sigas muchísimos años haciendo ese viaje de regresión a la infancia mientras vas a ver las carrozas de la cabalgata de tu barrio, y que sigas cogiendo durante muchos años (al menos) un caramelo más que el año anterior. Como bien dices, los años cada vez van pesando más, pero siempre estará el día de Reyes para quitarnos momentaneamente algo de peso.
Así que por mi parte, más que perdonada, jeje.