viernes, 15 de abril de 2011

Escribir

Una tarde de viernes sin planes, con los últimos rayos del sol de la tarde lamiendo las paredes de mi habitación y un plato con restos de una tarta de chocolate en la mesa, parece el momento perfecto para volver a ponerme frente al teclado y retomar esa sana costumbre que no quiero perder: escribir.

Precisamente hace unos días, con motivo de la finalización de la ‘Operación Rachola’ (esto merece un post aparte), mi madre me invitó a volver a hacer limpieza de los papeles y cuadernos  que he ido acumulando en dos estrechas baldas que hay en mi escritorio. La gran bolsa azul de Ikea llena de folios clasificados según un extraño criterio que sólo yo entiendo y una amenaza (“O los ordenas tú o lo tiro yo todo”) marcaron mi mañana de sábado de hace un par de semanas.

De nuevo me vi inmersa en mi pasado, más concretamente en mi etapa universitaria. Apuntes que, si no fuera porque estaban escritos de mi puño y letra, juraría que nunca he estudiado; libros fotocopiados y encuadernados que escasamente habré consultado; claves de reprografía cuyo precio, escrito en la portada, parecía reírse de mí por la poca o nula utilidad que di a aquellas fotocopias. A medida que iba sacando bloques de folios, ordenados según el nombre de la asignatura que escribía como título en la primera hoja el primer día de clase, los colocaba estratégicamente encima de la mesa y de mi cama, para guardarlos a continuación en fundas de plástico y no volverlos a mirar hasta la próxima amenaza materna.

Entre todos aquellos vestigios de mi paso por la UC3M, me sorprendió encontrar varios folios y hojas sueltas de algunos cuadernos, escritos a mano, con algunos relatos cortos, el principio de un proyecto que se quedó precisamente en eso y un número indeterminado de páginas donde volqué, con más o menos sentido literario, los pensamientos y sentimientos de distintos días de un pasado no tan lejano como yo creía. Me sorprendió el número y la cercanía en el tiempo de aquellos documentos (de apenas siete años atrás). Más o menos desde que entré en la adolescencia, encontré en la escritura una vía de escape a todas esas palabras y emociones que rebotaban y chocaban entre sí en mi interior, deseosas de salir. Pasada esa etapa de búsqueda personal y efervescencia hormonal, había dado por supuesto que esa necesidad de escribir había quedado reducida a algún relato en tercera persona sobre acontecimientos vividos en primera línea. Pero, al encontrarme con aquellos escritos, variados en cuanto a preocupaciones, estilos y extensiones, me hicieron darme cuenta de que la palabra escrita sigue siendo mi mejor vía de comunicación, en todos los sentidos.

Es cierto que hay épocas en las que me hace falta escribir tanto como respirar: tengo algo dentro, bueno o malo, trivial o trascendental, que debo sacar fuera. En esos momentos, no preciso más que un bolígrafo y una hoja o un ordenador con un procesador de textos. También soy consciente de que hay otros períodos en los que, independientemente de la cantidad de experiencias que me haya tocado vivir, no siento la misma necesidad de volcar mi alma en un folio en blanco.

Este texto de Paulo Coelho, de ‘Maktub’, me impactó cuando lo leí porque completa y refuerza mis impresiones sobre este tema:

Dice el maestro:

Escribe. Ya sea una carta o un diario, o unas notas mientras hablas por teléfono, pero escribe. Escribir nos acerca a Dios y al prójimo. Si quieres entender mejor tu papel en el mundo, escribe. Procura plasmar tu alma por escrito, aunque nadie lo lea; o, lo que es peor, aunque alguien acabe leyendo lo que no querías. El simple hecho de escribir nos ayuda a organizar el pensamiento y a ver con claridad lo que nos rodea. Un papel y un bolígrafo hacen milagros, curan dolores, consolidan sueños, llevan y traen la esperanza perdida.
La palabra tiene poder.


La habitación ya se ha oscurecido por completo, tanto que tengo que encender el flexo, y el plato con los restos de la tarta siguen en mi mesa. Recuerdo una frase que nos dijo un profesor en la universidad: “La escritura es como un músculo: si dejas de ejercitarlo, se atrofia”. Y pienso que, a pesar de las obligaciones diarias y de las vueltas que dé la vida, no quiero que eso suceda.

4 comentarios:

  1. Me gusta este post :)

    Entiendo perfectamente lo que quieres decir, porque también soy de las que cogen el cuaderno de cuadros y el boli bic (siempre azul) para ordenar toda la basura que tengo en la cabeza.

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  2. Me alegro mucho de que te guste :-)
    La verdad es que es curioso cómo cambia la percepción de las cosas cuando las pasas de la cabeza al papel (y, sobre todo, si las miras con la perspectiva del tiempo).

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  3. ¡Eo guapa!

    Me alegra ver que vuelves a la carga con el blog, ya se te echaba de menos, jajaja.

    Cuánto juego dan los recuerdos del pasado. Una vez leí que la inspiración es una forma de recuerdo, y cada vez tengo más claro que así es.

    A seguir dandole al músculo ;)

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  4. @Goldman: Muchas gracias :-) A ver si ambos volvemos a leernos más a menudo, jeje.

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