VERDE Y BLANCO
En cuanto puse el pie en el andén de la estación, no pude evitar un suspiro largo y profundo: empezaba mi camino. Todavía de noche, con el cielo pintado de nubes grises y rodeada de peregrinos con mochilas y vieiras balanceándose al compás de sus pasos, marqué mentalmente el primer hito de mi peregrinaje.
Aunque sabía la respuesta, le pregunté a la niña de las fotos si desayunábamos en la cafetería de la estación. Entramos en la pequeña sala, acompañadas de la mitad de las personas que se habían bajado del andén, y nos hicimos un hueco entre tanta mochila y aislante colocado cuidadosamente en el suelo. Me acerqué a la barra para pedir el desayuno, con las dos acreditaciones en la mano, sonriente porque iban a estamparme el primer sello de nuestra peregrinación. Justo a mi lado, un hombre también pidió que certificasen su paso por allí. La camarera, acostumbrada a ese tipo de preguntas y ajena a mis ilusiones, sacó un sello y una almohadilla de tinta para que lo hiciéramos nosotros mismos. La decepción me duró sólo unos segundos: el logotipo de la cantina de la estación en la primera casilla de nuestras libretas era igual de válido lo ponga quien lo ponga.
Desayunamos comentando banalidades, sobre la gente de la cafetería, sus mochilas, el tiempo y alguna que otra noticia que decían en la televisión que parloteaba a mis espaldas. Cuando terminamos de comer y decidimos ponernos en camino, ya estábamos prácticamente solas. Entre las últimas visitas al baño antes de salir, los ungüentos para evitar las ampollas en los pies y los preparativos para protegernos de las primeras gotas que ya empezaban a caer, salimos las últimas de la estación.
Tras franquear la puerta de salida, nos preguntamos: “Y ahora, ¿por dónde vamos?”. E hicimos lo que mejor se nos da: seguir a la que supusimos que era la última pareja de peregrinas que habían abandonado la cafetería. Tras atravesar un puente y llegar a lo que creo que era el principio de Sarria, vimos cómo las chicas giraban a la derecha y subían una cuesta que se adentraba en un bosque. Al acercarnos a su posición, la vimos: la primera flecha de nuestro camino, pintada en color amarillo.
Atravesando el camino de tierra y piedras, entre los árboles, en el semi-silencio de la mañana, respirando profundamente para poder atrapar toda aquella tranquilidad y naturaleza, pensé que tendría que amortizar las botas de montaña que me compré para el Camino con alguna visita a la sierra de Madrid. Aunque en el fondo, sabía que esas futuras excursiones no serían tan bonitas ni tendrían tanto significado como esos pasos que estaba dando.
En los primeros metros de nuestra peregrinación, ya empezamos a integrarnos en el ambiente del Camino. “Buenos días”, nos decían las personas que nos adelantaban en nuestra andadura. “Buen Camino”, decía la gente con la que nos cruzamos. En apenas unos kilómetros, ya nos habíamos contagiado del compañerismo que reina en este viaje.
Sólo habíamos andado un puñado de kilómetros y ya pensaba que merecería la pena repetir el Camino únicamente por las vistas. Bosques tranquilos, extensas llanuras de un verde reluciente, valles salpicados de árboles y grupos heterogéneos de casas, caminos surcados por riachuelos casi por casualidad,… Tal vez estas imágenes sean habituales para los gallegos o para cualquier otro visitante habitual del norte de España, pero para mí eran totalmente nuevas y fascinantes.
En una de esas sendas, a ratos estables, a ratos acuosas, a ratos empedradas, encontramos el mojón del kilómetro 100, plagado de pintadas y piedras. Estuvimos a punto de pasarlo por alto porque, salvo por las firmas y declaraciones de otros peregrinos, era un hito de piedra como los que habíamos pasado anteriormente. Pensé que al ser el punto mínimo para conseguir la Compostela, sería más grande o, al menos, diferente. Supongo que las cosas importantes a veces tienen la apariencia de cosas normales a simple vista.
Poco a poco, mis ojos se iban acostumbrando a las señales. Automáticamente buscaba las flechas amarillas, los mojones de piedra y las conchas. Simplemente es una cuestión de educar la vista: los signos para no perderte en cualquier camino están ahí, aunque a veces no lo creas o tengas dudas. En cuanto sabes discernir cuales son las verdaderas señales y cuáles son simples distracciones, verás claro el camino.
Nuestra caminata discurrió salpicada de momentos de lluvia y sol, precedidos cada uno de ellos de rachas de viento. Cada vez que una ráfaga de aire nos golpeaba la cámara, la niña de las fotos decía: “Va a cambiar el tiempo”. Y, efectivamente, pasábamos de la claridad a las gotas de agua sobre nuestros chubasqueros. Debido a mis continuas subidas y bajadas de capucha, tardé poco en decir adiós a mi peinado de Madrid. Primero, fue la horquilla para retirarme el flequillo de la cara. Pero tardé poco en añadir una ancha diadema azul celeste que supuse que me acompañaría durante todo el viaje.
Entre paso y paso, la niña de las fotos y yo intercambiábamos comentarios diversos, sobre el Lost, sobre el Camino, sobre el trabajo, sobre alguna anécdota trivial,… En uno de esos momentos, nace el mote de la niña de las fotos: a partir de ahora se llamará “Ranita”, por el croar que emite su mochila y su contenido al andar.
Estos ratos de conversación se alternaban con otros de silencio. Podría parecer raro que dos personas que en las últimas semanas sólo han hablado a través de Internet para ultimar los detalles de un viaje, se callen de repente. Pero en el Camino, el silencio viene como de vez en cuando, sin avisar. Se queda un rato con nosotras, nos deja reflexionar en todos esos pensamientos que intentamos alejar a diario, y cuando quiere, se va, sin decir nada. Y vuelve otra vez la conversación, de cualquier tema, sin necesidad de poner en antecedentes. Es ese tipo de silencio cómodo que te revuelve la cabeza para ponerla en orden. Y te relaja.
Empiezo a descubrir que en la etapa predominan dos colores: el verde y el blanco. Las copas de los árboles, la hierba, los matorrales y los pastos se mezclan con el blanco de las nubes, ya sean con agua o sin ella. Y en medio de estos tonos, la dicotomía de la naturaleza bonita y fea: los pájaros trinando, las babosas oscuras que cruzan el Camino, el agua transparente de un arroyo, el barro que desestabiliza mis pasos,… Entonces, pienso que la vida no es bonita o fea, sino los dos aspectos a la vez.
Llevábamos un buen ritmo e hicimos casi 20 kilómetros del tirón, hasta Mercadoiro. Mientras descansábamos en un pequeño techado de piedra que encontramos, calculamos que nos queda muy poco para llegar a Portomarín (bueno, realmente eso lo dice Ranita porque yo nunca me aclaro con los números). Pero en las indicaciones que imprimí de Internet había un baile de números que hizo que nuestro último tramo de la etapa fuera más largo de lo preveíamos. Así que cuando llegamos a Portomarín (a pesar de que yo me empeñara en llamarlo Pedrouzo), estábamos tan cansadas que decidimos meternos en el primer albergue que encontrásemos libre, fuera público o privado.
Comimos en silencio, riéndonos de vez en cuando por cómo el agotamiento había hecho mella en nosotras. Entre plato y plato, fijaba la mirada en la impresionante vista del río Miño que nos ofrecía el mirador del restaurante. Un par de mesas más allá, las chicas con las que bajamos del tren de Sarria nos saludaron e intercambiamos un par de impresiones sobre la etapa. Ya me habían dicho que era normal reencontrarse con la gente del camino a lo largo de la peregrinación, pero no esperaba que fuera tan pronto. Aún así, me alegró mucho haberlas visto, a pesar de que ni siquiera sabíamos sus nombres.
Después, en el albergue, nos tumbamos un rato en las literas, mientras volvía deleitarme con el paisaje, aunque fuera desde una altura inferior que la de antes. Tras una inevitable siesta, la tarde transcurrió tranquila y, tal vez, demasiada larga porque no aún no estábamos acostumbradas a los horarios del Camino. Para pasar el tiempo, organizamos las etapas de los próximos días y jugamos un rato al “stop”, para sorpresa de dos chicas sentadas a nuestro lado en el área común, que sonreían de vez en cuando con alguna de nuestras palabras (especialmente porque Ranita solucionaba la mitad de los términos con los productos de la máquina expendedora que teníamos al lado).
Solucionamos la cena con un sándwich que Ranita traía desde Madrid y un poco de fiambre y pan de leche que compramos por la tarde en un supermercado cercano. Al terminar, los chicos de la mesa del al lado nos invitaron a jugar un rato a las cartas con ellos, pero rechazamos la propuesta (parece que aún no he soltado mi timidez). Aún así, charlamos un rato con ellos sobre su procedencia y la nuestra y cómo íbamos a organizar nuestras etapas.
A las 22.00 horas, nos fuimos a la cama. Pensaba que me iba a costar quedarme dormida porque no estoy habituada a acostarme tan pronto, pero los incómodos asientos del tren a Sarria hicieron que el sueño no tardase mucho en venir a quedarse conmigo.