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jueves, 13 de mayo de 2010

Camino de Santiago.- DÍA 0

Dos de mayo de 2010. MADRID-SARRIA

Diez minutos antes de la hora establecida para salir de casa, en dirección a la estación de Chamartín, ya estoy pululando nerviosa de una habitación a otra como una mosca cojonera. Tengo la mochila preparada desde hace un rato, a pesar de que he tardado casi tres días en terminar de organizarla por el “efecto hormiguita”: meter la ropa y demás elementos poco a poco, según los compraba, me los prestaban o los encontraba en algún cajón. Entre tanto recopilar y colocar, no me había parado a pesarla hasta que la niña de las fotos, mi compañera en este Camino, me preguntó por MSN unas horas antes que cuántos kilos iba a llevar. Fui a la báscula del baño y la dejé encima de la mejor manera posible. Cinco kilos y pico parpadeaban en el panel luminoso. Ella iba a llevar unos cuatro kilos. “Es que no puedo quitar nada más”, le digo y me digo a mí misma, a pesar de que odio esa frase porque me suena a niña malcriada.

Por fin me montó en el coche para recoger a la otra peregrina. Por la carretera, el cielo está rayado en rojo: una bonita estampa para iniciar un viaje que me aprieta suavemente la boca del estómago. De camino a la estación, intercambiamos las preguntas de rigor (“¿Tienes los billetes?” y otras típicas) con algunos comentarios más o menos triviales.

En Chamartín, no puedo evitar decir la frase que me ronda por la cabeza desde que salí de casa: “Nos vamos al Camino. Ya no hay vuelta atrás”. Eso sí, seguida de una amplia sonrisa, nerviosa y esperanzada.

La niña de las fotos está más preocupada contando las mochilas que hay en la estación, como las del grupo de chicas que se sienta cerca de nosotras. “Todas esas personas también van al Camino. Eres consciente, ¿no?”, me dice, inquieta por la posibilidad de que no encontremos albergue en alguna de las etapas. A pesar de que soy “María Angustias”, no estoy intranquila por ese tema. Vendrán otras cosas por las que preocuparme, pero de momento no. “Ya solucionaremos ese problema cuando llegue, si es que llega”, le digo para tranquilizarla.

El tren-hotel con destino a Lugo (y parada en Sarria, por supuesto) aparece en el panel y bajamos al andén. A pesar del nombre de nuestro medio de transporte, nuestros billetes son más humildes y nos toca dormitar en unos asientos de un vagón normal y corriente. Tanto que no hay ni megafonía ni paneles para indicar las paradas del recorrido. Ahora es el momento de preocuparse: ¿y si nos quedamos dormidas y nos pasamos de estación? La niña de las fotos resuelve mi problema casi antes de que lo formule preguntando a la señora que se sienta justo frente a mí. “Fijaos en la hora de llegada que ponga en vuestro billete. Yo me he puesto una alarma en el móvil para despertarme cuando me acerque a mi destino”, responde. La propuesta no me convence mucho pero parece que no nos queda otra opción.

Tapada con mi sudadera, doy las primeras cabezadas de la noche, salpicadas por esporádicos ajustes de mis gafas de ver, que se me escurren nariz abajo. Cuando me despierto, corro la cortina del vagón del tren para ver por qué estación vamos, pero la oscuridad de fuera sólo me deja ver un andén y algún banco solitario. Ni un solo cartel. Habrá que confiar en el método de la señora de enfrente.

A la mitad de la noche (o al menos eso me parecía a mí), la mujer y el chico que se sienta delante de nosotras, se bajan en sus respectivas paradas. La niña de las fotos y yo aprovechamos para colocar los pies sobre los asientos (una práctica que, en condiciones normales, no haría por educación). Parece mentira que, viéndonos en esa posición de semi-ángulo recto, se pueda decir que estamos cómodas.

Una media hora antes de que suene la alarma de mi móvil, programada veinte minutos antes de la hora indicada en mi billete por mi condición de “María Angustias”, hacemos una larga parada que me desvela completamente. “Ya debe de faltar poco”, pienso mientras miro por la ventana. Realmente, fuera sólo está el negro profundo de la noche, pero es un acto reflejo que tengo cuando viajo.

A las 6.30 horas, bajo las mochilas del compartimento superior del vagón y me colocó en posición de alerta para no perder cualquier detalle que me indique que hemos llegado a nuestro destino. Poco a poco, algunas mochilas y sus correspondientes peregrinos pegadas a ellas empiezan a arremolinarse junto a la puerta de salida del tren. Cuando la impaciencia puede conmigo, le hago un gesto con la cabeza a la niña de las fotos para colocarnos ya en posición. Intercambiamos algunas frases sueltas con las chicas que nos encontramos en la estación y que están preparadas para bajar. Aún no consigo sacudirme la timidez de encima.

El tren se para. Por primera vez (o al menos a mí me lo parece), uno de los azafatos del tren indica el nombre de la localidad. Esta es la parada de Sarria.

domingo, 2 de mayo de 2010

En Camino... a Santiago

Quedan sólo un par de horas para que salga mi tren a Sarria. Voy a hacer los últimos 100 kilómetros del Camino de Santiago y lo siento como si fuera a hacer un viaje al más puro estilo Willy Fog.

Tengo la mochila estudiada al milímetro para llevar sólo lo imprescindible (evitando mis queridos “por si acasos") y aún así temo que llevo más de lo que debería, pero mi capacidad de síntesis no da para más. Dejo en Madrid mis bolsos extragrandes con mi interminable lista de llaves, agendas y demás utensilios para sobrevivir en mi jungla de asfalto. Dejo también mi secador, mi gomina y, por tanto, mis característico rizos (las risas estarán aseguradas cuando veáis las fotos de este viaje). Dejo atrás mis problemas y mis fantasmas, aunque sé que a mi regreso estarán en el mismo sitio. Dejo mis pinzas de colores, mis broches de fieltro y mis anillos de plata: no soy una fashion victim. Dejo notitas y correos electrónicos con indicaciones a mi hermana y mis socias: tengo complejo de madre sobre-protectora y pesada. 

Me llevo varias cosas nuevas, varias viejas, un par que son prestadas y algo azul: no, no voy de boda. Llevo un montón de consejos de los que han hecho el Camino antes y otros tantos de los que, sin esa experiencia, también se preocupan por mí (y mucho). Llevo una cruz más colgada de mi cuello: una la llevo siempre y la otra me la he puesto por cuestiones sentimentales. Llevo muchas esperanzas: de ver, de aprender, de desconectar, de encontrar, de conocer, de sentir, de pensar. Llevo el miedo a no ver, a no aprender, a no desconectar, a no encontrar, a no conocer, a no sentir, a no pensar.

Y además llevo un cuaderno y un bolígrafo que utilizaré para escribir algunas notas de lo que viva en estos días para convertirlas en posts cuando regrese. ¡Nos leemos a la vuelta!