viernes, 20 de noviembre de 2009

Crónica de una chica de pie

La verticalidad de la postura que me vi obligada a adoptar en los últimos días, me permitió vivir desde el otro lado uno de los eventos del mundo digital más importantes de nuestro país y que mis compañeras y yo esperábamos con mucha esperanza: Ficod 09.

La tercera edición de la Feria Internacional de Contenidos Digitales se presentaba como una oportunidad de respirar una buena cantidad de ideas, formatos, puntos de vista y experiencias de todo este mundo ligado a la red. Al menos, esa era la impresión que me transmitían mis amigas-compañeras a raíz de su visita en la edición anterior. Perdonad que no hable en este caso en primera persona, pero el año pasado tuve que compatibilizar mi visita al Palacio de Congresos de Madrid con un curso de sonido, por lo que no pude disfrutar plenamente de las conferencias, mesas redondas y talleres que tuvieron lugar. Por eso, este año me tocaba poner a prueba a Ficod y ver si era capaz de ofrecerme la experiencia digital que hacía brillar los ojos de mis amigas-compañeras.

Pero no pudo ser… Causas de fuerza mayor me impidieron disfrutar del evento como yo hubiera querido, aunque sí me permitieron ver la otra cara de este tipo de acontecimiento. Durante tres días, estuve con nuestra cámara Pepita en uno de los stands informativos-publicitarios (elegid el adjetivo que queráis), grabando a todas aquellas personas que tuvieran una idea o un proyecto innovador y estuvieran buscando apoyos o financiación.

De pie, ya fuera al lado de la cámara o junto a la mesa de los folletos, vi gente. Mucha gente. Especialmente me gustó ver la variedad de personas que iban y venían a las conferencias: encorbatados, fotógrafos y cámaras, jóvenes con vaqueros y Converses, mujeres con modelitos y tacones imposibles, grupos de estudiantes, alguna que otra persona mayor recolectora de productos de promoción,… Incluso pude reconocer más de una cara conocida por el pasillo principal del Palacio de Congresos, para alegrarme el día.

Pero, sobre todo, lo que más vi fue tecnología: mucho i-phone, mucho netbook (con Wifi, of course), mucho móvil táctil, mucho i-pod y mucha cámara digital. Eso sí: justo delante de nuestro stand permanecía invariable la estantería de tipo Ikea con periódicos en papel que, al final de la jornada, siempre acaba prácticamente vacía. Por lo que se ve, aún queda hueco para la letra impresa… al menos si es gratis.

Además, el trabajo concreto que me tocó desarrollar me permitió conocer brevemente a muchas personas y sus proyectos. Salvo un par de ideas realmente llamativas e innovadoras, el resto se resumía en “darle una vuelta” a algo ya existente: hacerlo más accesible en espacio y tiempo, más sencillo de utilizar, más plural, más interconectado o más útil. Ya que no se puede luchar contra el "nihil novum sub sole", al menos vamos a maquillarlo un poco para que parezca más atractivo.

Aunque fuera sólo de pasada, también pude conocer cómo es el trabajo de las azafatas de los stands. Un pequeño briefing sobre el discurso que tienen que soltar a los curiosos que se acerquen a la mesita de información y ya las lanzan a los pasillos del congreso en cuestión. El resto de la información la van aprendiendo sobre la marcha, a raíz de las dudas que va planteando la gente y que ni siquiera los propios responsables del stand saben responder sin dar un pequeño rodeo oratorio. Entre explicación y explicación, entrega de chapas y folletos. En los ratos muertos, conversaciones triviales con la confianza que otorgan ocho horas codo con codo. Y todo, con una sonrisa, no por que lo exijan los encargados, sino porque sale solo, sobre todo si quien se acerca a pedir una simple chapa viene con amabilidad en la mirada.

En los tres días, sólo pude asistir a la inauguración oficial del evento, a los minutos finales de un taller de un medio digital y a una entrega de premios en la que sentimos que la esquinita superior izquierda de uno de esos galardones era también nuestra. Me daba una gran envidia sana ver el programa de actos con mis amigas-compañeras durante la comida, mientras repetía: ‘Ésta charla tiene buena pinta’. Una de esas “espinitas” que más me dolió fue una charla sobre periodismo digital, con varios profesionales a los que tenía ganas de poner cara y voz. Me consuela saber que alguien la disfrutó y la aprovechó mucho (¡olé tus ovarios, Blanca!).

Este año, el Ficod ha sido mejor que el anterior. Lo supe cuando recogí mi acreditación, con su correspondiente bolsa de bienvenida y vi los regalos promocionales. Lo en la presentación oficial, de boca del mismísimo ministro de Industria, Turismo y Comercio (Sebas para los amigos). Y lo leo ahora en los medios digitales, que hacen balance de las visitas y de la calidad de las conferencias, talleres y mesas redondas.

A la espera de la próxima edición de la Feria de Contenidos Digitales, intentaré hacer honor al término “blogger” e, incluso, abrirme una cuenta de Twitter. Dentro de unos 365 días, espero poder disfrutar sentada del Ficod 2010.

viernes, 13 de noviembre de 2009

De perdidos al río

Todo comenzó como una inocente propuesta para pasar un día tranquilamente en la sierra, a principios del mes de octubre, con un simple correo electrónico. En poco tiempo, la proposición pasó a alargarse un fin de semana entero, casa incluida. Un par de respuestas negativas después y se cambió de fecha otros siete días más tarde. Ahora ya había un coche con el que llegar a la casa, pero no había gente. Se pospuso de nuevo. A pocos días de la nueva fecha, un amago de cancelación de planes se cernía sobre nuestras bandejas de entradas. Pero al final, enarbolando la bandera con el lema “de perdidos al río”, seguimos a delante con las personas imprescindibles: la que propuso la idea, la que ponía la casa y la que ponía el coche.

Viernes.
Tras comprar las provisiones imprescindibles para la cena y los desayunos de los días que estaríamos fuera y recoger a todas las participantes de la escapadita, pusimos rumbo a Guadarrama, con dos copilotas de excepción para guiar a una conductora algo inexperta. Una vez allí, el frío de la sierra nos recibió en la puerta de la casa y no la abandonó en ningún momento, a pesar de los desvelados esfuerzos de la niña de la calefacción porque no tuviéramos los pies congelados.

Con los abrigos puestos, comenzamos una cena con las mejores croquetas de este pueblecito de la sierra y algo de los víveres que trajimos del Mercadona. Después, una partida a un Trivial con “preguntas-URSS”, que acabamos pronto gracias (o por culpa de) la vasta sabiduría de la niña de las fotos, que comía, jugaba y, en general, vivía con la cámara cerca para inmortalizar cada momento. Por último, un colchón por aquí, un par de mantas por allá y una noche de sueño para afrontar con fuerzas un día de turismo.




Sábado.
Bien entrada la mañana, nos fuimos despertando de manera gradual. Con el abrigo sobre el pijama, comprobamos con tristeza que el día era la antítesis total de lo que habíamos imaginado para ir de visita a El Escorial: ráfagas de aire, frío y una lluvia intermitente pero fuerte. Cambio de planes: iríamos a comprar más comida para las cenas de los próximos días, a la espera de que mejorase el tiempo. Por el camino, nuevo cambio de planes: haríamos una tarta para pasar la mañana.

Realmente, esta última idea nos salió rana cuando terminamos de preparar el pastel en apenas quince minutos (¿se me olvidó decir que la tarta era de esas que viene con todos los ingredientes preparados?) y quedaba por delante toda una mañana encerradas en casa. Así que hicimos lo típico en un día de lluvia: jugar a las cartas mientras picoteábamos guarrerías antes de preparar una pizza precocinada.

No os preocupéis. Esta historia tiene un final feliz: no morimos por un subidón hipercalórico y el tiempo mejoró ligeramente como para llegar en coche a El Escorial. Cuando digo “ligeramente”, quiero decir que desde que salimos de Guadarrama hasta que llegamos a nuestro destino, no llovió. Allí, el agua nos dio cierta tregua, justo para ver el monasterio (por fuera, porque íbamos en plan pobre y no queríamos pagar entrada) y dar un tranquilo paseo por los alrededores. Después, una cortina de agua nos obligó a volver al coche a marchas forzadas.

Una vez en casa, pegadas al calefactor, cenamos los bocadillos que habíamos preparado inicialmente para comer fuera por la mañana. Como final de esta jornada, una partida de Scattergories en el sofá, con las mantas sobre las piernas, que volvió a ganar la niña de las fotos.

Domingo.
El refrán “a quién madruga, Dios le ayuda” tomó significado el último día de nuestra escapada. Al parecer, el esfuerzo de levantarnos pronto se vio recompensado con un tiempo relativamente mejor que el del día anterior: al menos, ya no llovía.

Con unos bocadillos para la excursión, nos montamos en el coche con la intención de pasar el día en Segovia. El camino fue más largo de lo planeado debido a un pequeño error de cálculo con las carreteras y a la avanzada edad de nuestro medio de transporte que dificultó la subida por el paso del Alto del León. Además, una vez en la capital del cochinillo asado, los carteles del supuesto “centro histórico” nos hicieron aparcar más o menos cerca de Valladolid.

A pesar del frío y de las ráfagas de viento, pasamos una buena mañana en Segovia, viendo el acueducto, la catedral y el Alcázar (todo desde fuera, por supuesto). Y, precisamente por ese “agradable” paseo, la mejor parte de la visita fue el café caliente que tomamos sentadas y refugiadas en una cafetería que estaba en el camino de vuelta al coche.

La vuelta a casa fue mucho más fácil para nuestro querido cuarto compañero de viaje: mi coche. Esta vez nos estiramos un poco más y decidimos pagar los tres euros y pico del peaje para que el viaje de regreso no fuera tan angustioso, sobre todo para la niña de la dirección insistida. Como última parada turística, una visita rápida al embalse de La Jarosa para hacer (más) fotos mientras comíamos las últimas chucherías que nos quedaban.

Una vez bajo techo, la niña de la calefacción tuvo una de las mejores ideas del fin de semana: sacar el parchís de Los Simpsons. Nos reímos, hicimos fotos, pensamos estrategias de ataque con nuestras fichas, clamamos venganza cuando nos comían una,… Pero todo eso quedó en nada cuando dimos la vuelta al tablero y vimos la posibilidad de jugar con seis fichas, es decir, a dos por persona. Las carcajadas, los despistes, sacar tres seis seguidos, los bloqueos, continuar con las estrategias, hacer pactos y tirar los dados por el suelo alargó la velada hasta bien entrada la noche (y eso que tuvimos que parar para cenar).




Al día siguiente, maletas y desconexión de la caldera: las clases en la universidad de Alcalá no dieron tregua a la niña de la calefacción y nos volvimos a casa. Evidentemente, durante el camino, más fotos y más risas.

Gracias por esta escapadita “from lost to the river” (o “de perdidos al río” para los que no sepáis inglés)

P.D: Si alguna de las niñas aludidas en estas líneas lee este post, siento la tardanza en publicarlo.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Espíritu de niña

Para los que no me conozcan, os diré que soy más infantil que un capítulo de los Teletubbies. Por tanto, este mes y medio anterior a la Navidad es una de las mejores épocas del año para mí, incluso mejor que el mañana siguiente a la visita de Papá Noel y/o los Reyes Magos. Teniendo en cuenta que a mis veintipocos años muy bien llevados (apenas se me notan las arrugas… salvo las de la camisa, claro) no tengo edad para pedir juguetes, poder ver las últimas novedades en materia de ocio infantil, significa una entrada de primera fila para la Pasarela Cibeles de los juguetes.

Me encantan los catálogos que dejan en el buzón. Esta tarde ya he cogido el primero de la temporada y lo he hojeado un par de veces, casi con la misma ilusión que lo hacía unos años atrás. Éste, concretamente, viene con pegatinas ‘Me lo pido’ para que los niños las pongan al lado de los juguetes que más les gustan y son candidatos a entrar en La Carta. Aunque esto sea un producto más de nuestra sociedad de consumo (especialmente preocupante si tenemos en cuenta que vienen 30 etiquetas adhesivas en un sólo folleto), me encanta la idea, como si tuviera cinco tiernas primaveras.

Eso sí. Yo tengo mis preferencias en cuanto a catálogos. Dado que mis padres trabajan en unos grandes almacenes, como suelen llamarlos en la televisión, siempre han traído a casa El Catálogo de Juguetes, es decir, un libro casi tan gordo como medio diccionario, con todos los muñecos, juegos, peluches, coches, videojuegos, bicicletas, disfraces, películas y entretenimientos varios que hay. Y, como las buenas tradiciones, se mantiene hasta hoy: todos los años, doy saltos de alegría cuando mi padre vuelve de trabajar con El Catálogo en las manos. Es más, me encanta hojearlo con mi hermana y ver qué juguetes nos pediríamos este año, si aún fuéramos al colegio.

¡Ojo! A pesar de mi entusiasmo con los muñecos, los juegos de mesa, el merchandising de la última película o serie de la factoría Disney y demás artilugios para los niños, reconozco que más de dos horas de anuncios de juguetes en la televisión (especialmente los sábados y domingos por la mañana) pueden resultar perjudiciales para la salud. Lo he comprobado: una hora es aceptable e, incluso, divertido; pero a partir de la segunda, los sesos se empiezan a derretir. Os lo digo para que no intentéis hacer esto en casa sin la supervisión de un adulto.

En dosis moderadas, esta publicidad pre-navideña es una de mis pequeños vicios inconfesables de las mañanas de mi fin de semana. Recién levantada, con mi café con leche y mi bata sobre los hombros con aires de Super-chacha, me encantar sentarme en el sofá y ver anuncios de juguetes nuevos y antiguos. A menudo, suelo compararlos mentalmente con los que se emitían cuando yo era mozuela. Algunos no han cambiado en nada: ni el artilugio en cuestión, ni el niño o niña que lo maneja. Otros te hacen llevarte las manos a la cabeza al pensar, por ejemplo, qué generación de mujeres nos depara el futuro si las niñas de hoy sueñan con tener una muñeca con una minifalda y un grosor de labios que deja serias dudas sobre su estilo de vida. ¡Qué Santa Claus nos pille confesados!

No puedo evitar reírme de los nombres de algunos muñecos, imaginando a los creativos de la compañía de juguetes de turno.
- “Puf. ¿Qué nombre le ponemos a la muñeca ésta?”
- “¿Qué hace?”
- “Nada, lo que hacen todas”.
- “¿Qué es? ¿Un bebé? ¿Pequeñito? ¿Y niña? Pues pongámosle ‘Mi bebecita bonita’ y vayámonos a tomar un café ya.”

Voy a abstenerme de hacer comentarios sobre un muñeco que se llama ‘Chou Chou’ porque estamos en horario infantil. 

Pero, volviendo a la realidad que marca mi fecha de nacimiento en mi D.N.I., pienso en lo divertido que sería pasar una tarde con alguna de mis primitas jugando con esos juguetes, participando de lleno en la historia que su imaginación infantil va creando sobre la marcha, tocando esos pedazos de plástico que tantos buenos ratos me dieron cuando era pequeña.

Por nostalgia, por influencia de la sociedad de consumo o porque soy (y espero seguir siendo) una niña encerrada en un cuerpo de veintipocos años muy bien conservado, sigo doblando la esquina de la página del catálogo donde está el juguete que más me gustaría encontrar bajo el árbol de Navidad del salón de mi casa.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Autodidacta

Desde que terminé la carrera, he sentido la necesidad de seguir formándome, ya sea para intentar mejorar el trabajo que hago o por llenar horas muertas de mis tardes en casa. Esto me ha llevado a establecer una teoría: para formarse, además de las innegables ganas de aprender, hacen falta dinero y/o tiempo. El estado ideal sería invertir todo tu tiempo en estudiar y practicar, sin preocuparte del dinero necesario para vivir y pagar esas clases, libros o materiales.

Dado que el dinero no me sobra y el tiempo tampoco, he preferido sacar ratos libres de debajo de las piedras y optar por la vía autodidacta. Al principio era un poco reacia a aprender sin profesor ni horarios, principalmente porque no soy la constancia personificada. Pero cuando los cursos de los programas informáticos que te gustan cuestan tan caros y son necesarias tantas horas, incompatibles con un trabajo por cuenta propia, la idea de ser profesora y alumna al mismo tiempo cobra cada vez más fuerza.

Después de bichear con el Avid, trastear con el Adobe Audition y con el ProTools y quemarme los dedos con los focos, ha llegado el momento de cacharrear con el Adobe After Effects. Cuando descubrí que algunas animaciones, determinados efectos de vídeo y cabeceras que me gustaban, estaban hechas con este software, mi interés comenzó tímidamente a despertarse.

Después de un curso rápido y barato de iniciación, me quedé con la miel en los labios al ver todas las posibilidades que me ofrecía y de las cuales podía aprovecharme para mejorar mi trabajo. Así que decidí buscar tutoriales por Internet, resolver mis dudas en los foros, practicar los ejercicios que vienen en los libros de la biblioteca y aprender con el método de “ensayo y error” en el ordenador de mi casa.

Con estos “profesores”, intentaré conseguir mi reto: lograr vídeos que sean lo más parecidos a estos (al margen de su temática, que ya os veo venir...).





Sí, ya sé que, para empezar, me quedan un poco grandes. Pero eso me recuerda una frase que leí en una ocasión y que, gracias a Internet, he conseguido rescatar:

Hay que tener sueños suficientemente grandes para no perderlos de vista mientras se persiguen (William Faulkner).

lunes, 2 de noviembre de 2009

Cómo nos gusta criticar

Como buena española que soy, me gusta más la fiesta y el cachondeo que a un tonto un lápiz rojo. Por eso, este fin de semana, me planté un gorro de bruja y un vestido negro y salí a reírme y a bailar con la excusa de que era Halloween.

Eso sí, haciendo honor a mi raza hispana, no puedo evitar que la crítica (más mordaz que constructiva) corra por mis venas como los glóbulos rojos de ‘Érase una vez…la vida’. Así que, siguiendo la tradición de criticar en otros aquello que nosotros mismos hemos hecho o vamos a hacer, también me toca censurar la celebración de una tradición importada de la superpotencia americana.

Yo no celebro el Día de Todos los Santos a la manera española, llevando flores a las tumbas de mis difuntos. Creo que a ellos les da igual que les lleve o no una corona que se va a marchitar dos días después y por la que me va a cobrar lo que pide San Pedro por entrar al cielo. Yo les llevo en mi recuerdo que es una manera de honrarlos mucho más sentida y menos hipócrita que las rosas más lozanas del camposanto. Por eso mismo, aprovecho para pediros que, el día que me queméis o me echéis tierra (eso lo dejo a vuestra elección, para que me deis una sorpresa), os gastéis el dinero de las flores en una donación a una ONG y en tomaros unas cañas a mi salud.

A pesar de mis convicciones con respecto al día uno de noviembre, no me gusta la idea de pasar la víspera del Día de los Difuntos dando o recibiendo sustos, entre demonios, brujas, zombies y seres indefinidos (véase aquellas personas con ropa negra y/o roja y maquillaje blanquecino que no se sabe muy bien de qué van disfrazadas). ¿Por qué tenemos que importar una tradición que es tan opuesta a la que impera aquí? Bien, creo que la respuesta está claro: genera dinero. Desde la venta de calabazas, pasando por el alquiler o compra de disfraces, hasta llegar a las salas de fiestas y discotecas, consiguen un incremento extra de sus ingresos. Este año, la verdad, les habrá venido bien, dada la situación económica que nos toca vivir. Eso sí, no habrá sido gracias a mí porque mi disfraz era totalmente reciclado y el balance total de la noche no asciende a más de nueve euros (chocolate con churros incluido).

Si a esta “ventaja” le añadimos el hecho de poder quedarse toda la noche despiertos, en el caso de los niños, y poder quedarse despiertos y tener una excusa para beber y divertirse, en el caso de los mayores, ya tenemos el terreno perfecto para que Halloween se instale en nuestras vidas.

¿A alguien se le ha ocurrido importar el Día de Acción de Gracias? No, por favor. La idea de pasar un día con la familia, comiendo todos juntos, dando gracias por lo bueno de este año da más escalofríos que cualquier película de miedo. ¿Nadie ha caído en la cuenta de que Halloween es otro carnaval, sólo que en noviembre? Sí, claro. Pero a ver quién es el listo que se atreve a decirlo: mejor nos estamos calladitos que así tenemos dos pretextos para divertirnos en dos meses distintos.

En fin, por mucho que me queje, el año que viene los cuernos de demonio compartirán sitio con las coronas de flores de plástico en cualquier tienda de ‘Todo a 0,60’ que se precie. Pero, ¿y lo a gusto que se queda una después de semejante parrafada crítica?

P.D: Para tocar más los cojones (algo también muy español), publico el post el día 2 de noviembre y en mi horario laboral. ¡Toma!