Llevo casi un mes sin actualizar y ya se me cae la cara de vergüenza. No es porque la parada haya hecho campaña para que los blogguers volvamos a escribir. Quiero mantener cierta constancia en este espacio de lectura virtual, no sólo porque me alegra mucho saber que hay cuatro gatos que esperan un nuevo post, sino porque no quiero que se me atrofie el músculo de la escritura.
Es inevitable que me justifique: la "semana rara" ha pasado a convertirse en un "mes raro" con todos sus atributos de "movimiento súbito, inesperado y sorprendente". En ese desplazamiento constante ha habido muchas curvas, poco tramos rectos, varias bajadas y unas cuantas subidas que han repercutido no sólo en una redistribución de mi (escaso) tiempo libre sino también en mi estado de ánimo.
De uno de esos momentos oscuros, nace este microrrelato que os dejo aquí, principalmente para compensar la escasez de calidad y contenido de esta entrada.
Llevaba la tristeza pegada a la suela de los zapatos. Lo supe en cuanto oí sus pisadas cerca de mí. No era el repiqueteo alegre y rápido de sus tacones en dirección a Dios sabe dónde, sino un rítmico y pausado susurro de pies cansados. En cada zancada, arrastraba melancolía, un sentimiento oscuro como el polvo que se levantaba de la acera.
Oía cómo si iba acercando a mí, lenta y pesadamente. Levanté la vista cuando pasó por mi lado. Vi que tenía los ojos llenos de lágrimas invisibles, de esas que pesan más cuando no salen. Ésas que se acumulan en la mente, ahogando las esperanzas y los sueños que teje el alma. Ésas que se esconden bajo unos párpados cabizbajos que miran al suelo por miedo a que el sol las haga brillar demasiado.
Sus hombros, sus manos en los bolsillos, sus movimientos apagados desprendían una luz oscura que atrapaba toda mi atención. Un elegante fantasma gris que se movía entre los humanos sin apenas rozarlos para no levantar sospechas. Y así vi cómo se desvanecía al final de la calle, como el humo de una llama que se consume.
Gracias por seguir ahí, al otro lado de la pantalla del ordenador: es bueno saber que tienes gente que te lea aunque no tengas nada que contar.
domingo, 25 de abril de 2010
lunes, 29 de marzo de 2010
Semana extraña
Aún me estoy recuperando de una semana extraña. No digo “diferente” porque me gusta pensar que cada día siempre es distinto al anterior y al venidero, aunque hagas las mismas cosas a las mismas horas. Podría decir “rara” porque estos últimos días han sido “extraordinarios, poco comunes o frecuentes”, según me apunta la RAE. Incluso podría haber denominado esta semana como “extravagante”, que me parece un término mucho más elegante y con más cuerpo, pero no quiero que nadie se quede con la acepción de “la correspondencia que recibe de tránsito una administración de correos, con destino a otras poblaciones”. Me decantó por denominar mi ausencia en el blog como “extraña” porque la sensación con la que escribo esto se podría resumir en una de sus acepciones: “movimiento súbito, inesperado y sorprendente”.
El movimiento de estos últimos días no es metafórico. He ido a Las Rozas, a Rivas, otra vez a Rivas en el mismo día, al distrito de Chamberí (atravesar Goya y Colón a primera hora es una experiencia que desconocía), luego a San Blas, al día siguiente volver a Chamberí, posteriormente a la estación de Méndez Álvaro a contrarreloj (con atasco en la M-30 incluido), otra visita a San Blas y, por último, echar el día en Ciudad de Barcelona. A simple vista, el único problema que podría tener este ir y venir sólo sería el gasto de gasolina que conlleva tanto kilómetro arriba y abajo. Pero hay que tener en cuenta que yo prefiero andar antes que conducir y que mi coche no tiene dirección asistida (toda una ventaja si quieres ejercitar los brazos cada vez que tienes que maniobrar para aparcar). Vamos, que al que me diga que le acerque en coche, ya sabéis dónde puede meterse el tubo de escape.
Del mismo modo, todo este trajín no hubiera sido más que una simple anécdota si no hubiera tenido que lidiar con toda una serie de cambios, decisiones, noticias, acontecimientos y proyectos súbitos, inesperados y sorprendentes. Todavía estoy ordenando en mi cabeza muchas de las situaciones que se vienen encima, no porque sean buenas o malas, sino porque aparecen de repente, sin ni siquiera poner el intermitente para saber a qué lado tengo que girar. A pesar de la intranquilidad que supone salirse de la supuesta rutina habitual, afronto los cambios con ilusión y con esperanza de que lleguen a buen término.
Tranquilos, no estoy sola en este camino. Hay otras dos locas más que tendrán que aguantar mis momentos de duda y de confianza alternos sobre cada nuevo paso.
El movimiento de estos últimos días no es metafórico. He ido a Las Rozas, a Rivas, otra vez a Rivas en el mismo día, al distrito de Chamberí (atravesar Goya y Colón a primera hora es una experiencia que desconocía), luego a San Blas, al día siguiente volver a Chamberí, posteriormente a la estación de Méndez Álvaro a contrarreloj (con atasco en la M-30 incluido), otra visita a San Blas y, por último, echar el día en Ciudad de Barcelona. A simple vista, el único problema que podría tener este ir y venir sólo sería el gasto de gasolina que conlleva tanto kilómetro arriba y abajo. Pero hay que tener en cuenta que yo prefiero andar antes que conducir y que mi coche no tiene dirección asistida (toda una ventaja si quieres ejercitar los brazos cada vez que tienes que maniobrar para aparcar). Vamos, que al que me diga que le acerque en coche, ya sabéis dónde puede meterse el tubo de escape.
Del mismo modo, todo este trajín no hubiera sido más que una simple anécdota si no hubiera tenido que lidiar con toda una serie de cambios, decisiones, noticias, acontecimientos y proyectos súbitos, inesperados y sorprendentes. Todavía estoy ordenando en mi cabeza muchas de las situaciones que se vienen encima, no porque sean buenas o malas, sino porque aparecen de repente, sin ni siquiera poner el intermitente para saber a qué lado tengo que girar. A pesar de la intranquilidad que supone salirse de la supuesta rutina habitual, afronto los cambios con ilusión y con esperanza de que lleguen a buen término.
Tranquilos, no estoy sola en este camino. Hay otras dos locas más que tendrán que aguantar mis momentos de duda y de confianza alternos sobre cada nuevo paso.
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jueves, 11 de marzo de 2010
Con dolor... pero hacia delante
No puedo pasar por alto esta fecha, a pesar de los dolorosos recuerdos que nos vienen a la cabeza. Pero evitaré ahondar más en la herida que, seis años después, aún pega latigazos de dolor con un simple roce.
Prefiero pensar en todas las innumerables personas que prestaron su ayuda en aquellos terribles momentos, que desterraron el miedo y lo cambiaron por el altruismo para socorrer heridos, quitar escombros, traer mantas o, simplemente, dar un abrazo a quien lloraba. Me acuerdo de aquella marea humana que recorrió algunas de las principales calles de Madrid para rechazar de lleno aquella puñalada en el corazón de todos los que vivimos en este país. Guardo en mi mente la imagen de Atocha repleta de muestras de apoyo, escritas con la improvisación que empuja al alma cuando está resquebrajada. Y aún conservo en mi bandeja de entrada algunos correos electrónicos de mis contactos en los que se alegraban de que todas las personas a las que querían estaban bien, si no se tiene en cuenta las lágrimas derramadas por otras historias que tuvieron un final con fundido a negro.
Sobre todo, me quedo con la fuerza que nos hace seguir hacia delante, a pesar de que no puedo evitar que se me empañen los ojos al redactar estas líneas.
En este intento por echar la vista atrás, sólo para tomar aliento y hacer que mis pasos (y nuestros pasos, si me lo permitís) sean más firmes y decididos que nunca, he rescatado una poesía que escribí en aquellas fechas. No podría deciros si es asonante o consonante, de arte mayor o menor, o, simplemente, buena o mala. De hecho, ni siquiera podría afirmar si se puede incluir dentro de la definición de “poema”. Pero, por si acaso Gabriel Celaya tuviera razón, aquí os dejo esta pequeña bala para que el dolor no sea sólo un sentimiento amargo, sino un estímulo para lograr que nunca más tengamos que sufrirlo.
Prefiero pensar en todas las innumerables personas que prestaron su ayuda en aquellos terribles momentos, que desterraron el miedo y lo cambiaron por el altruismo para socorrer heridos, quitar escombros, traer mantas o, simplemente, dar un abrazo a quien lloraba. Me acuerdo de aquella marea humana que recorrió algunas de las principales calles de Madrid para rechazar de lleno aquella puñalada en el corazón de todos los que vivimos en este país. Guardo en mi mente la imagen de Atocha repleta de muestras de apoyo, escritas con la improvisación que empuja al alma cuando está resquebrajada. Y aún conservo en mi bandeja de entrada algunos correos electrónicos de mis contactos en los que se alegraban de que todas las personas a las que querían estaban bien, si no se tiene en cuenta las lágrimas derramadas por otras historias que tuvieron un final con fundido a negro.
Sobre todo, me quedo con la fuerza que nos hace seguir hacia delante, a pesar de que no puedo evitar que se me empañen los ojos al redactar estas líneas.
En este intento por echar la vista atrás, sólo para tomar aliento y hacer que mis pasos (y nuestros pasos, si me lo permitís) sean más firmes y decididos que nunca, he rescatado una poesía que escribí en aquellas fechas. No podría deciros si es asonante o consonante, de arte mayor o menor, o, simplemente, buena o mala. De hecho, ni siquiera podría afirmar si se puede incluir dentro de la definición de “poema”. Pero, por si acaso Gabriel Celaya tuviera razón, aquí os dejo esta pequeña bala para que el dolor no sea sólo un sentimiento amargo, sino un estímulo para lograr que nunca más tengamos que sufrirlo.
CON M DE MARZO
Cristales y hierros retorcidos
que destellan en medio de la calma.
Punzadas que queman
atraviesan el alma.
Velas rojas,
bancos rojos,
caras rojas
sobre fondo gris.
Preguntas que no se dicen,
preguntas que se gritan,
preguntas que no se responden.
Soluciones sin venir.
El miedo acechando detrás
con la constante sospecha.
Esperar temiendo
el estallido
y más aún el temor
de lo cercano.
Pero no conseguirán callarnos.
Cuando las heridas cicatrizan,
la piel se hace más fuerte.
No lograrán amedrentarnos.
Si las manos permanecen unidas,
juntos, miraremos al frente.
Cristales y hierros retorcidos
que destellan en medio de la calma.
Punzadas que queman
atraviesan el alma.
Velas rojas,
bancos rojos,
caras rojas
sobre fondo gris.
Preguntas que no se dicen,
preguntas que se gritan,
preguntas que no se responden.
Soluciones sin venir.
El miedo acechando detrás
con la constante sospecha.
Esperar temiendo
el estallido
y más aún el temor
de lo cercano.
Pero no conseguirán callarnos.
Cuando las heridas cicatrizan,
la piel se hace más fuerte.
No lograrán amedrentarnos.
Si las manos permanecen unidas,
juntos, miraremos al frente.
domingo, 28 de febrero de 2010
'Ébano'
Ya tenía ganas de escribir este post…
Por fin he acabado el libro de ‘Ébano’, de Ryszard Kapuscinski. No penséis que lo digo aliviada, como si me hubiera quitado un peso de encima. Más bien al contrario: he disfrutado mucho leyéndolo. Digo “por fin” porque, debido a mis escasos momentos de ocio y gracias a la estructura del libro, su lectura se ha dilatado más de lo que me hubiera gustado.
La verdad es que sólo conocía a Kapuscinski porque es el nombre de mi promoción de Periodismo. Debería saber algo más sobre él (bueno, algo más allá de que es un periodista y que murió en 2007) dada mi licenciatura, pero no soy de ese tipo de chicas que son listas y recuerdan datos o nombres. Pero llegó a mis manos este libro, gracias a mi prima y a mi primo menos cuarto que me regalaron ‘Ébano’ como parte de un pedazo regalazo (perdón por los dos sufijos aumentativos, pero en este caso están más que justificados).
Comencé a leerlo con algo de miedo. El resumen de la contraportada no me daba muchas pistas de lo que me iba a encontrar dentro, más allá de los elogios al autor. Además, el gusto de mi primo menos cuarto por los temas históricos me hacía sospechar que iba a ser un libro difícil de leer para mí. Aún así, nunca desecho un libro sin haber leído antes al menos los primeros capítulos y puedo contar con los dedos de una mano aquellos que he abandonado sin terminar sus páginas.
Los primeros capítulos me sorprendieron mucho, porque apenas encontré mis temidos datos históricos. Más allá de algunos nombres de ciudades y mandatarios africanos, necesarios para el desarrollo de la narración, leí las impresiones de un blanco en tierra de negros, desbordado por la grandeza del continente. Su visión es la de un europeo que no se siente superior, por su pasado colonialista, sino más bien al contrario: debilitado por el calor, evidentemente pálido por el color de la piel, sin ansias de dominar sino de situarse a la misma altura para entender el por qué de cada gesto o de cada movimiento de los africanos.
Cuando llevaba algo menos de la mitad del libro, no podía quitarme una palabra de la cabeza: “transparente”. Leer cada párrafo, cada hoja, cada capítulo era ver con total nitidez todo aquello que describía, sin caer en exceso ni defecto de adjetivos y, sobre todo, con un lenguaje sencillo, sin perder por ello la precisión de los términos ni el dinamismo de la narración. Me dejó realmente fascinada la capacidad de Kapuscinski para mostrar una realidad totalmente ajena a la nuestra como algo totalmente cercano e, incluso, cotidiano. A la descripción objetiva del periodista se unía la necesidad del reportero de hacer llegar los rasgos de otra sociedad, conseguir explicar los hechos que hacen que una cultura sea de esa determinada manera, hasta el punto de comprender cómo algunos detalles que podríamos pasar por alto, determinan el día a día de un colectivo. En esta misma línea, me impresionó saber cómo el calor sofocante de África marca soberanamente las actividades cotidianas de la gente, las estructuras de las casas, los emplazamientos de los poblados,… Impacta muchísimo llegar a comprender cómo la sombra y las corrientes de aire pueden llegar a convertirse en un bien preciado, precisamente por su escasez.
Conforme iba avanzando en la lectura, empecé a ver el libro como una metáfora del propio continente del que habla. Es el ejemplo perfecto de lo que significa la palabra “mosaico”. Cada capítulo mostraba una historia y un aspecto diferente de África, a la vez que constituía una pieza imprescindible para entender los hechos anteriores y, con probabilidad, los venideros. Igual que en un mosaico, cada tesela es importante de por sí, ya sea por su forma o por su color, pero cobra su sentido pleno cuando está integrada con el resto de las piezas y, sobre todo, cuando se observa con un poco de perspectiva.
Todo lo dicho en los párrafos anteriores, aparece resumido en un par de extractos que encontré en las últimas páginas del libro:
“Estando en África, el europeo no ve más que una parte de ella: por lo general, ve tan sólo su capa exterior, que a menudo no es la más interesante, ni tampoco reviste mayor importancia. Su mirada se desliza por la superficie, sin penetrar en el interior, como si no se creyese que detrás de cada cosa, pudiera esconderse un misterio, misterio que, a un tiempo, se hallara encerrado en ella. Pero la cultura europea no nos ha preparado para semejantes viajes hacia el interior, hacia las fuentes de otros mundos y de otras culturas.”
“África significa miles de situaciones. De lo más diversas, distintas, contradictorias, opuestas. Alguien dirá: ‘Allí hay guerra’. Y tendrá razón. Otro dirá: ‘Allí hay paz’, y también tendrá razón. Todo depende de dónde y cuándo”.
Tenía ganas de escribir este post para invitaros a leer este libro que ido disfrutando a sorbos pequeños.
P.D: Por cierto, he tenido que buscar en Google cómo se escribía Kapuscinski. No soy tan inteligente como para saberlo de memoria…
Por fin he acabado el libro de ‘Ébano’, de Ryszard Kapuscinski. No penséis que lo digo aliviada, como si me hubiera quitado un peso de encima. Más bien al contrario: he disfrutado mucho leyéndolo. Digo “por fin” porque, debido a mis escasos momentos de ocio y gracias a la estructura del libro, su lectura se ha dilatado más de lo que me hubiera gustado.
La verdad es que sólo conocía a Kapuscinski porque es el nombre de mi promoción de Periodismo. Debería saber algo más sobre él (bueno, algo más allá de que es un periodista y que murió en 2007) dada mi licenciatura, pero no soy de ese tipo de chicas que son listas y recuerdan datos o nombres. Pero llegó a mis manos este libro, gracias a mi prima y a mi primo menos cuarto que me regalaron ‘Ébano’ como parte de un pedazo regalazo (perdón por los dos sufijos aumentativos, pero en este caso están más que justificados).
Comencé a leerlo con algo de miedo. El resumen de la contraportada no me daba muchas pistas de lo que me iba a encontrar dentro, más allá de los elogios al autor. Además, el gusto de mi primo menos cuarto por los temas históricos me hacía sospechar que iba a ser un libro difícil de leer para mí. Aún así, nunca desecho un libro sin haber leído antes al menos los primeros capítulos y puedo contar con los dedos de una mano aquellos que he abandonado sin terminar sus páginas.
Los primeros capítulos me sorprendieron mucho, porque apenas encontré mis temidos datos históricos. Más allá de algunos nombres de ciudades y mandatarios africanos, necesarios para el desarrollo de la narración, leí las impresiones de un blanco en tierra de negros, desbordado por la grandeza del continente. Su visión es la de un europeo que no se siente superior, por su pasado colonialista, sino más bien al contrario: debilitado por el calor, evidentemente pálido por el color de la piel, sin ansias de dominar sino de situarse a la misma altura para entender el por qué de cada gesto o de cada movimiento de los africanos.
Cuando llevaba algo menos de la mitad del libro, no podía quitarme una palabra de la cabeza: “transparente”. Leer cada párrafo, cada hoja, cada capítulo era ver con total nitidez todo aquello que describía, sin caer en exceso ni defecto de adjetivos y, sobre todo, con un lenguaje sencillo, sin perder por ello la precisión de los términos ni el dinamismo de la narración. Me dejó realmente fascinada la capacidad de Kapuscinski para mostrar una realidad totalmente ajena a la nuestra como algo totalmente cercano e, incluso, cotidiano. A la descripción objetiva del periodista se unía la necesidad del reportero de hacer llegar los rasgos de otra sociedad, conseguir explicar los hechos que hacen que una cultura sea de esa determinada manera, hasta el punto de comprender cómo algunos detalles que podríamos pasar por alto, determinan el día a día de un colectivo. En esta misma línea, me impresionó saber cómo el calor sofocante de África marca soberanamente las actividades cotidianas de la gente, las estructuras de las casas, los emplazamientos de los poblados,… Impacta muchísimo llegar a comprender cómo la sombra y las corrientes de aire pueden llegar a convertirse en un bien preciado, precisamente por su escasez.
Conforme iba avanzando en la lectura, empecé a ver el libro como una metáfora del propio continente del que habla. Es el ejemplo perfecto de lo que significa la palabra “mosaico”. Cada capítulo mostraba una historia y un aspecto diferente de África, a la vez que constituía una pieza imprescindible para entender los hechos anteriores y, con probabilidad, los venideros. Igual que en un mosaico, cada tesela es importante de por sí, ya sea por su forma o por su color, pero cobra su sentido pleno cuando está integrada con el resto de las piezas y, sobre todo, cuando se observa con un poco de perspectiva.
Todo lo dicho en los párrafos anteriores, aparece resumido en un par de extractos que encontré en las últimas páginas del libro:
“Estando en África, el europeo no ve más que una parte de ella: por lo general, ve tan sólo su capa exterior, que a menudo no es la más interesante, ni tampoco reviste mayor importancia. Su mirada se desliza por la superficie, sin penetrar en el interior, como si no se creyese que detrás de cada cosa, pudiera esconderse un misterio, misterio que, a un tiempo, se hallara encerrado en ella. Pero la cultura europea no nos ha preparado para semejantes viajes hacia el interior, hacia las fuentes de otros mundos y de otras culturas.”
“África significa miles de situaciones. De lo más diversas, distintas, contradictorias, opuestas. Alguien dirá: ‘Allí hay guerra’. Y tendrá razón. Otro dirá: ‘Allí hay paz’, y también tendrá razón. Todo depende de dónde y cuándo”.
Tenía ganas de escribir este post para invitaros a leer este libro que ido disfrutando a sorbos pequeños.
P.D: Por cierto, he tenido que buscar en Google cómo se escribía Kapuscinski. No soy tan inteligente como para saberlo de memoria…
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sábado, 20 de febrero de 2010
Tarde de compras creativas
Ayer necesitaba escapar, airearme un poco, fugarme de mi día a día. Y así lo hice. Aprovechando que tenía que hacer un par de recados por el centro, me perdí en uno de mis pequeños mundos favoritos.
Nada más llegar a la Plaza de Pontejos, entré en una de esas tiendas donde podría pasarme toda la tarde entera (ya casi lo hago en esta ocasión). Entré en Almacenes Cobián por la planta de abajo, la sección de manualidades. No me detuve mucho tiempo allí, pues tenía claro cuál era mi objetivo esa tarde. Pero no pude evitar dar un rápido repaso con la mirada por las estanterías donde encontré todos esos materiales que salían en los libros y programas de manualidades que me encantaban de pequeña y cuyo interés he vuelto a recuperar últimamente.
Subí las escaleras, mirando de reojo a la zona de telas que está un poco más abajo, y entré en la planta que más me gusta de esa tienda. Los viernes por la tarde y los sábados por la mañana está a rebosar de señoras costureras, madres habilidosas y chicas creativas que buscan ese cordel de cuero con un grosor concreto, esas cuentas de madera para dar un toque diferente a ese bolso, o aquella cinta de raso que combina perfectamente con ese vestido que está en casa por arreglar. Toda esa gente mira, toca, busca un hueco en el mostrador, pregunta, compara colores,… Para mí, no representan un estorbo, sino la esencia de esa tienda.
Tras un vistazo general por la sección de abalorios, cojo número para que me atiendan. Lo miro, levanto la vista hacia la pantalla luminosa, vuelvo a mirar el papel que sostengo entre las manos y me vuelvo a fijar en el número que parpadea en la pared. Por un momento, pienso que puede ser un error. Pero rápidamente deshecho esa idea al ver toda la gente que se agolpa alrededor de la sección de cuentas. Tengo el número 64 y todavía van por el 22. Lo bueno es que me sobra tiempo para darme una vuelta tranquilamente por toda la tienda hasta que se acerque mi número.
Primero me voy haciendo un hueco en el mostrador de abalorios y busco lo que necesito. Cada una de las piezas que hay bajo el cristal me sugieren mil proyectos, cientos de ideas, una veintena de broches y decenas de collares o pulseras que podría hacer. Me encanta esa explosión creativa que bulle en mi cabeza cada vez que voy a cualquier tienda de abalorios o mercería. El límite, claro está, es el dinero: aunque cada cuenta o fornitura cuesta escasamente unos céntimos, cuando empiezas a sumar céntimos más céntimos, acabas gastándote más de lo que esperabas. Por eso, ahora siempre voy con una lista de las cosas que realmente me hacen falta y otra de las que no son imprescindibles pero con las que podría completar algún que otro proyecto que tengo en mente.
Como aún tengo varios números por delante de mí, decido pasarme a la tienda de al lado. La primera vez que entré en el Almacén de Pontejos, lo hice casi de casualidad. Pero allí encontré unos botones que necesitaba y, desde entonces, siempre me doy un garbeo en busca de materiales y de inspiración. El problema es que esta mercería consiste en un largo y estrecho pasillo, con mostradores a ambos lados, llenos de gente curioseando entre botones y abalorios, por lo que a veces es difícil poder encontrar lo que estás buscando. Sin embargo, siempre he encontrado lo que andaba buscando. De hecho, en esta ocasión, encontré justo los cierres que necesitaba y, además, algo más baratos. Pero no los compré en ese momento: pensé que era mejor volver a la otra tienda, ver si ya se acercaba mi número y, cuando terminase mis compras allí, volver a esta mercería para conseguir los últimos materiales.
Aún quedaban más diez personas por delante de mí, así que me di un rápido garbeo por la sección de tejidos donde vi y toqué los rollos de tul, con la mente puesta en varios broches y adornos de pelo que podría hacer con esa tela. También pasé por la zona de las cintas de raso que abandoné rápidamente porque cada muestrario que tomaba, me sugería una y otra tarde de costura para dar forma a todas esas ideas que iban naciendo en mi cabeza.
Decidí coger sitio en el expositor de abalorios y esperar mi turno. Así, quietecita en mi rinconcito, evitaría que me entrasen ganas de comprarme toda la tienda. Saqué de mi monedero una de las bolitas que voy a utilizar para hacer un collar (que llevo mucho tiempo dando forma mentalmente pero sin encontrar tiempo para materializarlo), con el fin de comprobar si el tamaño de los apliques que iba a comprar se corresponde con lo que necesito. Tras considerarlos varios minutos, decido preguntar más tarde en la tienda de al lado. Entre unas cosas y otras, cuando me toca el turno, sólo pido un colgante que no tenía apuntado en mi lista pero que me ha sugerido una idea genial. Al final, he picado, como siempre.
Con mi pequeño tesoro en el bolso, vuelvo a la otra mercería, pero ya voy a piñón fijo. Me atienden directamente (¡qué suerte!), pido los cierres, paso por caja para pagar, pregunto si tienen los apliques que necesito, voy a la sección de botones, espero un minuto escaso, me enseñan una gran variedad donde encuentro justo los del tamaño que necesito, vuelvo a pasar por caja para pagar y salgo de la tienda.
Tal vez puede parecer una tarde estresante de esperar, ir, venir, mirar, decidir, comparar, tocar, comprar,… Para mí, es como ir al Museo Reína Sofía antes de pintar una versión del Guernica. Significa llenar mi cabeza de diseños, bocetos y proyectos para que no dejen lugar a los problemas. Supone una tarde tranquila de compras en la que no se gasta dinero, sino que se invierte en creatividad.
Nada más llegar a la Plaza de Pontejos, entré en una de esas tiendas donde podría pasarme toda la tarde entera (ya casi lo hago en esta ocasión). Entré en Almacenes Cobián por la planta de abajo, la sección de manualidades. No me detuve mucho tiempo allí, pues tenía claro cuál era mi objetivo esa tarde. Pero no pude evitar dar un rápido repaso con la mirada por las estanterías donde encontré todos esos materiales que salían en los libros y programas de manualidades que me encantaban de pequeña y cuyo interés he vuelto a recuperar últimamente.
Subí las escaleras, mirando de reojo a la zona de telas que está un poco más abajo, y entré en la planta que más me gusta de esa tienda. Los viernes por la tarde y los sábados por la mañana está a rebosar de señoras costureras, madres habilidosas y chicas creativas que buscan ese cordel de cuero con un grosor concreto, esas cuentas de madera para dar un toque diferente a ese bolso, o aquella cinta de raso que combina perfectamente con ese vestido que está en casa por arreglar. Toda esa gente mira, toca, busca un hueco en el mostrador, pregunta, compara colores,… Para mí, no representan un estorbo, sino la esencia de esa tienda.
Tras un vistazo general por la sección de abalorios, cojo número para que me atiendan. Lo miro, levanto la vista hacia la pantalla luminosa, vuelvo a mirar el papel que sostengo entre las manos y me vuelvo a fijar en el número que parpadea en la pared. Por un momento, pienso que puede ser un error. Pero rápidamente deshecho esa idea al ver toda la gente que se agolpa alrededor de la sección de cuentas. Tengo el número 64 y todavía van por el 22. Lo bueno es que me sobra tiempo para darme una vuelta tranquilamente por toda la tienda hasta que se acerque mi número.
Primero me voy haciendo un hueco en el mostrador de abalorios y busco lo que necesito. Cada una de las piezas que hay bajo el cristal me sugieren mil proyectos, cientos de ideas, una veintena de broches y decenas de collares o pulseras que podría hacer. Me encanta esa explosión creativa que bulle en mi cabeza cada vez que voy a cualquier tienda de abalorios o mercería. El límite, claro está, es el dinero: aunque cada cuenta o fornitura cuesta escasamente unos céntimos, cuando empiezas a sumar céntimos más céntimos, acabas gastándote más de lo que esperabas. Por eso, ahora siempre voy con una lista de las cosas que realmente me hacen falta y otra de las que no son imprescindibles pero con las que podría completar algún que otro proyecto que tengo en mente.
Como aún tengo varios números por delante de mí, decido pasarme a la tienda de al lado. La primera vez que entré en el Almacén de Pontejos, lo hice casi de casualidad. Pero allí encontré unos botones que necesitaba y, desde entonces, siempre me doy un garbeo en busca de materiales y de inspiración. El problema es que esta mercería consiste en un largo y estrecho pasillo, con mostradores a ambos lados, llenos de gente curioseando entre botones y abalorios, por lo que a veces es difícil poder encontrar lo que estás buscando. Sin embargo, siempre he encontrado lo que andaba buscando. De hecho, en esta ocasión, encontré justo los cierres que necesitaba y, además, algo más baratos. Pero no los compré en ese momento: pensé que era mejor volver a la otra tienda, ver si ya se acercaba mi número y, cuando terminase mis compras allí, volver a esta mercería para conseguir los últimos materiales.
Aún quedaban más diez personas por delante de mí, así que me di un rápido garbeo por la sección de tejidos donde vi y toqué los rollos de tul, con la mente puesta en varios broches y adornos de pelo que podría hacer con esa tela. También pasé por la zona de las cintas de raso que abandoné rápidamente porque cada muestrario que tomaba, me sugería una y otra tarde de costura para dar forma a todas esas ideas que iban naciendo en mi cabeza.
Decidí coger sitio en el expositor de abalorios y esperar mi turno. Así, quietecita en mi rinconcito, evitaría que me entrasen ganas de comprarme toda la tienda. Saqué de mi monedero una de las bolitas que voy a utilizar para hacer un collar (que llevo mucho tiempo dando forma mentalmente pero sin encontrar tiempo para materializarlo), con el fin de comprobar si el tamaño de los apliques que iba a comprar se corresponde con lo que necesito. Tras considerarlos varios minutos, decido preguntar más tarde en la tienda de al lado. Entre unas cosas y otras, cuando me toca el turno, sólo pido un colgante que no tenía apuntado en mi lista pero que me ha sugerido una idea genial. Al final, he picado, como siempre.
Con mi pequeño tesoro en el bolso, vuelvo a la otra mercería, pero ya voy a piñón fijo. Me atienden directamente (¡qué suerte!), pido los cierres, paso por caja para pagar, pregunto si tienen los apliques que necesito, voy a la sección de botones, espero un minuto escaso, me enseñan una gran variedad donde encuentro justo los del tamaño que necesito, vuelvo a pasar por caja para pagar y salgo de la tienda.
Tal vez puede parecer una tarde estresante de esperar, ir, venir, mirar, decidir, comparar, tocar, comprar,… Para mí, es como ir al Museo Reína Sofía antes de pintar una versión del Guernica. Significa llenar mi cabeza de diseños, bocetos y proyectos para que no dejen lugar a los problemas. Supone una tarde tranquila de compras en la que no se gasta dinero, sino que se invierte en creatividad.
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