jueves, 31 de diciembre de 2009

Con mis manos

En varios de los blogs por los que me dejo caer, ya hay balances del 2009, retrospectivas de este año, el ABC de los últimos 365 días y hasta cartas a los Reyes Magos pidiendo el trío de los deseos (salud, dinero y amor).

Yo no suelo hacer este tipo de repasos de lo que me ha ocurrido durante el año anterior, principalmente por dos motivos. El primero de ellos es mi deficiente memoria (de esto pueden dar fe mis compañeras de trabajo). Soy incapaz de recordar las cosas importantes, pero luego sí que retengo detalles tontos de tal o cual situación que ocurrió aquel día de Dios sabe qué año. Dada mi situación mental, que empeora inexorablemente con el paso tiempo, es difícil buscar tanto lo bueno como lo malo que me haya pasado en este 2009 para colocarlo en cada uno de los platillos de la balanza.

El segundo motivo es que no le veo ninguna utilidad a eso de repasar lo que ha ocurrido en los últimos doce meses. Sí es adecuado echar la vista atrás de vez en cuando, para analizar determinadas situaciones con la perspectiva que otorga el tiempo y volver a valorarlas, ya sea de igual o de distinta manera, y aprender de ellas. Sin embargo, creo que este ejercicio debe realizarse periódicamente (o, al menos, cuando te lo pida el alma) y no el 31 de diciembre, por convencionalismo.

Al margen de estas creencias mías, las conversaciones sobre cómo ha ido el último año y cómo será el nuevo que empezará son inevitables. Hace unas semanas, hablando de este mismo tema con una amiga, me comentaba que éste había sido un “año de mierda” para ella. En un momento, hice un rápido flashback a lo que me había ocurrido a mí en ese mismo periodo. Veo destellos de momentos buenos con risas, llamadas de teléfono con una voz que hace tiempo que no escuchas, familiares que visitan y a los que visitas, largas tardes de café y conversación, amig@s que siempre están ahí, proyectos personales y profesionales que se cumplen,… También vislumbro caras tristes, días oscuros, preocupación por otras personas, ojos encharcados por las lágrimas, noches pensando “¿por qué?”,… Pero la sensación general que me queda es más bien insípida, sin que predominen ni los sabores dulces ni los amargos. Ha habido momentos malos que se han solucionado (los que no se han cerrado, probablemente continuarán en el 2010), pero los buenos no lo han sido lo suficiente como para que tapen completamente el regusto de los anteriores.

Con esta sensación en el paladar, tome una decisión (llamadlo “propósito de Año Nuevo” si os gusta más, pero esto es más bien un propósito a largo plazo): quiero que el dicho de “Año Nuevo, vida nueva” cobre realmente sentido. Para ello, voy a hacer que las cosas ocurran y no esperan a que pasen. Si quiero cambios en mi vida, tendré que empezarlos yo misma.

Como primer paso, modificaré una de mis tradiciones de Nochevieja. Todos los 31 de diciembre, suelo estrenar algo, ya sea un vestido o unos simples pendientes que me hayan regalado en Navidad, como una manera de tener suerte en el año que empieza. Hoy me pondré una diadema-tocado que he confeccionado con fieltro y tul, es decir, algo nuevo pero que he hecho con mis manos. Si es posible cambiar una diadema negra y lisa comprada en un ‘Todo a 0,60 €’, ¿por qué no rediseñar nuestras vidas?



Hoy puede ser la noche en que vuestros sueños empiecen a hacerse realidad. Al menos, si vosotros queréis.

¡FELIZ AÑO 2010!

jueves, 24 de diciembre de 2009

De cómo nacen y mueren las tradiciones

Desde que era pequeña (al menos, hasta donde alcanzan mis recuerdos), el árbol de Navidad y el Belén se montaban en mi casa el día 8 de diciembre, porque era festivo y todos estábamos en casa, relativamente ociosos. Me encantaba (me encanta y me encantará) sacar todos los adornos de aquellas cajas de zapatos viejas y volver a mirarlos detenidamente como si fuera la primera vez. Manzanita rojas, bolas brillantes de colores, espumillón, figuritas de madera, campanillas doradas, lazos de raso,…

Recuerdo con especial cariño cómo decorábamos la casa en aquellas fechas cuando era pequeña. En aquellos años, vivíamos en una casa más pequeña que la de ahora, en Vallecas, y no teníamos espacio para un árbol de Navidad como Dios manda. Por eso, mi madre ideó un abeto recortado en cartón, forrado con una especie de terciopelo verde adhesivo y bordeado con una tira de espumillón, que colgábamos en la pared del salón. Para colocar las figuritas, clavábamos alfileres y, de ellos, colgábamos los adornos.



El Belén también era otra pieza digna de un tutorial de decoración del hogar. Por falta de espacio (o, más bien, para que fuera más fácil limpiar el polvo), lo montábamos dentro de una quesera. Todas las figuritas quedaban recogidas dentro de los límites de la base redonda de madera y protegidas por una campana de cristal, que le daba un aire de pieza de museo. En los últimos años, trasladamos el Belén a una bandeja de cocina, forrada de fieltro verde como el árbol, y así pudimos ampliar el número de figuritas.

Cuando nos cambiamos de casa, hace ya unos cuantos pares de años, compramos un árbol en condiciones, pero el Belén siguió siendo el mismo aunque con cambios de ubicación o decoración. De hecho, la colocación de los últimos años llamaba especialmente la atención a aquellos que llegaban al salón, por el aire multicultural que tenía, como podéis ver aquí abajo. Pero la tradición de montarlo el 8 de diciembre seguía más o menos invariable.



Este año, mi madre sentenció que los adornos se iban a poner el 24 de diciembre. ¿Cómo? Y, lo más importante, ¿por qué? ‘Porque tengo que limpiarle el polvo menos días al abeto y a las figuritas’, determinó. Pero ahí no acaba la masacre de tradiciones. Cuando mi padre sugirió que lo montáramos todo un domingo, antes de Nochebuena, mi madre aceptó, pero resolvió que este año no se ponía el Belén. ¿Cómo? Y, lo más importante, ¿por qué? ‘Porque, claro, ahí, con el teléfono nuevo… y, además, que el polvo…’, dijo mi madre. Resumido: ‘Que no, y punto’.

Desde entonces, me estoy quejando (a sus espaldas, claro) de este ataque contra una de las costumbres que más me gustan. Como contrapartida, yo estoy comenzando otra tradición para estas fechas: hacer tiramisú navideño (es igual que el de toda la vida, sólo que, como lo prepara en estas fiestas, pues lo llamo así). Llevo dos años haciéndolo y no estoy muy segura de cuánto tiempo tiene que pasar para que una tradición sea llamada como tal, pero para mí es suficiente. Tengo que compensar la muerte de una tradición con el nacimiento de otra, ¿no?



El otro día, sin venir a cuento, mi madre empieza a contarme que no sé cuando tiene que hacer no sé qué y, de camino, pasa por no sé donde,… En resumen: que ha visto un Belén pequeñito que le ha encantando y que va a comprar, por eso no se ha puesto este año el nuestro.

Hoy ha llegado mi madre con la caja, diciendo que es un regalo para ella, para que mi hermana no cotillease en la bolsa. Después de montar “su regalo”, nos ha avisado para que fuéramos al salón a verlo. Es un ángel, con las alas abiertas, que tiene en el regazo a los tres Reyes Magos, la Virgen, San José y el Niño Jesús. ‘Es muy bonito, pero el nuestro me gusta más, porque es el Belén de mi infancia’, pienso, sin decirlo en voz alta, para no herir los sentimientos de mi madre. ‘A mí me gusta más el de antes’, sentencia mi hermana, que es mucho más espontánea que yo. ‘Pero es que éste es más fácil para quitarle el polvo’, añado medio en broma, medio en serio.



En cuanto a tradiciones, como decía Julio Iglesias: “Unos que nacen, otros morirán,… La vida sigue igual”.

¡¡Felices Fiestas!!

lunes, 21 de diciembre de 2009

Sinfonía de una mañana de lunes nevado

“No voy a despertarme porque salga el sol...”: Mi móvil empieza a sonar con la canción de Fito. Ya es hora de levantarme.

Brrrrfff: Qué frío hace. Pero… ¡si ha nevado! 



Clink: Un café calentito, recién salido del microondas, para empezar el día.

Clamp: Sin olvidar la rebanada de pan que acaba de hacer un doble salto mortal desde la tostadora.

Pim pim: Enciendo el aire acondicionado y lo pongo a 26 grados para estar calentita mientras me visto. Tendré que ponerme varias capas de ropa para aguantar el frío que me espera fuera.

Crunch, crunch, crunch: Oigo cómo cruje la nieve bajo mis pies.

Plic, clic: Y siento cómo me caen las gotas de lluvia en la cabeza... Menos mal que llevo el paraguas en el bolso.

Ploc, ploc: Mucho mejor así.

Crunch… Crunch…: Hay que andar con cuidado para no caerse.

Zoufff…Uy…: Casi me resbalo.

Ti nini nini tini titi: Menos mal que tengo el móvil a mano.

Brum, brum: Se acerca el autobús. Creo que voy a cogerlo porque caminar por la calle hoy es un poco complicado.

¡Ouch!: Me he confundido de autobús. Esto me pasa por no fijarme bien en el número.

Tiki, tiki: Otro viaje de metrobus por mi despiste.

“Próxima parada: Camino de Vinateros. Parada común de líneas…”: Muy útil que te vayan diciendo las paradas en el autobús. Pero, ¿no podían haber puesto otra voz que la de Loquendo? Me recuerda a los vídeos de YouTube.

“I wanna run away… Y sobre campana una…”. Vaya mezcla musical más rara que tienen en el hipermercado.

“Próxima estación: Vinateros”: La vuelta a casa mejor la hago Metro, por si me vuelvo a confundir.

Jajajaja: Una madre y sus hijas se ríen y juegan al “Veo, veo” en el vagón.

Ding, dong: Ya estoy en casa. ¡Qué ganas de quitarme estos calcetines húmedos!

Clac, clac, clac: Aporreo el teclado de mi ordenador.

Clic: Pincho con el ratón sobre el botón de ‘Publicar entrada’.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Al final, lo encontraron...

El otro día desayunaba tranquilamente, con mis vacaciones recién estrenadas, mientras veía el telediario. Una de esas noticias me despertó de repente. No era una crisis diplomática, ni una acalorada discusión en el Congreso, ni unos malos datos económicos. Digamos que era un reportaje de interés noticioso medio, pero que me llamó poderosamente la atención, tanto por lo curioso del hecho como por el halo mágico que tenía.

Unas obras en el centro de Madrid (¡cómo no!) sacaron a la luz una caja de plomo que estaba escondida en el pedestal original de la estatua de Cervantes, en la Plaza de Cervantes. Sin titubear, el periodista determinó que era una cápsula del tiempo. Cuando oí ese término, no pude evitar una sonrisa de incredulidad. Me sonaba a una mezcla de juego infantil para los días de verano con escenas de película de ciencia ficción. Además, si aún no saben lo que hay dentro, ¿por qué están tan seguros de que es una cápsula del tiempo?

Precisamente me vino a la mente la página de un libro de actividades que tenía cuando era pequeña, donde te explicaban cómo hacer una de estas cajas con recuerdos para el futuro. Recuerdo que en aquel momento pensé lo mismo que pienso ahora: “¡Vaya tontería! No voy a dejar enterrados objetos que me gustan ni recuerdos valiosos para mí cuando es bastante probable que la gente del futuro ya sepa cómo vivimos en esta época, gracias a los libros, periódicos, vídeos,…”. Algo parecido había visto unos días atrás en ¡Qué vida más triste! (aunque más exagerado, claro).

A pesar de mi escepticismo, parece que la costumbre de dejar pequeños legados es una actividad que comenzó en la Edad Antigua, aunque el término “cápsula del tiempo” se acuñó posteriormente, ya en el siglo XX. Supongo que el deseo de sobrevivir más allá del tiempo es un anhelo común a todos los humanos en todas las épocas. De una manera más humilde, sin pretensiones de que la humanidad conozca cómo se vivía en una determina etapa de la Historia, también puede servir para rememorar momentos especiales de nuestra vida, a través de objetos con valor sentimental para nosotros. Claro, si estás dispuesto a dejarlos escondidos en una caja a merced del tiempo y/o de los amigos de lo ajeno.

Días después del descubrimiento de la cápsula del tiempo de Cervantes, volví a escuchar otra noticia sobre lo que había en el interior de la caja. Efectivamente no se habían confundido bautizándola como “cápsula del tiempo” pues dentro del cofre de plomo había cuatro tomos de El Quijote del año 1819, un ejemplar del Estatuto Real de 1834, un libro sobre la vida de Cervantes, monedas de la época, láminas con retratos de Isabel II y Manuel Martínez Varela, varias ediciones de La Gaceta de Madrid, varios libros y un manuscrito más deteriorado. Por lo que se ve, el autor de este salto histórico al pasado no lo hizo a la ligera. Todos los objetos se conservan en muy buen estado gracias al sellado de la caja y a una especie de insecticida con el que impregnó los documentos.

A pesar de mi escepticismo inicial y de que la Historia no es precisamente mi pasión, me alegró mucho conocer el contenido de la cápsula, saber que todo estaba perfectamente conservado y que, además, era documentos muy interesantes y válidos para el estudio de otras épocas pasadas. Eso sí, esto no me anima a que yo haga mi propia cápsula…

Parece que tenían razón los que decían que Gallardón estaba levantando Madrid con las obras para desenterrar un tesoro escondido. Al final, lo encontraron…

viernes, 18 de diciembre de 2009

El café con sacarina, por favor

Estoy empezando a plantearme seriamente cambiar una de las frases hechas más típicas para cerrar una discusión, ésa de “para gustos, los colores”. ¿No sería mucho mejor decir “para gustos, los turrones”?

Esta duda existencial me asaltó al ver la exagerada variedad de estos productos, colocados a ambos lados de un pasillo entero de un supermercado. Turrón duro, blando, de chocolate, de yema tostada, de Conguitos, de arroz con leche, de yogu-fresa (no se partieron mucho la cabeza con este nombre…), de chocolate y almendras, de guirlache,… Sin olvidar las estanterías de enfrente, con los polvorones, mazapanes, roscos, alfajores, bolitas de coco, mantecados,…

La diversidad de dulces navideños no es preocupante en sí. Más bien es curiosa: ver a una persona frente a las estanterías del supermercado con dos turrones en la mano, con cara de “¿Mi cuñada odiaba a muerte el turrón duro o era el blando?”. O a esa otra que, mientras mete una caja más de polvorones en el carrito de la compra, piensa: “¿Será suficiente con los cinco paquetes de mantecados y los ochos tipos distintos de turrones para los cuatro que cenaremos en Nochebuena?”.

Esto último es lo realmente alarmante. En primer lugar, hay que tener en cuenta que estos productos sólo se consumen una vez al año durante un período escaso de un mes, más o menos; es decir, hay que tomárselos deprisa para que no sobren en febrero. Además, solemos ingerirlos después de haber comido un copioso aperitivo, un gran primer plato, un abundante segundo y un recargado postre, todo ello regado con varias copas de vino y cava. Y por último, nos los suelen presentar en una bandeja que va inevitablemente unida a los brazos de un familiar que te dice: “Coge un par de ellos, que están muy buenos”.

Por tanto, ya sabemos de antemano (y año tras año) que vamos a comer muchos alimentos altos en grasas y azúcares en poco tiempo y que, con bastante probabilidad, nos llenarán el estómago y nos engordarán.

Bien, dado que conocemos las consecuencias de todo esto, ¿por qué sigo oyendo, al final de alguna comida navideña, la frase de “El café con sacarina, por favor”? Y no me digas que lo prefieres así por el sabor…

lunes, 14 de diciembre de 2009

Agárrense los machos

Buenas noticias: superamos el día 11 (incluso antes de lo previsto).
Malas noticias: muchas de mis neuronas han muerto en acto de servicio. Descansen en paz.

La combinación de ambos hechos es bastante perjudicial para los cuatro gatos que me leen (fieles, sí, pero cuatro): más tiempo libre para escribir pero menos capacidad creativa a causa del desgaste mental de las últimas semanas. Además, prometí que, cuando sobrepasara la barrera del 11-D (la “D” es de “Dios-mío-qué-ganas-de-que-llegue-este-día”), iba a postear con más asiduidad. Esto no quiere decir que lo haga con más calidad... Yo aviso...

Se acercan las Navidades y eso dará pie a muchos temas: los nostálgicos, los críticos, los infantiles, los tradicionales,… También podré hablar de mis aventuras y desventuras de estos días de fiesta: comidas familiares, películas clásicas (con sofá y manta incluidas, por supuesto), tareas pendientes (de esas de “qué pereza me da...”), tesis doctorales sobre los regalos navideños y otras actividades que irán surgiendo para aprovechar el tiempo libre o para matar los ratos vacíos, según se mire.

En definitiva: temática apasionante, candente actualidad y uso magistral de la lengua. Agárrense los machos. Vuelvo a la carga.

P.D: Para muestra, un botón: cómo hacer un post en el que no se dice absolutamente nada interesante.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Nada que declarar

Es difícil empezar a escribir cuando no tienes nada interesante que contar (bueno, corrijo: cuando no tienes NADA que contar). Pero, tras darme cuenta de que llevo unos quince días sin publicar ningún post, he decido que ya era hora de regar un poco mi cactus-blog, aunque sólo sea pan para hoy y hambre para mañana.

Mi vida en las últimas semanas se resume en dos palabras: ‘trabajo’ y ‘más trabajo’. Nuestra meta es llegar al día 11 con la última entrega terminada y con una salud mental y física más o menos estable. Sinceramente, creo que será más probable que consigamos lo primero que lo segundo. En estos quince días (y los que te rondaré, morena), he pasado por todos los estadios anímicos posibles, desde el paralizante agobio y la risa tonta, hasta el pesimismo absoluto y el pasotismo pacífico.

Entre medias de todos estos cambios de humor sin previo aviso, no hay mucho más que contar: un monólogo y cena en buena compañía, la anécdota de qué hacen un francés y un italiano en una oficina con tres españolas, una escapadita a Barcelona para ver a mis niñas (dos más pequeñas y otra más crecidita) y una tarde entera buscando el vivero perdido. Ya os lo advertí: no tengo una vida interesante.

A la espera de que me llame Brad Pitt (me dijo que iba a dejar a Angelina para fugarnos los dos juntos a dar rienda suelta a nuestra pasión… y aquí estoy, compuesta y sin novio…), me quedan todavía cinco días de trabajo que me absorberán completamente el tiempo. Si sobrevivo, prometo escribir todos esos post que tengo esbozados en mi cabeza.

Deseadnos suerte.