sábado, 31 de diciembre de 2011

Cinco minutos antes de la cuenta atrás

A pesar de lo que dice la canción, no suelo hacer un balance de lo bueno y malo del año que acaba y, por lo general, tampoco me agobio pensando en propósitos para el 1 de enero. Sin embargo, estos últimos días no he podido evitar echar la vista atrás y hacer un repaso de este 2011. Sé que ha habido momentos malos, situaciones que me gustaría desterrar totalmente y aspectos que me gustaría mejorar, pero en este momento no puedo acordarme de ninguno de ellos. Sólo soy capaz de pensar en las cosas buenas que me han pasado este año porque ha estado lleno de cambios: impuestos por las circunstancias, en el plano laboral, con ilusión, tomados conscientemente, a largo plazo, con algo de miedo, en el plano personal, con resultados prácticamente inmediatos,…

Aunque estos se han producido a lo largo de los 364 días pasados, he sido consciente de ellos en estos últimos meses y, más concretamente, durante las fiestas navideñas. De hecho, vivo esta Nochevieja de una manera totalmente distinta a las anteriores: ya no pienso en pedir 12 deseos cuando tome las uvas confiando en la suerte, sino en vivir plenamente el 2012 rodeada de la gente que quiero, tanto para compartir los buenos momentos como para apoyarme en los malos. Y todo esto lo digo cuando mi casa parece un campamento rumano por la estupenda ocupación de mi familia de Barcelona (aunque no estén todos lo son, sí son todos los que están, como suele decirse).Digo esto cuando pienso en mis parientes a los que apenas veo una vez al año y a los que veo todas las semanas. Digo esto cuando mis amigas de la universidad se han empeñado en tocarme la fibra sensible para hacerme llorar, dejando más constancia todavía de lo importantes que son para mí. Digo esto cuando mis amigas del colegio siguen ahí cuando se las necesita, tal vez con menos frecuencia que antes pero con tanta intensidad como siempre. Digo esto cuando mi círculo de amigos se ha ampliado por haberme aceptado sin apenas conocerme. Digo esto cuando pienso en todas las personas con las que he compartido un café o un simple refresco y en aquellas con las que tengo pendiente ese café o ese refresco. Digo esto cuando pensar en una llamada o en dar una vuelta bien acompañada me hace sonreír abiertamente.

Gracias a tod@s vosotr@s por demostrarme que los días, los meses y los años valen la pena según el valor de las personas que te rodean. Os aseguro que no es una frase bonita para cerrar este post, sino que realmente lo pienso de verdad.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Sin palabras

Siempre he dicho que la escritura es mi mejor vía de comunicación, en todos los sentidos: para ordenar las ideas que burbujean en mi cabeza, para que mi memoria retenga los hechos o contenidos que debo recordar, para apaciguar los sentimientos que se entrechocan en esa zona indeterminada entre el nudo en la garganta y el que se forma en el estómago, para dejar constancia de aquellas situaciones que no me gustaría perder en el olvido,... Sin embargo, en los últimos meses, me he quedado totalmente sin palabras. Y digo esto no sólo como una metáfora para disculpar mi ausencia en el blog durante este tiempo, sino en el sentido más literal del término.
Nunca, o al menos en muy pocas ocasiones, me había quedado sin términos para describir una situación. Me enorgullecía pensar que era capaz de verbalizar emociones, hasta el punto de poder revivirlas, con más o menos éxito, al volver a leer el texto que escribí cuando las sentía. O que, haciendo y rehaciendo frases sentada frente al teclado de mi ordenador, era capaz de volcar mi alma en una hoja en blanco.
Sin embargo, ahora estoy viviendo una etapa de mi vida que ha desmontado completamente mi capacidad de expresión. En mi defensa, diré que no es culpa mía: hay una persona que me ha dejado completamente sin palabras. Ha secuestrado mi ingenio a punta de mirada. Ha desordenado mis estructuras a base de sonrisas. Ha diezmado mi vocabulario con las frases oportunas en los momentos apropiados. En definitiva, ha puesto mi mundo patas arriba simplemente con su forma de ser.
Me ha dejado completamente noqueada, hasta el punto de que me siento sumamente torpe escribiendo (y reescribiendo y volviendo a reescribir) estas líneas. No consigo darles la forma transparente, brillante y perfecta que se merecen. No soy capaz de transmitir ni la mitad de lo que pienso y de lo que siento. Pasan miles de frases por mi cabeza en estos momentos, pero las descarto todas antes de teclearlas siquiera porque no consiguen expresar el trasfondo que las motiva, demasiado grande, demasiado profundo, demasiado inabarcable para reducirlo a un sujeto y un predicado.
Los que me conocéis sabéis que, a pesar de que no he dicho nada claro en estos párrafos, estoy contando mucho más de lo que normalmente suelo expresar. Pero también intuiréis que me dejo mucho más en el tintero...
Si mi tambaleante sentido literario me deja, quiero reservar un poco de esa tinta para escribir una última palabra. GRACIAS por hacerme sonreír como nunca antes lo había hecho.

lunes, 16 de mayo de 2011

¿Habrá cambio?

Llevo un buen rato leyendo los trending topics de #acampadasol y #spanishrevolution. Me ha picado la curiosidad la que escribe de 8 a 8 y media, que no tiene tantas telarañas como yo y se ha ido a verlo en directo. Y, la verdad, ahora me arrepiento de no haberme informado antes, de no haber ido a la manifestación del domingo. 
Sinceramente, pensaba que sería un movimiento social más, de esos con buenas intenciones pero que se acaban en cuatro pancartas y alguna mención en los periódicos sacada del teletipo de agencia de turno. Pero siguen haciendo ruido, aunque en los medios de comunicación convencionales sólo se escuche el eco. Creo que esto puede ser grande y no lo he visto venir...
Cierto es que veo difícil que todas las propuestas de ¡Democracia real ya! lleguen a realizarse si este movimiento consigue colarse entre las páginas de los libros de Historia de España del futuro. No sé si el cambio se producirá efectivamente, ni si será una renovación completa o sólo parcial. Pero había que moverse, eso era innegable. 
En una semana veremos los frutos de la movilización. Sea como sea, al menos se ha dejado constancia de que hay ganas de buscar nuevos caminos si los anteriores no funcionan.


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Actualizo con el vídeo que Airevisual ha hecho de la manifestación del pasado martes 17, un día después de que desalojaran la Puerta del Sol... temporalmente, porque esa misma noche el campamento volvió a sentar sus bases en la plaza.



viernes, 15 de abril de 2011

Escribir

Una tarde de viernes sin planes, con los últimos rayos del sol de la tarde lamiendo las paredes de mi habitación y un plato con restos de una tarta de chocolate en la mesa, parece el momento perfecto para volver a ponerme frente al teclado y retomar esa sana costumbre que no quiero perder: escribir.

Precisamente hace unos días, con motivo de la finalización de la ‘Operación Rachola’ (esto merece un post aparte), mi madre me invitó a volver a hacer limpieza de los papeles y cuadernos  que he ido acumulando en dos estrechas baldas que hay en mi escritorio. La gran bolsa azul de Ikea llena de folios clasificados según un extraño criterio que sólo yo entiendo y una amenaza (“O los ordenas tú o lo tiro yo todo”) marcaron mi mañana de sábado de hace un par de semanas.

De nuevo me vi inmersa en mi pasado, más concretamente en mi etapa universitaria. Apuntes que, si no fuera porque estaban escritos de mi puño y letra, juraría que nunca he estudiado; libros fotocopiados y encuadernados que escasamente habré consultado; claves de reprografía cuyo precio, escrito en la portada, parecía reírse de mí por la poca o nula utilidad que di a aquellas fotocopias. A medida que iba sacando bloques de folios, ordenados según el nombre de la asignatura que escribía como título en la primera hoja el primer día de clase, los colocaba estratégicamente encima de la mesa y de mi cama, para guardarlos a continuación en fundas de plástico y no volverlos a mirar hasta la próxima amenaza materna.

Entre todos aquellos vestigios de mi paso por la UC3M, me sorprendió encontrar varios folios y hojas sueltas de algunos cuadernos, escritos a mano, con algunos relatos cortos, el principio de un proyecto que se quedó precisamente en eso y un número indeterminado de páginas donde volqué, con más o menos sentido literario, los pensamientos y sentimientos de distintos días de un pasado no tan lejano como yo creía. Me sorprendió el número y la cercanía en el tiempo de aquellos documentos (de apenas siete años atrás). Más o menos desde que entré en la adolescencia, encontré en la escritura una vía de escape a todas esas palabras y emociones que rebotaban y chocaban entre sí en mi interior, deseosas de salir. Pasada esa etapa de búsqueda personal y efervescencia hormonal, había dado por supuesto que esa necesidad de escribir había quedado reducida a algún relato en tercera persona sobre acontecimientos vividos en primera línea. Pero, al encontrarme con aquellos escritos, variados en cuanto a preocupaciones, estilos y extensiones, me hicieron darme cuenta de que la palabra escrita sigue siendo mi mejor vía de comunicación, en todos los sentidos.

Es cierto que hay épocas en las que me hace falta escribir tanto como respirar: tengo algo dentro, bueno o malo, trivial o trascendental, que debo sacar fuera. En esos momentos, no preciso más que un bolígrafo y una hoja o un ordenador con un procesador de textos. También soy consciente de que hay otros períodos en los que, independientemente de la cantidad de experiencias que me haya tocado vivir, no siento la misma necesidad de volcar mi alma en un folio en blanco.

Este texto de Paulo Coelho, de ‘Maktub’, me impactó cuando lo leí porque completa y refuerza mis impresiones sobre este tema:

Dice el maestro:

Escribe. Ya sea una carta o un diario, o unas notas mientras hablas por teléfono, pero escribe. Escribir nos acerca a Dios y al prójimo. Si quieres entender mejor tu papel en el mundo, escribe. Procura plasmar tu alma por escrito, aunque nadie lo lea; o, lo que es peor, aunque alguien acabe leyendo lo que no querías. El simple hecho de escribir nos ayuda a organizar el pensamiento y a ver con claridad lo que nos rodea. Un papel y un bolígrafo hacen milagros, curan dolores, consolidan sueños, llevan y traen la esperanza perdida.
La palabra tiene poder.


La habitación ya se ha oscurecido por completo, tanto que tengo que encender el flexo, y el plato con los restos de la tarta siguen en mi mesa. Recuerdo una frase que nos dijo un profesor en la universidad: “La escritura es como un músculo: si dejas de ejercitarlo, se atrofia”. Y pienso que, a pesar de las obligaciones diarias y de las vueltas que dé la vida, no quiero que eso suceda.

miércoles, 19 de enero de 2011

Copia digital

El otro día hice limpieza en los cajones de mi escritorio (esos de los que mi padre dice que no es que tenga síndrome de Diógenes, si no que directamente tengo a Diógenes metido ahí dentro). Sabía que en algún momento de mi vida en esta casa tendría que hacer esa tarea. Pero, sobre todo, era consciente de que no sería algo planeado o impuesto por mí misma. Un tarde cualquiera, empezaría reestructurando los objetos de la cajonera, tirando dos o tres folios inservibles y colocando de nuevo cada elemento en su nuevo lugar. Poco a poco me liaría, sacando folletos, blocs de notas y cachivaches que ya tenía olvidados. Sin darme cuenta, acabaría con el suelo de mi habitación lleno de papeles, el corazón revuelto y la memoria desempolvada.

Efectivamente, así sucedió hace algunos días. Se podría decir que la razón “real” fue buscar un hueco en el primer cajón de mi escritorio para guardar mi recién estrenado netbook, para protegerlo de los posibles golpes o caídas que podría sufrir si lo seguía dejando en mi mesa a merced de cualquier mano torpe (por ejemplo, la mía). Pero la realidad es que aquel era el día señalado por el destino en el que, sin proponérmelo conscientemente, iba a poner patas arriba mi pasado.

No puedo calcular el tiempo que estuve revolviendo mis recuerdos. Sólo puedo contabilizar lo que pasó por mis manos y por mi juicio crítico. De allí saqué 10 blocs de notas sin estrenar o apenas empezados, con anotaciones ya olvidadas, algún que otro poema o relato corto, contraseñas de la intranet de la universidad, e incluso la dirección de una precaria página web que hice para una asignatura de la carrera (no me hago responsable de la publicidad, que incorporaron posteriormente). También encontré disquetes (¡¡discos de apenas 2 Mb!!) con algunos de mis trabajos de universidad y algún que otro documento de Word con reflexiones personales y una fallida novela corta (muy corta). Pasando todos esos archivos al ordenador, para hacer una copia, el sonido de la disquetera, mecánico y metálico, me hizo pensar que estaba manipulando algo totalmente obsoleto, cuando realmente no hace tanto que dejamos de utilizarla. La tarea guardar los documentos, borrarlos de su antiguo contenedor y formatear el disquete me produjo la extraña sensación de estar haciendo una desfragmentación del disco duro de mi propia memoria.

Al abrir las carpetas que guardo en mi segundo cajón de la mesa, centenares de hojas (y no exagero) activaron mis neuronas, trayendo al presente la razón que me llevó a guardarlas como oro en paño. De mi época escolar (tanto primaria como secundaria) conservaba apuntes de Matemáticas, mapas de Geografía, los escasos dibujos de plástica de los que me sentía orgullosa, el cuadro de nudos marineros que hice para Tecnología, las reglas del bádminton que nos obligaron a estudiar para Educación Física, canciones de misa de las que aún recuerdo el ritmo,… También guardaba varias revistas de adolescentes (¿os acordáis de la Super Pop, la Vale o la Bravo?) y decenas de hojas recortadas de las revistas con actores o cantantes famosos, técnicas para conquistar a los chicos (que ahora me dan un poco de vergüenza ajena) y consejos de belleza que revelan cuáles eran mis principales complejos cuando era (más) joven. Gracias a Dios, no todo era tan frívolo: también encontré recortes de fotos artísticas (supongo que para forrar alguna carpeta), técnicas de relajación (porque siempre me ha llamado mucho la atención el yoga) y una colección de los programas de los espectáculos del Cirque du Soleil a los que he podido ir (ya que quedé completamente fascinada la primera vez que lo vi… y las posteriores).

Tampoco faltaban algunos dibujos míos, algunos que me habían regalado mis amigas y otros tantos que me había dedicado mi hermana, especialmente cuando era (más) pequeña. Junto a esos testimonios manuales encontré otros más tecnológicos: miles de hojas imprimidas con los primeros e-mails que se reenviaban y reenvían (chistes, respuestas de exámenes, acontecimientos curiosos,…), imágenes prediseñadas (que creíamos que eran lo más guay del mundo y ahora nos da un poco de grima verlas), imágenes a color (las primeras que hizo mi tía con su impresora nueva) y páginas webs con canciones o fotos de algún cantante (mis primeros pasos para romper la brecha digital y tener Internet en papel).

Guardaba con especial cariño las invitaciones de cumpleaños de mis compañeras de clase, los Chritsmas de amigos y familiares, las felicitaciones que mis tías y mi abuela me daban todos los años, las postales de las amigas que estaban de vacaciones y las cartas que nos escribíamos en verano, aunque estuviésemos en la misma ciudad. E incluso conservaba folletos que me recordaban obras de teatro, excursiones o lugares, pero sobre todo, con quién había ido.

De ahí saqué dos bolsas enteras de papeles para tirar. Según iba sacando todos esos papeles, iba rememorando personas, hechos, sentimientos (esto me gustaba mucho de pequeña, esto lo guardé por tal o cual razón),… Y aunque simplemente con verlos, estimulaban notablemente zonas de mi memoria que estaban completamente inactivas, procuraba tomar una decisión rápida y, en muchos casos, fulminante. Conviene dejar sitio para todo lo nuevo y bueno que puede venir.

Hay cosas de las que no me he deshecho aunque sé que debería haberlo hecho (porque soy consciente de que las tiraré dentro de unos pocos años, cuando vuelva a hacer limpieza). Hay cosas que no quería ni leer porque sabía que me iban a hacer llorar. Hay cosas que me hacían recordar gente con la que he compartido momentos de mi vida y que no están, gente que aún sigo viendo y que me alegro enormemente de haber conocido, gente que sigue a mi lado y que agradezco enormemente que aún estén ahí. Hay cosas que no las recordaré sin ver esos objetos, pero otras sí lo haré sin necesidad de ningún elemento físico que la evoque.

Para que todos esos papeles y lo que significan para mí no caigan del todo en el olvido, he decidido hacer esta copia digital y global.

martes, 11 de enero de 2011

Perdonen las disculpas

Nuevo año, nuevo post y ya empiezo disculpándome. Mal vamos… Debería escribir más a menudo para evitarme comenzar siempre explicando las razones que han retrasado la actualización de mi blog. Debería centrarme en contar y no en contar por qué no he escrito antes. Sólo requiere un poco de esfuerzo… Pensándolo mejor, creo que es más cómodo justificarme una vez al mes que escribir una vez por semana.

Bien, remontemos mis excusas a la penúltima semana de diciembre, allá por el día 20. Como viene siendo habitual en nuestra “empresita” (como la llama la que no sabe nada), por estas fechas solemos grabar y enviar una felicitación navideña para nuestros clientes y amigos. Cuando digo “por estas fechas” me refiero precisamente a eso: tres o cuatro días antes de Navidad. Esta situación implica un extra de trabajo (con su consecuente agobio por mi parte), no exento de más de un ataque de risa tonta y algunas anécdotas para el recuerdo. Por tanto, comprenderéis que entre la producción, la larga grabación, el rápido montaje (gracias a la habilidad de la que escribe de 8 a 8 y media), la subida a redes sociales varias y el reenvío masivo a nuestros contactos de correo electrónico, no me quedó mucho tiempo libre para actualizar el blog.

Sin apenas unas horas para respirar, ya estaba haciendo la maleta para pasar las Navidades en Barcelona, con mis tíos, mis primos y mis canijas (como llamo cariñosamente a mis primas más pequeñas). Después de unas seis horas de viaje en coche (la mitad de ellas, bajo mi responsabilidad), llegamos a Santa Coloma, para fundirnos en un abrazo con esa parte de mi familia que veo con menos frecuencia de lo que me gustaría pero a la que quiero como si conviviese con ella a diario. El resto, os lo podéis imaginar: charlas, comida, risas, regalos,… Y el caga tió, una tradición catalana un tanto escatológica pero perfectamente válida como sustitutivo del gordo barbudo importado de Estados Unidos. Y la sonrisa transparente y sincera de mis primas pequeñas, con las que he vuelto a vivir una Navidad de niña, con esa inocencia tan arrebatadoramente adorable. Y el cariño incondicional de mis primos mayores, claro.

El día 26, San Esteban, festivo en Barcelona, cogimos el coche de nuevo para volver a casa. Otra vez, mi padre dejó en mis manos la integridad de los miembros de la familia durante la mitad del recorrido. Lo único destacable del viaje (sin incidencias, gracias a Dios) es que probé la velocidad de crucero de nuestro Citröen: un botón que te permite mantener la velocidad que quieras sin pisar el acelerador. Aunque al principio fui un poco reacia por la extraña sensación de estar conduciendo sin mantener apretado el pedal, finalmente me acostumbré y me encantó poder mover un poco la pierna derecha mientras avanzaba por la carretera. Eso sí, el pie siempre lo mantuve ligeramente apoyado sobre el acelerador por si acaso…

Una vez sanos y salvos en casa, recibí mis primeros regalos de Navidades (además de los que me habían dado ya en Barcelona): el tradicional calendario del año que iba a empezar (que siempre me dan mis padres por estas fechas), un sombrero tipo años 20 que me regaló mi hermana (que ella ya sabía que me gustaba, aunque yo misma no estuviese muy segura de cómo quedaba sobre mi cabeza) y un incipiente dolor de garganta.

Como este año se ve que he sido muy buena, Papá Noel pensó que una leve molestia en el cuello era poca cosa, así que decidió regalarme unas anginas en toda regla (con su fiebre y sus mocos incluidos) para que la disfrutase dos días antes de Nochevieja. Este regalo me vino muy bien para aprenderme toda la programación infantil de las mañanas de las vacaciones invernales. Concretamente uno de esos días febriles, vi Dora la exploradora, Phineas y Ferb, Sara detective de cuentos, Los magos de Waverly Place,… Y cuando empezó El club de los pijamas, que me gusta menos (sí, tengo cierto criterio, a pesar de la pérdida de neuronas que esos programas puedan producir en mi cerebro, según mi padre), me arrastré hasta mi ordenador para acabar con mis existencias de capítulos y películas pendientes.

Unas décimas de fiebre y un consumo desmesurado de pañuelos de papel no me iban a impedir salir de fiesta en Nochevieja (eso lo saben hasta los hebreos…). Así que me planté mi little black dress, mi tocado artesanal de mi colección privada Año Nuevo 2011, mi bolso nuevo con cierre de boquilla (que llevaba tanto tiempo buscando y/o intentando hacer yo misma) y mis zapatos de tacón y salí a comerme la noche. La compañía fue inmejorable (aunque hubiese algunas bajas con respecto a años anteriores que se notaron sobre todo en la pista de baile); las risas, constantes; las copas, más baratas de lo que esperaba; los churros con chocolate, deliciosos; y el humor de los matemáticos-informáticos, insuperable. De mi voz cuando llegué a casa, mejor ni hablamos,…


El primer día del año se pasó volando (teniendo en cuanta que me levanté a las 14.00 horas y me eché una siesta de una o dos horas) y el segundo, en casa de mi abuela, celebrando esa comida de Navidad que no pudimos hacer por estar en Barcelona ni esa comida de Año Nuevo por estar bastante somnolientos.

Con la nueva semana, decidí hacer algo productivo con mi vida y trabajé un poco (no mucho porque si no se me acaban muy pronto los propósitos de año nuevo) para estar entretenida para otro de mis días preferidos de estas fiestas: la víspera de Reyes. Ya quedó claro en su momento que me encanta la cabalgata de Reyes y que disfruto como una enana viendo las carrozas que pasan por mi barrio y cogiendo caramelos. Dado que este año mi hermana fue una traidora y se fue a la cabalgata del centro de Madrid, yo arrastré a mi padre a ver conmigo la de Moratalaz. Y, aunque ya me pesen mucho los años, en esta ocasión casi volví a sentirme como una niña: con los bolsillos del abrigo lleno de dulces promocionales, merendando en la cafetería de la avenida sin ajustarnos a las tradiciones gastronómicas del día por propia iniciativa y viendo los fuegos artificiales junto a la Junta Municipal. 

Tras la traca final, fui volviendo a mis 25 primaveras mientras íbamos a comprar unas bebidas al Carrefour y desapareció completamente cuando nos juntamos con mi hermana y mi cuñadísimo para cenar en Las Lonjas. Pero aún quedaban un par de “tradiciones” para volver a recordarme el sabor de la navidad infantil: el recuento de caramelos en casa (que gané por 10 caramelos de más a mi traidora hermana) y la tardía llegada de mi madre, después de montar las rebajas.

Al día siguiente, la base del abeto plagada de paquetes me devolvió la risa nerviosa de cuando era pequeña (a pesar de que sabía el contenido de algunos de mis regalos porque los había comprado yo misma y algunos de los de mi hermana y mi madre porque los había envuelto o comprado). El recuento fue muy positivo: un jersey calentito para las frías mañanas en la oficina, una torera para cuando haga más calor y un original colgante de un ángel. Aunque mis padres decían, con una sonrisa traviesa, que faltaba uno…

En casa de mi abuela, también nos esperaban algunos regalos: una caja pequeña para mi hermana y una grande y otra pequeña para mí. Aunque con los años aprendes que el tamaño no es sinónimo de mejor o peor (¿cómo suelen ser las cajas de Tifanny’s?), aquel paquete descolocó mis suposiciones iniciales. Cuando rasgué el papel, no podía creerlo: ¡un netbook! Este año los Reyes habían sido demasiado buenos conmigo (especialmente en estos tiempos de crisis que corren) y no pude evitar echarles una bronca, aunque fuese con la boca pequeña. El otro paquete era un modem usb de prepago para utilizarlo, lógicamente, con el anterior regalo. Ya no tengo excusas para dejar de trabajar si me voy de vacaciones…

Después de una sesión de dos horas y 45 minutos de Abba en directo, una cena post-navideña con mis amigas del colegio, terminar de ver alguna que otra película pendiente y configurar mi tecno-regalo de Reyes, no me ha quedado mucho tiempo para escribir un post. Así que, llegados a este punto, ¿me perdonáis las disculpas?